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Arco de Constantino

Arco de ConstantinoDiego Delso

Un espectacular paseo por la Roma de Constantino

A comienzos del siglo IV d.C. Roma experimentó un renacer monumental y arquitectónico, tras la convulsa segunda mitad del siglo III, como no se había visto desde época de Augusto. A los mandos de esta gran empresa: Constantino el Grande

¿Ha estado usted alguna vez en Roma? Una respuesta posible, y bastante probable dada la sociedad en la que nos encontramos, será «sí». Ahora bien ¿ha estado alguna vez en la Roma de tiempos del emperador Constantino, allá por los comienzos del siglo IV d.C.? A no ser que quien está leyendo estas líneas sea Marty McFly, la única respuesta posible será «no». O al menos esa era la única respuesta posible hasta ahora. Con la reciente publicación de La Roma de Constantino, de Néstor F. Marqués y Pablo Aparicio, se podrá pasear por la Ciudad Eterna de comienzos del siglo IV: atravesar el Arco de Constantino junto al Coliseo, adentrarse en la basílica situada en la colina de la Velia y quedar asombrados con la estatua colosal (unos 11 metros de altura) de Constantino, admirar las obras de construcción de la Basílica de San Pedro, junto a la Via Cornelia-Aurelia, y un largo etcétera.

Portada La Roma de Constantino

DESPERTA FERRO (2024). 224 PÁGINAS

La Roma de Constantino

Néstor F. Marqués y Pablo Aparicio

Lo primero que hay que decir es que nos encontramos ante un libro realmente sobrecogedor: el trabajo de reconstrucción digital llevado a cabo por este tándem de autores, ambos socios en la empresa 3D Stoa, es realmente espectacular, un regalo para la vista. A lo largo de sus poco más de 200 páginas, el espectador –más que lector– se sentirá como un viajero que se adentra en los entresijos de la Roma constantiniana

El volumen sigue un recorrido cronológico que sirve para estructurar las páginas del libro y dar coherencia al espectáculo visual que ofrecen, y no arrojar imágenes a discreción, sin ton ni son. De los diez capítulos que conforman el libro, el primero hace las veces de introducción de la cuestión cristiana en Roma, antes de la Tetrarquía (284 d.C.), y está centrado en los enterramientos, especialmente las necrópolis cristianas. A partir del capítulo II, comienza la andadura constantiniana hacia el poder, con la Tetrarquía, la subsiguiente derrota de los enemigos, y las políticas constructivas y evergéticas de Constantino en la Ciudad Eterna. Hasta el capítulo VIII, centrado en la Basílica de San Pedro, que rompe la lógica del volumen por un motivo más que justificado. Finalmente, los capítulos IX y X ahondan en el final del gobierno constantiniano y en el legado dejado a la posteridad por su importantísima figura, respectivamente.

En definitiva, matrícula de honor para los autores y el volumen en materia de reconstrucción arquitectónica y urbanística digital de la Roma constantiniana. Ahora bien, la obra precisa de un suficiente raspado en cuestiones como la historia del cristianismo, especialmente en lo que a doctrina y legado de textos se refiere. En no pocas ocasiones, los autores se adentran en jardines que van más allá de su negociado y en los que evidencian importantes lagunas, que debieron contenerlos al tratar determinados temas.

Un ejemplo de ello se encuentra en el capítulo IX del volumen, en un didáctico cuadro —como aquellos que aparecían en los libros de texto del colegio— que reza «La segunda venida de Cristo» (p. 192). Allí aseveran, con una seguridad pasmosamente osada y sin dar mayor explicación a la teoría, que el Libro del Apocalipsis fue «escrito a finales del siglo I por Juan de Patmos –no confundir con Juan el apóstol o Juan el Evangelista–». Y ya estaría: pueden cerrar las facultades de Teología, Sagrada Escritura, Filología y todas aquellas relacionadas con el estudio de los textos bíblicos. Hay numerosas tradiciones, algunas muy distintas entre sí, que arrojan diversas teorías sobre el autor del Apocalipsis (y sobre el llamado Corpus joánico en general), como la del susodicho «Juan de Patmos» (denominación con la que Justino Mártir se refiere al apóstol Juan), o la de «Juan el Presbítero» (mencionado por Papías de Hierápolis y recogido por autores como Eusebio de Cesarea), así como la que más consenso ha encontrado entre los especialistas del tema: Juan el apóstol y evangelista. Al acudir a la bibliografía, no encontramos nombres destacados en el estudio de la obra joánica, como J. Chapa, D. Muñoz León, F. Fernández o U. Vanni. Así pues, ¿en qué basan los autores una afirmación tan taxativa sobre un tema tan discutido y que encuentra ya un amplio consenso en el reconocimiento de la misma persona en la redacción del Cuarto Evangelio, las Cartas de Juan y el Apocalipsis?

Otra cuestión que merece revisión es la de la conversión de Constantino. Si bien los autores tienen la buena intuición de reconocer, en el capítulo VI, que «no podemos estar seguros de lo que pensaba» el emperador Constantino (p. 130); sí insinúan veladamente que la imagen pública que este proyectaba, a través, por ejemplo, de la numismática, sería el fiel reflejo de su sentimiento religioso interior. A este respecto, volvemos a la bibliografía, y de nuevo faltan nombres fundamentales sobre tal cuestión, como P. Brown o P. Heather. Este último, por ejemplo, ha argumentado de manera razonada cómo la imagen pública proyectada por Constantino se había ido modificando en función de su control político, llevando a cabo una mostración de su primera fe cristiana por fases.

Bueno, quedémonos entonces con las reconstrucciones digitales de los edificios y los monumentos de la Roma constantiniana que jalonan el volumen y que constituyen el quid del libro. Por último, hay que alabar especialmente el mapa desplegable situado entre las páginas 88 y 89 del volumen, con una visión total, a vista de pájaro, de la Roma de Constantino: da la sensación de estar sobrevolando, como si de un avión se tratase, la ciudad en aquel siglo IV. Qué susto se habrían llevado sus habitantes…

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