El Debate de las ideas
Inconformismo intelectual
La blasfemia en el templo del título no hace referencia exclusiva ni principal a su crítica a la Iglesia, pero la evoca y la anuncia
Pensar lo que más les duele (Homo Legens, 2020), el anterior libro del misterioso Adriano Erriguel (nacido en México en una fecha indeterminada), despertó muchísimo interés por sus juicios políticos con llamativa ausencia de ambages, complejos y lenitivos. En Blasfemar en el templo (Monóculo, 2023), su última entrega a punto de reeditarse, sigue cumpliendo con lo que nos había prometido: «La historia de las ideas –la exploración de sus metamorfosis y réplicas inesperadas– puede ser más apasionante que la mejor novela de aventuras».
Con Erriguel lo es. Desmonta las sutiles censuras postmodernas de «palabras-policías» y tabús líquidos, exagerando la nota de su inconformismo. Tal y como antaño los intelectuales de izquierda jugaban a epatar al burgués, nuestro autor busca epatar al progre y, todavía más, al biempensante moderado. No por un regusto de bohemia narcisista, sino para ganarse espacios de verdadera libertad donde poder decir lo que importa. Con la libertad que su propio descaro le gana, puede hacer análisis ponderados, a los que quizá nadie se atrevería. Es como Chesterton teniendo que echar mano de la espada para decir que el pasto es verde.
Blasfemar en el templo vuelve a cumplir con la paradoja que ya señalé para su primer libro: «Erriguel, aunque por su tema y por sus posturas, podría parecer un extremista al lector apresurado, es un escritor sopesado, con amplio manejo de registros. No pierde pie de la realidad». O sea, que ha cogido la espada –y bien que la blande–, pero para recordar al final algo tan obvio cómo la verdura de las eras.
Desde luego, tiene una escritura vigorosa («narcisismo lacrimal», «exhibicionismo victimista», «narcisismo del arrepentimiento», etc.) y el don del epigrama: «Por el momento estamos en la crisis; resta por ver si entramos en el caos» que aplica sobre los temas más inflamables, como la inmigración, lo woke e incluso los nuevos racismos antirracistas. Hasta las conclusiones no se decanta el sentido común.
Por una preferencia personal, me resultan peculiarmente interesantes sus análisis de doble filo del conservadurismo y de la Iglesia. Provoca en el arranque: «Los conservadores del siglo XXI han sido víctimas de un doble abandono: el del capitalismo […] y el de las elites o minorías egregias». Y eso es verdad, pero enseguida reconoce: «El instinto conservador está en la esencia de la derecha y conforma una venerable tradición política». Y más: elogia (y conoce) sus hitos. De la revolución conservadora alemana a Belloc y a Chesterton, «las aportaciones del conservadurismo son amplias e importantes. Muchas páginas insignes de la historia de las ideas se inscriben dentro del canon conservador». O sea, que, tras un vapuleo inicial y necesario, acaba reconociendo todo lo valioso que hay en esta tradición política, y poniendo el dedo en la llaga auténtica: la decisión difícil es saber qué es lo que hay que conservar. Justo ésa es la pregunta, según Valéry, en la que el conservadurismo se la juega. La contestación de Erriguel la firmaría cualquier conservador ortodoxo: nunca hacerle el juego a un progresismo ralentizado, sino reivindicar lo que es esencial y permanente.
La blasfemia en el templo del título no hace referencia exclusiva ni principal a su crítica a la Iglesia, pero la evoca y la anuncia. Como suele suceder con toda blasfemia, la de Erriguel presupone la fe –la tiene en medio–. La blasfemia sin fe sería sólo «blasmia». Erriguel es duro con algunas posturas políticas de la Iglesia, que no parece entusiasmada con la idea de plantarle cara a lo políticamente correcto ni con afrontar la realidad de la migración masiva. La religión perece, advierte, por el kitsch y denuncia «la sustitución de la religión por un moralismo pararreligioso que se adapta a los códigos culturales posmodernos». Pero, tras una superficie de desesperación, se percibe la esperanza de Erriguel en su fe en la liturgia y en la gracia sacramental.
Blasfemar en el templo no tiene ningún empeño en venderse: asombra su batería de referencias y de citas oportunas de pensadores incómodos. Humildemente, regala las conclusiones de su ensayo al excelente libro de R. R. Reno: El retorno de los dioses fuertes. Con Reno, cierra Blasfemar en el templo. Erriguel tiene personalidad de sobra y potencia literaria y de análisis para permitirse ese gesto. Traemos aquí estas ideas sueltas suyas, que lo atestiguarán:
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Los activistas, artistas y celebrities woke se pretenden liberadores que son en realidad sistémicos. […] Desde el momento en que el poder alienta este tipo de comportamientos, eso ya no es subversivo.
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Lo que al poder le interesa son ciudadanos orwellianos que afirmen «2+2=5» […] La corrección política y el wokismo son las pruebas de sumisión que el poder exige a sus súbditos.
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Parece claro que se avecinan tiempos recios en los que los valores blandos se revelan caducos.
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Roland Barthes: «Un buen día me di cuenta de que me daba completamente igual no ser moderno».
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El esclavo es el hombre que, aplastado por su instinto de preservación, huye de la muerte. Al escoger la vida, el esclavo se encadena por completo a la vida animal.
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El problema es que la falta de identidad produce horror vacui.
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La santidad es una forma de heroísmo.
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La Iglesia católica es hoy otro campo de batalla —uno más— en las guerras culturales de la posmodernidad.
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Kojève: «El hombre no es verdaderamente histórico o humano más que en la medida en que es, al menos en potencia, un guerrero».
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Las combinaciones y recombinaciones de la identidad con la libertad y la igualdad son el tema de nuestro tiempo.
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John J. Mearsheimer: «Un Estado puramente liberal no es viable. El liberalismo requiere el sustrato no-liberal de una comunidad nacional. […] No sólo no es capaz de suministrar los vínculos que mantienen una sociedad intacta, sino que tiene el potencial de erosionar esos vínculos».
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Es el lenguaje del poder. Su objetivo no es tanto comunicar como dominar. Todo el posmodernismo gira en torno a la cuestión del poder, del poder entendido como dominación, del poder como facultad de reformatear la realidad y decidir lo que es moralmente bueno.
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Los argumentos morales tienen un uso en política: silenciar a las mayorías en nombre de las minorías.
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Los largos períodos de hegemonía cultural conllevan una desventaja: la del conformismo intelectual.
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¿Quién es el soberano? No es quién sino un qué. El soberano es la narrativa.
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El shopping identitario posmoderno es el rasgo definitorio del liberalismo en su fase terminal: el neoliberalismo.
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Erich Voegelin: «El lugar de Dios nunca puede quedar vacío». […] El carácter religioso del wokismo como último avatar del puritanismo americano. […] Algunos observadores lo han identificado como un «síndrome posprotestante».
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Renaud Camus: «La gesta central de la posmodernidad es la sustitución de todo: la literatura por el periodismo, el periodismo por el fact-checking o las fact news, el arte por la cultura, la cultura por la información, lo real por lo falso…»
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Charles Péguy: «Es preciso decir siempre lo que se ve. Y lo que es más difícil: es preciso ver lo que de verdad se está viendo».
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La primera condición para amar al prójimo consiste en no detestarse a uno mismo.
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Cuando la migración es un fenómeno de masas, no nos encontramos en el ámbito de la caridad, sino en el de la política.
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[Las alabanzas eclesiásticas de la migración] parecen subordinar los aspectos intangibles del desarraigo, la aculturación y la ruptura del vínculo social que se derivan del hecho migratorio, como si no existiera más horizonte que el del homo oeconomicus.
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Por mucho que la Iglesia católica se empeñe, su futuro no está en las obras sociales (por muy loables y necesarias que sean), no está tampoco en el «pobrismo», no está en el ecologismo, no está en los objetivos del milenio, no está en la creación del paraíso en la tierra, ni en los aplausos de los príncipes de este mundo. Como bien sabían los místicos, la vida de la iglesia reside en lo que sucede en los sacramentos, en la espiritualidad de una iglesia despojada de las vicisitudes temporales. La misión de la Iglesia estriba en lo que sucede una y otra vez en su liturgia.