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Cimborrio de la Catedral de BurgosEl Coleccionista de instantes

Lenguaje cincelado, enfoque expandido

Destellos y evocaciones se reúnen en este ‘Caleidoscopio’, de Pilar Vega Rodríguez

Pilar Vega, catedrática de Literatura Española en la Universidad Complutense de Madrid, ha transitado por los años y por la creación artística con verdadera vocación poética, sin urgencia por dar sus obras a lectores saturados de ellas, sin ambición de fama, ajena a modas y corrientes, sin ansiedad tampoco por recibir influencias de vates y maestros. Anclada en una tradición literaria no exclusivamente española, pero sin ese pervertido prurito esnob por mostrar fuentes apenas accesibles, su voz se eleva destilada y personal.

Pigmalión (2024). 62 Páginas

Caleidoscopio

Pilar Vega Rodríguez

El juguete óptico que la poeta ofrece al lector constituye una fórmula de acercamiento a temas universales con un cambio de perspectiva, para examinarlos y valorarlos en sus dimensiones auténticas: las rutinas, por consabidas sin sabor y sin alicientes, adquieren su soleada gama de matices en estos versos. La valentía de imponerse al blanco de la página, al vacío de la palabra, tópico de Mallarmé, se adopta en los inicios del libro (págs. 17-20). Por efecto del afán, del brío, del impulso creador, los objetos ordinarios y los paisajes se transforman en metonimias o en símbolos de las vivencias, a la manera machadiana de la primera época y la juanramoniana, o conforme a los criterios de Valéry: el ordenador, su cursor y letras traen consigo las novedades de ese mundo sostenido por las teclas de Salinas (pág. 19); la vista de la montaña invita a la contemplación divina y, en el valle de las lágrimas, estas se ven enjugadas al convertirse en locus amoenus de alivio reparador. Los objetos se visten del verde lorquiano (¿o juanramoniano, nuevamente?). Y, mientras tanto, los anhelos forjados desde la niñez aguardan su turno de llegada y los dolores se toleran por la esperanza de sus beneficios futuros: «Que sea algo, algo, algo muy hermoso / después de tantas lluvias y tornados / después de toda esta tristeza solitaria» (pág. 25).

Los versos a un tiempo celan y sugieren los mares y mareas de las emociones, apenas apresadas para hacerles rezumar su riqueza en el silencio necesario de la soledad, antes de que se deslíen, para que no se deslíen sin saborearlas, sin conocerlas y reconocerlas. La experiencia de las apariencias de los otros en su deambular, apariencias sobre cuya identidad no cabe asegurar nada, concuerda con las máximas del impresionismo. Pero también los equívocos, la ambigua entidad de los seres y sus actos causan la confusión del yo poético, quien a un tiempo los nombra y evoca en su vertiente positiva y en la negativa, porque su atractivo acorrala al yo poético, pero no lo ciega: «A las serpientes viejas miro / danzando entre las ramas / como benéficas amigas. / Ninfas de un sueño antiguo y bello […]. / Mis pequeñas hadas de pupilas garzas / […] y nada queda ya sino racimos secos / que un genio indigno me sembró de sal» (pág. 40).

El misterio interior surge de continuo, pero casi siempre en clave onírica, o con metáforas, o con la sobresaltada eliminación de los versos más diáfanos, por no desnudar la mente, por no dejar trastear al lector en sus duelos, en sus hambres, en sus luchas, en algunos de sus desastres: «Paisajes del sueño como arbustos / donde se esconden las fieras» (pág. 44).

En la intimidad del yo poético queda también el destinatario, un destinatario que parece insinuarse en el fondo de todo, de modo que cuando el tú emerge, «Te veo en el hondón de aquella flor oscura» (pág. 35), el lector ya lo espera, aun sin mencionarlo. Y cuando el yo poético describe el ritmo de la vida y de los hábitos, poblados de objetivos invisibles, y luce «en árboles de fruta mi cabeza negra / alzada hacia lo alto, / ya casi convertida en una espuma», entonces ve a ese tú suyo, y así lo expresa a otro narratario explícito, que parece el lector: «A él lo veo. Como una rosaleda» (pág. 44).

Pilar Vega no renuncia a los poemas crípticos en su sentido final, como «La princesa de barro» o «Esa bella imagen», quizás vinculados a un esteticismo descargado del referente exacto que propició la composición. En cualquier caso, se impone un lector activo, atento, seguro de alcanzar la recompensa de verdades y espectáculos inéditos.

No se trata pues, de una poesía inspirada, sino cincelada y, con frecuencia, rota, fragmentada, con ese resabio cultivado por los románticos, pero atravesado por las vanguardias.

No por ser Caleidoscopio el primer libro publicado de la autora es el único, ni tampoco primerizo. Pilar Vega entra en la categoría de autoras de larga maduración técnica y lírica antes de divulgar sus logros. En sus composiciones se ven a veces, y otras se vislumbran, saldados días y días de reflexiones y de penumbras, de atento latir. Saldrán muy pronto otras cascadas de versos compactadas ya en poemarios, dignos de una evolución pausada, medida y comedida.