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Vista de Lucignano, en la ToscanaEdisonblus

Los libreros están locos

Alba Donati relata, en esta suerte de diario de a bordo, la osada aventura de levantar su propia librería, en un pequeño pueblo de la Toscana

Los libreros están locos. Es lo que pienso desde que comencé a tratarlos. Lo pensaba años atrás y lo pienso ahora: están locos de remate. Locos de atar. Deliran. Puede que anide en ellos un sentido común similar al del resto de los mortales, pero todo se echa a perder en el momento en que deciden apostar su tiempo y su dinero en abrir una librería. Porque ¿quién en su sano juicio montaría una librería cuando gran parte de la sociedad demuestra un día sí y otro también, por activa y por pasiva, que leer libros es la menor de sus prioridades?

Penguin Random Haouse (2023). 222 Páginas

La librería en la colina

Alba Donati

Los libreros están locos. Y si no me creen, les dejo con la frase lapidaria de Romano Montroni, director de la librería Feltrinelli durante 40 años y por tanto hombre de gran experiencia, a quien la poeta Alba Donati le comentó, vía telefónica, que iba abrir una librería en su pueblo.

«–Bien. ¿Cuántos habitantes tiene?

Ciento ochenta.

Veamos, ciento ochenta mil dividido por…

No, no ciento ochenta mil, ciento ochenta.

Estás loca».

Y loca está Alba Donati, como cualquier librero. Pero la suya es una locura con final feliz, porque esa pretensión de montar una librería en Lucignano, pueblecito de La Toscana de escasa población (algo que espantó al bueno de Montroni), no solo acabó por cristalizar con las donaciones mediante crowdfunding que le hicieron sus seguidores de las redes sociales, sino que además su historia originó un libro seductor, La librería en la colina, que agradecerán muchos miembros de una segunda estirpe de locos de remate: nosotros los lectores.

En esta obra Donati cuenta cómo, después de trabajar durante veinticinco años en el sector editorial, abandonó esa vida relativamente cómoda en la gran ciudad (Florencia) para mudarse a su pueblo, donde montó una librería (Sopra la Penna) que, desde el minuto cero, captó la atención de numerosos internautas y de los medios de comunicación.

Escrito a modo de diario, Donati narra en estas páginas su experiencia en la librería, como intuyo un capitán de barco contará la suya en altamar –en caso de que se siente y tome papel y pluma–, narrando cómo un día todo es calma chicha y al siguiente son zarandeados por oleajes intempestivos, cuando no están a punto de naufragar.

La librería de esta autora también vive sus días serenos, pero en poco tiempo estuvo a punto de naufragar en dos ocasiones: una por culpa de la pandemia del COVID, que la obligó a cerrar sus puertas al poco de su inauguración, y otra a causa de un incendio, del que afortunadamente pudo reponerse gracias, una vez más, a las donaciones de personas generosas y desinteresadas a quienes les agradaba este proyecto.

En este cajón de sastre que es La librería en la colina, Donati va anotando los títulos de los libros que le compran, comparte algunas experiencias con otros escritores, reflexiona sobre temas literarios, recrea sus vivencias en la infancia y la interacción con las personas de su entorno y, no menos importante, nos transmite con vitalidad la certeza de que incluso las empresas más osadas pueden salir bien en ocasiones. Entre los fragmentos más entrañables yo destacaría los que dedica a su madre, de 102 años, que ve todas las tardes la televisión mientras Enrique, un vecino amoroso, le coge la mano.

Y poco a poco, entre pandemias e incendios, entre noviazgos y embarazos, la vida amable y sencilla de La Toscana se va colando por las puertas de la librería, que recibe la visita de personas de cualquier parte del planeta, dispuestas a ser sorprendidas por la magia del lugar.

Todo en esta librería es primoroso: las recomendaciones de libros, el embalaje de los pedidos, la ubicación de la tienda, la pasión de su dueña y de sus colaboradores por el oficio, la estrategia en las redes sociales a la hora de proyectar el negocio. Y, por si fuera poco, venden calcetines con citas literarias, calendarios de Emily Dickinson, mermelada con sabor a Alicia en el país de las maravillas...

En esta librería igual se venden libros como se celebra una despedida de soltera, lo que la convierte en un microcosmos socio-cultural de gente de bien a quienes les gusta leer y les gusta vivir, que quizá venga a ser lo mismo.

En la página 86, la autora dice: «Me gustan los libros que invitan a leer otros libros», y no he podido dejar de pensar en el suyo, o en otros como el delicioso Charing Cross Road, de Helene Hanff, que, por no irnos muy lejos, recoge la correspondencia entre un librero londinense y una excéntrica lectora que vive en Nueva York.

La idea de montar una librería en la colina, en un pueblo de 180 habitantes, donde ninguna empresa parece más prescindible que esta, parecía a priori una locura. Y lo era. Pero ya lo dije: los libreros están locos. Locos de atar. Unos locos admirables que están convencidos de que los libros pueden hacernos más felices. Y no seré yo quien les quite la razón.