Fundado en 1910

Cartas del diablo a su sobrino, de C.S. Lewis

El Debate de las Ideas

Un auto (sacramental) híbrido enchufable

Borges había dicho, y como lo dijo él se ha repetido hasta la saciedad, que sólo el soneto ha pervivido de las formas clásicas

Esta semana vamos a hablar de un libro que hay que ver. Hay que verlo representado. Daniel Cotta (Málaga, 1974) es un escritor todo terreno que ha practicado la poesía, la novela, el teatro y el ensayo. Como poeta, escribió un libro que se ha ganado el corazón de muchos lectores: Alumbramiento (Rialp, Colección Adonáis, 2019), un conjunto de oraciones que cumplen su papel más allá de la poesía: se rezan. Con Effetá (BAC, 2023) se atreve a actualizar el género del auto sacramental.

Borges había dicho, y como lo dijo él se ha repetido hasta la saciedad, que sólo el soneto ha pervivido de las formas clásicas. Es verdad y más verdad que otras formas, pero no toda la verdad. El romance, desde luego, ha gozado de una salud espléndida toda la modernidad. Y las estrofas populares. Pero formas incluso más estilizadas, como la sextina o la lira, se resisten a morir, y muchos autores las ensayan. En ese intento por preservar especies en peligro de extinción, Cotta se atreve con un más difícil todavía y recupera un género de cuando éramos los mejores, representativo de la España de los Austrias y de nuestro Siglo de Oro, hecho de alegorías y de rimas consonantes.

¿Consigue actualizarlo? Sí, y eso es una hazaña literaria de primera magnitud que merece la atención de la crítica actualizada. Analizar cómo lo logra daría para un estudio. Mantiene lo esencial del género clásico: la susodicha alegoría, la intención moral, el fervor sacramental, el catolicismo a machamartillo y los guiños (en los nombres propios de los personajes) a la historia bíblica; pero también le dosifica, con sabia mano, elementos contemporáneos. El coloquialismo salta al oído (y funciona). Y otro signo de nuestro tiempo: el humor, aunque sin que le quite grandeza espiritual ni ortodoxia a la obra. El humor arranca de la figura del gracioso de la comedia del siglo de Oro, verdad, pero también de un uso de la rima que recuerda a veces al Cyrano de Bergerac, e incluso, en algún momento, a La venganza de don Mendo. No es extraño, porque en la comedia de Muñoz Seca se trataba también de revivir un género del Siglo de Oro. Cotta no acota el tema a los motivos clásicos y deja que entren en su auto sacramental críticas al mundo contemporáneo, como una mofa (muy afinada) contra los videojuegos o una parodia de la alta cocina, hedonismo de tercera generación. También se ríe con mucho tino de la obsesión contemporánea por negar la existencia del demonio y del pecado. Aquí es clarísima la influencia de C. S. Lewis y su magistral Cartas del diablo a su sobrino, cuya sombra aletea sobre Effetá. A ratos el personaje del Hombre recuerda al personaje del conde de Saint-Exupéry: un Principito ascético. Como auto, es híbrido enchufable, en definitiva.

Pero el intento de Cotta va más allá de la hazaña literaria (exitosa) de recuperar un género perdido. Quiere removernos espiritualmente. Lo consigue. En algún momento la repetición del mecanismo (el Hombre peca, muere, le perdona Penitencia, vuelve a la vida y vuelve a caer en el siguiente Pecado, una vez y otra) puede parecer monótono… hasta que descubrimos que esa monotonía es la que repiten y repiten nuestras faltas. De pronto, el conato de aburrimiento se vuelve y nos interpela vivamente. Otra sutileza: hasta la aparición de Cristo, el Hombre está condenado a ese círculo vicioso, contra el que nada pueden sus fuerzas ni la nuda Penitencia, que sólo pueden romper la Encarnación y la Eucaristía. Como en un auto sacramental clásico, la buena Teología es un personaje principal de la obra.

El Barbero, para sus fragmentos, ha eliminado los personajes que en cada momento sostienen los diálogos. Se mantiene su forma dialogada y se marcan los versos con la barra espaciadora:

***

—¿Y qué es esta quemazón/ que siento dentro?

—La vida.

*

— ¿No te sientes solo?

—No. / Le hablo a Dios y Dios me habla.

—¿Cómo que Dios…? ¿El de arriba? —Ese mismo.

—¡Que te habla!/ ¡Y a mí, ni pío!

—¡Qué raro!/ Será porque no lo llamas./ Háblale.

—¡Que empiece él!

—¿No eres tú el que tienes ganas?

*

—Me llamaron Penitencia.

—Pues ¡qué tiernamente hieres/ con la luz de tu presencia!/ El mundo entero renace/ más bello que antes quizás./ Déjame, luz, que te abrace,/ que das la vida y se hace/ de día por donde vas.

*

—Una duda sola tengo,/ y es que, al caer en pecado...

— ¡Qué palabra más horrible!

—¿Cuál? ¿Pecado?

—Sí, ¡qué espanto!/ Llámalo mejor error./ Tú no has hecho nada malo,/ por lo menos, a sabiendas.../ Solo te has equivocado. —Vale.

*

— ¿Cómo ha podido tu amor/ soportar mi estupidez?/ Después de hacerte traición, / di, ¿por qué me dejas vivo?

—Por un sencillo motivo:/ porque has pedido perdón.

*

— ... Ostritas en sus conchas/ con cornucopia de surimi en lonchas/ y estratificación de frutos rojos.

—Aquí ya no se come con los ojos./ Con esas palabrejas,/ también se come ya con las orejas.

*

— ¡Soy el Hombre!/ ¡El que siempre te desama!/ ¡El que no te corresponde!/ ¡El que coge tu precioso/ corazón y te lo rompe!/ ¡El que primero te llama/ y luego te desconoce!

*

—¿Pecar no tiene límites? ¿No hay fondo?

—¡Y dale con pecar! ¡Qué empecinado! […] Pero Hombre,/ ¿no ves que equivocarse es muy humano?/ Si caes, no tienes más que levantarte./ Es más sencillo que jurar en falso. […] El mal no existe, que lo dijo un santo.

*

—Pero tú, Desesperanza, das por perdidas/ las almas que han tropezado/ y yo les busco salidas.

—Para nada las ayudas.

—Me da igual; yo no me arredro.

—Por eso, en las mismas dudas,/ tú fuiste quien perdió a Judas/ y yo quien salvó a san Pedro.

*

¿Es que tu mente no alcanza/ que donde habita el perdón/ no está la Desesperanza?

*

—¡No oigo nada! ¿Qué me pasa?

—¿Para qué quieres orejas/ si no te importan las quejas/ de los que no tienen casa?

*

—¿Te acuerdas cuando decía/ que el Demonio no existía/ y que el pecado era un cuento/ o menos que eso, un vocablo/ con que el hombre al hombre engaña?/ Pues fue todo una patraña:/ existo, soy el Diablo./ Si hace siglos yo vestía,/ para perder a la gente,/ con cuernos, fuego y tridente,/ mi estrategia de hoy en día/ es fingirme inexistente,/ hacerme a este mundo ajeno,/ propalar que el hombre es bueno/ y que todo el mal que siente/ obedece en realidad/ a factores de otra cuerda/ fomentados por la mierda/ de esta horrible sociedad./ Es cierto que, por desgracia,/ al hundirme en el nihilismo,/ se ofende mi egocentrismo,/ pero gano en eficacia.

*

—¿No habéis oído? ¡Fuera de este templo! [dice Jesucristo]

—¿Que este tío es un templo? ¡Qué narices! [dicen los Pecados Capitales]

—El Hombre es donde vivo y me contemplo,/ el cuerpo donde quiero echar raíces.

—¿Es una alegoría?

—¿Es un ejemplo?

—Es en sentido literal. […] basta que me lo pida y, en su nombre,/ yo os echo por la fuerza de la gracia.