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"La tertulia de Carrère". Madrid Cómico (1911)

«La tertulia de Carrère». Madrid Cómico (1911)Caricatura de Izquierdo Durán

Agua, azucarillos y… sangre

Libros de la Ballena rescata El crimen del sátiro, una historieta policial de Emilio Carrère, que transita del esperpento a la astracanada

Esta reseña podría también titularse La Verbena de la Paloma en Escabechina. O Bohemios depravados descuartizan a Doña Francisquita, pues sobre bohemios tratamos, y entre ellos, sobre uno de los más eximios: Emilio Carrère (o Carrere, en función del linotipista), del que ahora se reedita su novela corta El crimen del sátiro. Es decir, sobre artistas del hambre en tiempos de la apoteosis del mal llamado género chico, y sobre su fascinación por la marginalidad y el crimen

Portada de El crimen del sátiro

Libros de la Ballena / UAM (2024). 152 Páginas

El crimen del sátiro

Emilio Carrère

La bohemia literaria, especialmente la de la Corte durante el primer tercio del XX, era un caldo de cultivo, o más bien un caldo gordo, en el que flotaba todo lo que había sobrado de la cena del día anterior. Entre un listado numerosísimo de nombres propios o prestados, personajes de biografías inexistentes y ocasionales aciertos de no poca brillantez (y a la contra, perfiles cuya creación más inspiradora era su rico anecdotario personal), en las últimas décadas ha crecido la atención por individuos como Pedro Luis de Gálvez, cuyos delirios poéticos, a veces muy conseguidos, nada valen comparados con la rentabilidad que su vida ha proporcionado para grandes novelas como Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. O por Hoyos y Vinent, que ha suscitado esfuerzos editoriales bienintencionados, inconscientemente sesgados por el afán de transformarle en un adalid de la diversidad, cuando su juicio definitivo como literato ya lo enunciara, tiempo ha, Andrés Trapiello, cuando afirmara aquello de que lo mejor que podría ocurrir con Hoyos es que siguiéramos disfrutando de las noticias sobre sus insensatas andanzas, mientras sus relatos no se reeditasen jamás.

Ese caldo gordo se componía de ingredientes algo revenidos, pero a veces sustanciosos, casi todos procedentes de la resaca decimonónica; una resaca que levantaba espuma a costa de golpear con cierta violencia retórica o argumental. La narrativa bohemia se nutrió del hastío vital del Romanticismo; del costumbrismo realista acartonado en casticismo algo impostado; del Naturalismo pseudocientífico como truco para cargarse de sensacionalismo… pues la bohemia no suele marginarse para obligar al reformismo burgués, sino llamando la atención lo suficiente para pasar el platillo. También se nutrió del Modernismo para rellenar el emparedado, con embutidos diversos y próximos: decadentismo británico, bohemia francesa, simbolismo poético, oscurantismo teosófico, erotismo avergonzado, y unas buenas lonchas de géneros populares, entonces incipientes (misterio, fantasía especulativa…).

Emilio Carrère se hizo pronto una chalina poética llamativa con estupendos versos como los de El caballero de la muerte (algunos de ellos se nos obsequian en esta reedición como apéndice). Pero su condición de funcionario recomendado en el Tribunal de Cuentas, como un Huysmans improvisado, le permitió trabajar poco en la oficina y mucho en los billares y los cafés, buscando el suplemento de la paga en una miríada de cuentos y novelas cortas. Aprovechó el llamativo fenómeno de las revistillas semanales de creación literaria, que inundaron los quioscos durante medio siglo, la imprescindible y longeva Novelas y Cuentos, junto con docenas y docenas de cabeceras: La Novela del Sábado, La Novela Corta, La Novela del Día, El Cuento Ilustrado, La Novela de Hoy, La Novela Fantástica, La Novela Cinematográfica, La Novela Semanal, etc., etc.

Carrère era firma habitual, prolífico y poco riguroso en sus entregas: siempre se ha sostenido que muchas veces entregaba lo mismo, cambiando el título y los párrafos de inicio y conclusión. La recuperación de Carrère la comenzó una efímera colección de Emiliano Escolar Editor, por donde transitaron Carmen de Burgos, Felipe Trigo, José Francés o el mismo Hoyos, pero quien apostó por ello y lo ha seguido haciendo ha sido la editorial Valdemar, relanzando La torre de los siete jorobados (con meritorio prólogo de Jesús Palacios que ventila la chismografía sobre la coautoría de Jesús de Aragón), y recopilando logros mayores de Carrère en volúmenes como El reino de la calderilla, El cadáver de Atahualpa o Los muertos huelen mal.

El crimen del sátiro, una historieta policial sobre la desaparición de una niña pequeña a manos de un pervertido, comienza con un diálogo, tan forzado como sabroso, entre un ama de casa analfabeta (que espera que su marido salga de la taberna para pegarle en casa) y una prostituta a la que llaman la Jamelgo, cuya vida arrastrada envidia la primera. Su conversación, como el resto de la historia, está trufada de argot, en un registro castizo que ya era irreal cuando se escribió, pero satisfacía al lector apresurado y ansioso de evasión de aquellas publicaciones. Este lector estaba en sintonía con una manera de apreciar lo populista (término tristemente degradado por el ámbito político), la misma que se disfrutaba en los libretos de zarzuelas, pues sus autores no esperaban que se creyese realmente que ese era el habla del pueblo llano, sino una suerte de lenguaje figurado, no por recreado menos efectivo e interesante. En El crimen del sátiro están todos los ingredientes necesarios para agarrar la atención del lector y suscitar su curiosidad: estratos sociales despreciables desde el orden y la higiene, un retrato caricaturesco de las capas más míseras de la ciudadanía, un sentimentalismo superficial pero de fácil adhesión, las briznas justas de perversión y de chusca violencia, y en suma, una apelación a la credibilidad en el tránsito del esperpento (entendido en sus aspectos exteriores) a una astracanada donde la comicidad la pone el lector, operación que Carrère manejaba como pocos.

No nos engañemos, al margen de algunas giras, en las artes escénicas españolas no existió equivalente al Grand Guignol francés, donde la gente podía reír con espanto y chillar con ilusión mientras contemplaba a los actores despedazarse, literalmente, entre risas. Para nosotros, el gran guiñol reposaba en la literatura de periódico y de revistilla semanal.

Esta reedición se acompaña también de un breve prólogo de Rosa Navarro, una de las filólogas que más ha aportado al conocimiento de nuestra literatura picaresca. Y señalemos que la afortunada reivindicación que hace de Carrère, sin embargo, no nos cuadra con su enfoque crítico, de autor de denuncia. Darle a El crimen del sátiro la categoría de alegato contra la injusticia social (una exposición de la venalidad a favor del poderoso) o el machismo congénito, es transponer nuestras sensibilidades bien pensantes a un marco que no contenía esas intenciones, y rescatar obras con un ejercicio de dignificación innecesario. Los personajes de El crimen del sátiro se llaman Don Jesusito, el Charlot, la Jamelgo, la tía Güesos o la Ramona. Carrere demuestra su simpática astucia como narrador si aceptamos combinar personajes como los de los tebeos de Bruguera con la sanguinolencia de las tramas de Fantomas; jugar al malditismo en el que Carpanta comete crímenes más allá de la dieta. Hacer de Carrère un escritor comprometido sería como pretender que las novelas de acción bélica de Sven Hassel sean grandes reportajes porque se cita correctamente el catálogo armamentístico. No hay necesidad alguna, porque la obra de Carrère, su literatura entretenida y salpimentada, se hace merecedora de un hueco más que digno, y la recuperación de este vocacional bohemio madrileñista tiene por fin que transitar, sobre todo, por una correcta ordenación y selección crítica de esa obra, cuyas dimensiones reales son tan legendarias, y por tanto imprecisas, como lo fue su propia biografía.

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