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Cartas del Tarot

Cartas del TarotAnastasia Shuraeva

¿Existe una ciencia del destino?

En un inteligente y delicioso ensayo, Guglielmo Foffani, ingeniero bioquímico y músico de vanguardia, especula con la posibilidad de que el Tarot constituya una fuente de certeza, no por sus posibilidades mágicas, sino, paradójicamente, por su oculto método científico

En Señales (Signs, 2002), una de las más acertadas –y sin embargo, menos recordadas– películas de M. Night Shyamalan, éste plasma un diálogo entre Mel Gibson y Joaquín Phoenix, en el que el primero le plantea al segundo (supuestamente, su hermano pequeño) si somos solo fruto del azar, o es posible que no existan las coincidencias. Esta pregunta tiene la cualidad de lo ambiguo, pues lo mismo se podría responder afirmativamente a lo segundo desde cualquier credo seriamente desarrollado, como desde teorías psicoanalíticas como la de la sincronicidad, o también desde la perspectiva mágica y la superstición. Lo mismo ocurre con la baraja del Tarot, que se lleva empleando unos cuantos siglos por charlatanes, y también por cabezas privilegiadas, como un modo de aprehensión del destino. Obviamente, unos y otros no la usan del mismo modo. De hecho, la idea de que el Tarot te permite conocer el futuro trabaja en contra del Principio de Contradicción, puesto que, si conocieras el futuro e intervinieses en él, ya no sería como te lo pronosticaron, luego tampoco pudo serlo en el momento de la predicción. De ahí que los tarotistas más hábiles, desde hace siglos, nunca indiquen al consultante cómo obrar, ventilándole con el legendario lema: «Responde tú a tus propias preguntas».

Portada Tarot y ciencia

Bauplan Books (2024). 116 páginas

Tarot y ciencia. Un improbable paralelismo mitológico

Guglielmo Foffani

Y aquí es donde Foffani viene a señalarnos un aspecto poco ventilado de las míticas cartas: el de su diseño estructural de corte analítico. Y con una ambición digna de encomio, vincula por un lado su origen en arquetipos ya expresados en mitologías culturalmente amplias, y por el otro, y sería su principal aportación, establece una conexión con la forma de proceder que el método racional de la Ciencia lleva aplicando desde la Edad Moderna. Si le buscásemos un pero a este breve tratado, publicado con esmero e incluso iluminado delicadamente con la reproducción de los Arcanos Mayores, es el de evolucionar de modo personalista, abandonando en ocasiones el rigor expositivo, de modo que su compleja estructura inicial va difuminándose según se avanza en la exposición de sus conclusiones principales.

Y lo que Foffani viene a concluir es que, en los Arcanos Mayores del Tarot, lo que todos entendemos por la baraja para conocer el futuro, hay en realidad una sistematización aproximativa a cualquier problema planteado. Al utilizar elementos simbólicos reconocidos milenariamente como fundamentales en nuestra realidad, como demostrase Jung, cualquier combinación que hagamos de ellos permitirá construir una visión más o menos completa del asunto encuestado al tarotista. Pero yendo más allá, Foffani constata que la respuesta de éste seguirá un proceso que, precisamente por su sincrética ordenación y su racionalidad ocultas, no es otro que el del método científico. Que, en el fondo, es el mismo que el de la Filosofía y el de cualquier otra disciplina de pensamiento elevado, puesto que la Lógica no es tanto una especialidad como un lenguaje primigenio, que no primario.

Creemos que, en este ensayo, el lector hubiese agradecido algo más de contextualización en el origen histórico de la baraja del Tarot, pues dicha cronología también contribuye de modo complementario a enriquecer esa visión racionalista, y al tiempo espiritual, que Foffani nos aporta. Recordemos que las cartas convencionales proceden seguramente de Oriente, y llegan a través de la Península Ibérica a mediados del siglo XIV, popularizándose también en Alemania, y denominándose cartas sarracenas. Son barajas numerales parecidas a las actuales: cincuenta y seis naipes, repartidos en cuatro palos: cimitarras, bastones, copas y monedas. Éstos evolucionarán con el tiempo, en menor medida los palos latinos (espadas, bastos, copas y oros) y en mayor medida los palos europeos (la baraja alemana de treinta y seis, con corazón, hoja, bellota y cascabel; y posteriormente la francesa de cincuenta y dos, con corazones, tréboles, rombos y picas). Poco después apareció otra forma de juego: el uso de emblemas en naipes, con contenidos visuales jerarquizados, para pasatiempos de contenido didáctico, incluso para los niños. Son los llamados naibis o mavis, grupos de medio centenar de cartas que incluían las series de las Musas, de los planetas, de los signos zodiacales, de las Virtudes… Ya estaban extendidos a finales del XIV por Alemania y sobre todo Italia; una especie primitiva de variante de Familias del Mundo, con iconografía de los poderes o elementos fácticos del Orden cultural de entonces. A inicios del XV, en el Véneto y en Lombardía eran conocidas barajas de esta clase como la mitológica de Los XVI Héroes.

Y es entonces cuando se produce el cruce, la combinación de los naipes numerales con los emblemáticos, naciendo de ello las primeras barajas del Tarot, denominadas cartas lombardas, de las cuales la más antigua conocida (o al menos, reputada) es la encargada por el duque de Milán a mediados del XV, el famoso Tarot Visconti-Sforza, que incluía Arcanos (imágenes alegóricas), Trionfi (triunfos, es decir, referencias históricas a personajes o instituciones) y naipes numerales como piezas complementarias, hasta sumar más de una setentena. Eran una invención para el recreo cotidiano de quienes podían permitirse el dispendio de encargar su confección, y así lo fue durante siglos; una manera más elitista, más estética, y con mayor variedad de combinar juegos ya ideados para las cartas sarracenas. Su simbología era plural, difusa, artística y lúdica.

Por tanto, el Tarot no tiene ese origen hermético, remotísimo y gnóstico que se ha pretendido siempre desde el Ocultismo; no desciende de ignoradas cartas cabalísticas ni emblemáticas alquímicas de los sumerios, ni fue traído a Europa por los gitanos (que aparecieron por estos lares mucho después que el propio Tarot), ni fue una invención de filosofía occitana a manos de los cátaros, ni nada semejante. Pero aún más importante: tampoco nació como un sistema mágico de adivinación. Todavía, a mediados del XVII, era la herramienta de un juego para tres participantes, del que existían reglas publicadas.

Hoy está más que demostrado que el uso taumatúrgico, para dichas barajas, se implantó en el siglo XVIII, y muy significativamente, en la Francia de la Ilustración, a manos de figuras como el aritmético Etteilla, un auténtico liante para los demás y para su propia psique, con fama de mago, que en 1770 publicó su Etteilla ou manière de se recrèer avec un jeu de cartes, definiendo ya secuencias de movimientos básicos del tarot interpretativo y agorero, como el golpe, el contragolpe, el conjunto, la nada, el levantamiento… Mientras fijaba tarifas para consultas, fue vinculando esta práctica con fuentes de filosofía oculta, una operación intelectual de legitimación, que fue atrayendo al ámbito del Tarot adivinatorio a figuras carismáticas como Mdme. Lenormand o eruditos como Gebélin, que planteó que los Arcanos eran fragmentos del perdido Libro de Thot egipcio. Así, fue precisamente la sociedad del racionalismo laico la que se entregó a la magia, pues el mayor peligro de que las gentes dejen de creer en Dios, como aspiraban los ilustrados, no es otro que el que se pasen a creer en cualquier cosa. Los padres del Ocultismo decimonónico como Éliphas Lévi o Papus (Gérard Encausse) rodearon el Tarot de misticismo y tradiciones lejanas para justificar su valía como arúspice. El último gran paso lo dará, a finales del XIX, Stanislas de Guaita, poeta rosacruciano que redefinió los modos de tirada de la baraja, simplificando y sistematizando su análisis, tan hábilmente que hoy nos permite lo mismo suponer que vemos el futuro, como entender que escudriñamos el presente.

Y es que el Tarot supone, indudablemente, un caso magnífico de serendipia heterodoxa. Giuglielmo Foffani, en este su Tarot y ciencia. Un improbable paralelismo mitológico lo va acreditando de modo tan especulativo como fundamentado. Y el contexto histórico lo hace aún más obvio. Lo que nació como un divertimento, se sofisticó como sinopsis de los arquetipos más activos de una civilización originalmente regida por el pensamiento mágico, y ese potencial posteriormente permitió que el auge de la racionalidad se adhiriese al proyecto, constituyendo un mecanismo analítico que, como no podía ocurrir de otro modo, fue desvirtuado por los mayores enemigos del sentido común, que no son los ignorantes, sino los bachilleres que aprovechan su conocimiento para engatusar a los ignorantes. Porque, como ya señalara hace un siglo Ronald Knox, la reencarnación de la magia no es la religión, como suelen decir todos los anticlericales, sino la ciencia, para lo bueno y también para lo malo.

El Tarot, así entendido, es un ejercicio de racionalidad intuitiva: los filósofos del Pragmatismo inglés lo hubieran definido como un artilugio de procedimientos mecánicos inspirados por la experiencia vital del tarotista, por su conocimiento subjetivo, pero no imaginado. Un método lógico y aproximado de examen de un problema, con todos los factores sustanciales a la vista. De ese modo lo han explicado, desde su modestia o su extravagancia, grandes tarotistas como Alberto Cousté o Alejandro Jodorowsky. Y así lo hace, ampliando el foco y profundizando en el campo de luz, Giuglielmo Foffani.

Aunque, finalmente, se trate de una ciencia tan imprecisa como cualquier otra, y cuyas garantías nunca podrán ser definitivas, pues depende del ánimo de quien lo emplea. Y, como suele decir el padre de quien esto firma, que además de un sabio y muchas cosas más, es un consumado tarotista clandestino: «vivir es, sobre todo, tomar decisiones; que sean o no correctas es menos relevante porque, hagas lo que hagas, luego te dirás que te has equivocado».

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