La dulzura de un viaje y una forma de mirar
A veces un libro está, existe, llega a nosotros, para hacernos más llevadero un tramo del camino, y recordarnos que muy cerca también caminan seres humanos que contemplan y habitan la vida con asombro, curiosidad, sensibilidad y cariño.
«Yo no había planeado que este viaje fuera tan largo. Las cartas son la razón por la que está durando tanto. Había pensado volver pronto, aunque fuese para leer las cartas que me llegasen y responderlas, pero todavía no me ha escrito nadie. Así que todavía no tengo motivos para volver».
Shiro (2024). 212 Páginas
Ya nadie escribe cartas
Este pequeño libro, de portada tan limpia, tan discreta, esos nombres que parecen querer huir de la cubierta, que parecen querer que uno se centre y se adentre en el azul, es romanticismo. Su protagonista, su viaje, lo que respiran las palabras, todo lo es. Y hoy que el romanticismo agoniza silencioso, recluido, leer esta historia que ha creado Jang Eun-jin (Corea del Sur, 1976) es recodar que aún hay quienes viven de la fe, de la ilusión, de fantasías que no contradicen la realidad, sino que habiendo conocido ya su dolor, su injusticia, han aprendido a convivir con ella y sencillamente no permiten que la fealdad pese más que la belleza.
Jihun dejó su casa, su trabajo y los recuerdos y viaja de motel en motel junto a Wajo, el antiguo perro guía de su abuelo que se quedó ciego. No tiene destino, simplemente viaja, sin hacer fotos, sin comprar souvenirs («son sólo cosas que se entrometen en la experiencia»). Un chico vacío viaja junto a un perro que ha perdido su misión, su sentido, que ahora es quien debe ser guiado. Cada anochecer, ese chico escribe una carta. Para contar lo que ve, lo que piensa acerca de lo que ve, y también para que esa persona sepa que ese día existió para él. Cada día escribe a una persona diferente, a su familia o a conocidos con los que se ha ido encontrando a lo largo del recorrido, y a quienes asigna un número diferente y consecutivo. A los pocos días, Jihun llama desde una cabina a su compañero de piso y le pregunta si ha recibido alguna respuesta. Cuando llegue una, será la señal de que el motivo y objetivo de su aventura habrá finalizado.
Durante gran parte del libro su periplo es compartido por 751, una curiosa mujer que también viaja, no con un perro sino con un carrito lleno de libros, de su libro, Pasta de dientes y jabón. Lo ofrece a la gente en el metro, lo lleva de un lado a otro, es su propia comercial, distribuidora y librera. Y les seguimos de motel en motel, de ciudad en ciudad, con cautela se hacen amigos (todo lo amigos que pueden hacerse dos personas que se cruzan momentáneamente en sus historias), mientras leemos las cartas que Jihun escribe, deseando que alguien le haya por fin devuelto las palabras –porque responderle implicaría que otro soñador habita en alguna parte–, pero deseando al mismo tiempo que no lo hayan hecho, todavía no, para que continúe su viaje, en el que se está tan a gusto. Sus pasos son una involuntaria filosofía de vida que navega por el silencio, la soledad, la comunicación y las relaciones humanas de una forma tan ligera, entrañable, inteligente y cálida que sin darnos cuenta nos hemos ido inundando, como pretendían, del azul.
No es sencillo hablar de romanticismo, o desde lo romántico, sin que la escritura salga remilgada, cursi. Aquí no hay excesos, sobresaltos, aquí la luz es sosegada, la conversación es cauta, reflexiva, siempre interesante, y la soledad de sus personajes es profunda y honesta; han pensado mucho sobre la vida, han huido para volver a conocerse y encontrarse, caminan observando, comprendiendo mejor el mundo. La falta de compañía les hace reaccionar a veces tímidos, recelosos, torpes. Hay ternura, hay dudas, hay sorpresas que aguardan tras las apariencias, hay respuestas inesperadas a las preguntas, hay un arduo y constante intento de alcanzar la serenidad y la gratitud. Y, sobre todo, hay consuelo y alegría porque hay un corazón romántico que viaja y que escribe cartas.
«Cuando terminaba de leer el periódico recortaba artículos con unas tijeras. Sus recortes iban a parar a dos álbumes diferentes, los dividía en dos categorías: felicidad y desdicha. Creo que quería comprobar si había más felicidad o desdicha en el mundo».
Estas líneas han sido también una epístola, de amor, a un libro. La mejor reseña sería decir la sensación de confort que se experimenta al leerlo y el deseo, más que de recomendarlo, de regalarlo, pues pertenece a esa colección de pequeñas joyas como son Mendel, el de los libros de Zweig, Helena o el mar de verano de Ayesta, Ballena de Gadenne, Otra vida por vivir de Kallifatides o Señora de rojo sobre fondo gris de Delibes. Una lectura que acompaña, acaricia, deja un poso en la memoria y ordena un poco por dentro.