La memoria, esa telaraña donde anidan y se anudan las historias
De Guatemala a Berlín, de la infancia al presente, en continuo vaivén, Eduardo Halfon ha creado un fascinante relato, que da entrada a temas de hondo calado
Un campamento para niños judíos, en el corazón del altiplano guatemalteco, allá por 1984; un prolongado café en París, como celebración de un reencuentro, tan querido como inesperado; un sórdido club berlinés, atendido por camareras tailandesas, donde poder cobrarse viejas cuentas con el pasado... Estos son los tres espacios principales de la novela, con sus respectivos tiempos, que se van alternando continuamente, de manera tan asombrosa como narrativamente eficaz, para construir una trama completa y compleja, que se lee vorazmente, de principio a fin.
Libros del Asteroide (2024). 181 Páginas
Tarántula
Nos hallamos ante una nueva entrega de un proyecto de escritura en marcha, que se inició con el ciclo de cuentos El boxeador polaco (aparecido, por primera vez, en 2008), y que tiene como elemento integrador principal la creación de una voz narrativa omnipresente: la que le corresponde al personaje Eduardo Halfon, retrato y creación ficcional, a un mismo tiempo, del propio autor.
También en esta ocasión es esta figura el vértice en el que confluyen los tres escenarios y tiempos antes mencionados. Junto a él, sobre un reducido elenco de actores, que van entrando y saliendo conforme avanzamos en la historia, se destacan otros dos personajes. La joven Regina, que propiciará un primer e inolvidable descubrimiento del despertar erótico en el adolescente Eduardo. Y el monitor jefe del campamento, Samuel Blum, carácter principal de esta obra y marcado contrapunto respecto a la visión, planteamientos y sensibilidad del narrador autorial.
Los temas que se congregan en esta vertiginosa novela guardan relación, en gran medida, con los aparecidos en otros títulos del autor. Todos ellos son de un profundo calado. En primer lugar, el exilio, condición esencial de la existencia humana, que se ve potenciado, además, por las concretas circunstancias vitales de Halfon, el escritor real y el personaje. Así aparece mencionada la huida de aquella Guatemala en guerra para instalarse con su familia en los Estados Unidos (hecho que motivará la decisión paterna de enviarlo con su hermano a ese campamento, en unas vacaciones navideñas); el origen judío de los ancestros y la experiencia terrible del abuelo (superviviente de los campos de concentración); la estancia en Berlín –museo urbano del holocausto–, como fruto de una beca para desarrollar un proyecto creativo que no es otro, precisamente, que este libro (nuevo guiño metaliterario).
A partir de este núcleo seminal, se despliegan toda una serie de cuestiones vinculadas. La imposibilidad de asumir una identidad heredada, de la que igualmente resulta inviable huir. La conflictiva relación paterno-filial, que no cesa de combinar una paradójica mezcla de rebeldía y culpa. Las estrategias para escapar a una memoria construida sobre el odio, sin dejar de sentir el peso de esa terrible historia común de aniquilación y de infamia, a la que fue sometido todo un pueblo, su pueblo... Y la pervivencia del amor, a pesar de todo.
Porque es cierto que, quizá por primera vez dentro de su proyecto narrativo, este viaje a la infancia viene marcado por un terror sordo que, de manera gradual, va acrecentándose en la convivencia que experimentan los niños del campamento. Sin desvelar la trama, podemos decir que hacia ello apunta la metáfora del título: el lector podrá tocar el veneno que engendra el odio. Pero, junto a esos pasajes de verdadero thriller psicológico, la escritura de Halfon tiene la habilidad de recrear momentos de una profunda conmoción positiva, a partir siempre de pequeños detalles muy concretos, que son condensadores de un tiempo de profunda significación y que activan, por esto mismo, la memoria.
Valgan dos pasajes, como ejemplo. El primero, nace al contacto con una fotografía «ya desteñida y algo doblada» del padre, ya fallecido:
«Cada vez que veo esa foto me dan ganas de hablarle al que era mi padre aquella noche de finales del 83, hablarle a ese padre sonriente y eufórico y de apenas cuarenta años (diez más joven que yo al escribir estas líneas). Pero no sabría qué decirle. Quizás que nos vienen unos años difíciles, que por favor tenga paciencia conmigo, que tardaré en encontrar mi propio camino. O quizá, aunque pudiera, no le diría nada. Para qué».
El segundo, tiene lugar en ese reencuentro con Regina, tantos años después, que es además un maravilloso homenaje a Proust: «... se llevó la tacita blanca a los labios y yo me estremecí al reconocer su mano. Una mano que había olvidado por completo, o que creía olvidada por completo. Reconocí su forma. Sus dedos largos y delgados. Las pecas casi invisibles en el dorso. La redondez y el tinte rosáceo de sus uñas. Sin saberlo, había guardado durante años el recuerdo de esa mano, al alcance pero bien sepultado en alguna grieta de mi memoria, nada más esperando ser desenterrado y desempolvado en el instante mismo en que ella alzara una tacita blanca de café».
Así que todo este zigzagueante trayecto entre el hoy y el ayer supone o, más bien, invita a una indagación penetrante en torno a esas preguntas vitales que golpean nuestro yo más profundo. Es muy probable que, una vez cerrado el libro, no hayamos encontrado una última respuesta. Sin embargo, habremos descubierto, como en su hermosa conclusión, que siempre hay una ventana abierta a la esperanza y que, para abrirla, no existe otra fórmula más que contar las historias, aunque duelan, y despertar así nuestra memoria, ahí donde anidan y se anudan todas ellas.