Todas las memorias de abajo
Un análisis sencillo y humano de la relación entre dos términos esquivos, confusos, que tantas veces se han entrelazado: la mal llamada locura y la literatura
«Mi primer despertar a la conciencia fue doloroso: me creí víctima de un accidente de automóvil; el lugar me sugería un hospital. Descubrí que tenía las manos y los pies atados con correas de cuero. […] Después me enteré de que había entrado en el establecimiento luchando como una tigresa». (Memorias de abajo, Leonora Carrington).
El Desvelo (2024). 248 Páginas
Locura y Literatura
La vida de la pintora Leonora Carrington antes de ingresar –de que la ingresaran, a la fuerza– en el sanatorio de Santander no había sido sencilla. Fue niña díscola, precoz, intrépida en lo imaginario y sobrenatural. La expulsaron varias veces de las escuelas, su padre renegaba de sus inquietudes y su asalvajada ensoñación. Al descubrir la pintura pudo externalizar y materializar los mundos que la habitaban y sentirse «normal» en un espacio físico, real, que todos podían tocar. Conoció a Max Ernst, se enamoraron y, a través de él, conoció también a muchos otros artistas. Su espacio seguro, de inspiración y consuelo, creció. Hasta que llegó la guerra, y a él se lo llevaron, y ella tuvo que huir a España, y sola y perdida se tambaleó y cayó en ese ambiguo, impreciso y escurridizo término que es la locura.
Según explica Rafael Manrique, para el doctor Luis Morales, médico que trató a Carrington en Santander, un loco era una persona antisistema; «había que protegerla de sí misma y proteger a la sociedad de ella». Por el contrario, otros psicoanalistas como Freud definían la «locura» como «un conflicto grandioso entre la razón y las pasiones desatadas desde el inconsciente que era necesario comprender». Esto entraña dos peligros: uno, que todas las desviaciones de la mente se han considerado durante mucho tiempo un mismo mal, y dos, que dependiendo de en qué casilla del tablero caigas, tu vida entera, ya no solamente la cordura, puede salvarse o ser condenada a un infierno peor. Si hay tantas maneras de amar como corazones, también hay tantas maneras de entender y tratar la «locura» como médicos o escuelas. El problema es que la locura no existe.
Esta es una de las principales tesis que vertebran Locura y Literatura, ensayo donde Manrique ahonda en la relación, tantas veces idealizada, entre ambas. La locura no existe no porque no se dé en la realidad de las personas, sino porque se emplea como concepto político o poético: «Solemos utilizar el término loco de forma coloquial para hablar de muchas realidades sociales o mentales. Es una denominación peyorativa y de ninguna manera un diagnóstico médico». Hoy en día se presta más atención a la salud mental y se están diluyendo tópicos y prejuicios, pero el loco, como apodo genérico, siempre ha sido el raro, el extravagante, el subversivo. Las personalidades de Pessoa, las visiones que aterrorizaban a Dick, los delirios de Burroughs, los extremos de Artaud.
Algo muy interesante –y ameno en sus formas– de este libro es que mientras se habla sobre la literatura y nuestra relación con ella (así como con la imaginación, la fantasía o las insatisfacciones), se van mencionando distintos autores que, como Leonora Carrington, en algún momento de sus vidas sufrieron alguna alteración mental y cómo ésta afectó a su creatividad y trabajo. Y así, nos adentramos brevemente en sus infancias, en sus contextos; y vamos abandonando el término falso y dejando espacio a otras palabras y acontecimientos más precisos. Conocer a la persona tras la demencia, tras la apariencia, tras una herida que no explica al ser humano, que no lo reduce a una sola consideración, pues es habitual y cruel asumir que por artista también se debe ser esto o aquello, o explicar lo artístico por tener cierta condena del alma, características inherentes del extraviado que se contemplan como divertimento, estando uno a salvo. «Observar el infierno puede ser literario, vivirlo no».
La «locura» no es algo único, inequívoco. La «locura» de Pessoa era un malestar existencial, igual que a Zweig lo venció un conflicto, una honda decepción y angustia existencial. La «locura» de Kafka fue una parálisis ante la vida a causa del miedo, que tan bien reflejaba en sus asfixiantes e imposibles obras. La «locura» de Dick fue un tipo de esquizofrenia o epilepsia. La «locura» de Burroughs fue el consumo de todo tipo de drogas. La «locura» de Artaud fue una afección cerebral en la infancia que nunca se curó y una concatenación de malas decisiones y compañías. Algunos escritores estuvieron dentro de la oscuridad, otros la bordearon. Algunos pudieron retratarla en sus obras, con orden y lucidez, en otras esa negrura lo impregna todo. Mientras que Plath o Pizarnik fueron cayendo poco a poco en ella, hasta sucumbir, Woolf, aunque tuvo el mismo final, podía entrar y salir de ella y podía, en buena medida, mantener su literatura al margen, como también Merini o Arrabal. Otros, sorprendentemente sin haber padecido ninguno de los males, supieron retratarlos a la perfección, como Cervantes o Shakespeare.
Comprender el alma y la mente humana (lo poco que realmente conocemos) es algo ya de por sí tan aterrador como asombroso, así que añadir el ingrediente de la escritura, del don del lenguaje, supone una auténtica fascinación. Y aunque este ensayo aborde dos temas específicos, la atención lectora se detiene numerosas veces en reflexiones tan trascendentales como cotidianas que a todos nos interpelan y nos pueden ser útiles más allá de la literatura, subrayándose muchas bellas y acertadas ideas mientras surge, como ocurre siempre con los libros, el deseo de releer a algunos autores y descubrir otros nuevos gracias a este acercamiento respetuoso, sencillo y humano.
Y de todas las tesis expuestas, quizá una única certeza ante la cual todas las mentes sensibles coinciden: «Con locura no viviremos bien, sin literatura tampoco».