Fundado en 1910

Portada de 'Los alemanes' de Sergio del Molino

El dudoso límite entre la culpa y el agravio

Si miráramos con perspectiva la narrativa de Sergio del Molino, observaríamos un viaje, quién sabe si reversible, desde la autoficción a la ficción pura

Si miráramos con perspectiva la narrativa de Sergio del Molino, observaríamos un viaje, quién sabe si reversible, desde la autoficción a la ficción pura. Se acercó a la fama con un libro desgarrador y próximo, La hora violeta, siguió con una apuesta de una intimidad radical (La piel) y se adentró en la política con Un tal González, donde el propio Del Molino seguía teniendo un rol fundamental. En Los alemanes se consagra como narrador gracias a una auténtica novela, donde el autor no aparece por ningún lado. De hecho, el proceso creativo queda fuera de la obra, no hay metaficción. Como los novelistas clásicos, toma una parte desconocida, y apasionante, de la historia y la convierte en su obra.

Alfagura (2024). 336 páginas

Los alemanes

Sergio del Molino

Su habilidad narrativa queda clara desde las primeras páginas, cuando nos introduce con facilidad en un mundo tan difícil de entender como es una colonia de alemanes que salió de África y terminó en Zaragoza, integrándose plenamente en la ciudad pero, al mismo tiempo, manteniendo su independencia. No hay apenas subrayados: comienza con un entierro y, al mismo tiempo que avanza la trama, conocemos la constelación familiar de los personajes, su ámbito social y la capa más superficial de su historia. Como tantas peripecias olvidadas, la historia de los alemanes de Camerún estaba ahí, esperando que alguien la tomara. Podría haber optado por una novela histórica, pero, aunque lo histórico tenga relevancia, lo fundamental es cómo repercute en lo íntimo. En este aspecto, el tratamiento de las complicidades de los ancestros de los personajes recuerda al que realizó Ishiguro en Los restos del día, su obra maestra. La conspiración empuja la trama, pero el centro de la novela se encuentra en otro lugar, en las dificultades ineludibles de cualquier existencia, en que, como decía Gil de Biedma, la vida va en serio. De hecho incluso el desenlace con todo lo que omite, muestra la primacía de lo emocional.

Las voces son distintas, pero también parecidas, porque comparten un mundo. Es una diferencia sutil, que posiblemente se desvanezca en la traducción, que es percibida solo por un lector atento, y es uno de los grandes logros de la novela. Solo se amplía cuando toman la palabra los constructores israelíes, tan ajenos al núcleo familiar. La polifonía ayuda a la ambigüedad moral de esta novela, que no lo es tanto no decantarse por ninguna postura sino por mostrar la extrema dificultad de hacerlo.

El juego de voces, y la selección de los momentos donde esas voces hablan, permite entender con nitidez lo complejo. Muestra la dificultad de cualquier juicio, los mil recovecos de la historia, algo que ya aparecía en su novela anterior, la biografía novelada de Felipe González. La razón, en esta novela, no la tiene nadie, por eso se aproxima tanto a la realidad. También hurga en un aspecto fundamental, propio de toda familia, pero sobre todo de las familias dañadas por el afán: la distancia entre la historia monumental, la épica que nos contamos, sea sobre nosotros, sea sobre nuestras familias, y la historia real, mucho más cutre pero también más pegada a la tierra. Que la familia del protagonista compatibilice la fabricación de salchichas y la épica teutónica no es casual. Acentúa el contraste, la necesidad, profundamente narcisista, de grandeza. Y de esa ansia viene la ruina. ¿Miente la familia o es una cuestión de supervivencia, de adaptarse a la realidad y adoptar la mejor versión de unos hechos siempre dudosos? Quién sabe.

En la parte final, cuando los dilemas emocionales, incluso políticos, de los protagonistas se extreman, cuando su trama de secretos y mentiras se hace más notable, Del Molino se acerca a Javier Marías, aunque sin perder su estilo, mucho más sobrio y menos dado a subordinaciones infinitas. Como el añorado Marías, realiza una exploración magnífica de los límites de los sentimientos, por ejemplo de esa frontera dudosa entre la culpa y el agravio, tan frecuente en los conflictos familiares.

Como culminación, cuenta con un desenlace elegiaco, que pone en su sitio al ser humano y a sus minucias, en el que reverbera uno de los mejores finales de la historia de la literatura, el de Los muertos, de Joyce: «…como llora la tierra, sin darse importancia, dejando que el agua arrastre sus sedimentos y que las civilizaciones florezcan mansas en sus orillas, arrastrando también sus ruinas cuando se desmoronan, deshechas como los muertos en un cementerio alemán que un día también se diluirá corriente abajo, y solo quedarán los tilos, los tilos eternos dando sombra a nadie».