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Una calle de Illán de VacasEFE

El Debate de las Ideas

Machucado

Y allí sigue toda esa maquinaria en la actualidad, para nada, para que los chiquillos trepen, para el lucimiento, apuntando a un uso que ya nadie conoce bien, con derecho a permanecer en virtud de una belleza que le ha sido otorgada por el tiempo y la inutilidad

En un cortijo familiar se encuentra una vieja almazara cuya techumbre se había derrumbado hace muchos años. Una parte, la más resguardada, empezó a utilizarse como leñera; otra se destinó al almacenaje de los materiales que uno se resiste a tirar porque la vida está llena de contingencias y porque vaya usted a saber…

El resto quedó a merced de los yerbajos, entre los que correteaban las ratas, y de los espinos, donde apostaban sus telas arañas hieráticas y descomunales. En un momento dado, mi señor padre decidió restaurar el molino, arrebatárselo a la menuda naturaleza de estas tierras desérticas y devolverlo a la civilización. Se le colocó un techo nuevo, se rehízo el pavimento siguiendo los antiguos patrones y las paredes se picaron con la intención de que mostraran su musculatura de sillar. Las prensas, el trujal, la muela y los canales se limpiaron con escrupulosidad museística. Y allí sigue toda esa maquinaria en la actualidad, para nada, para que los chiquillos trepen, para el lucimiento, apuntando a un uso que ya nadie conoce bien, con derecho a permanecer en virtud de una belleza que le ha sido otorgada por el tiempo y la inutilidad. El pasado domingo, mientras celebrábamos el cumpleaños de nuestro segundo hijo, una de las piezas cedió a causa de los juegos infantiles y, al caer, machacó el dedo de mi hija Claudia, el anular de la mano izquierda. No lo sajó, sino que lo chafó, lo reventó. El dedito ultrajado, erupcionado de carne, parecía un tomate que se hubiera caído de la encimera.

La niña, herida, se arrebujó en su madre como queriendo regresar a ella. Le envolvimos el dedo en un pañuelo de papel y, tras una rápida deliberación, decidimos llevarla al pueblo para que los médicos de la familia decidieran.

Camino del coche lloraba porque le dolía, pero sobre todo porque su madre no la acompañaba: alguien tenía que quedarse con la veintena de niños desaforados. Acomodé a Claudia en la furgoneta, detrás del piloto. Ya verás como no es nada, le dije, y ella se recogió alrededor del dedo, se cerró como hacen las amapolas a la caída de la tarde. Con un ojo en la vereda y otro en el retrovisor, vi que su dolor tenía mucho de abandono, de resignación instintiva, igual que un perro herido. Hecha un gurruño, se sujetaba el pañuelo y padecía con la misma naturalidad con la que antes del percance jugaba. Sus lloriqueos y gemidos fueron apagándose hasta que, ya en el pueblo, a la altura de la Carrera, se quedó dormida. El pañuelo, manchado con la novedad de su sangre, tan breve, reposaba en el suelo de la furgoneta. Temiendo que hubiese perdido el conocimiento, orillé el vehículo, me volví y la zarandeé. Entreabrió los ojos y se le escapó una mirada húmeda, una mirada que no llegó a ninguna parte porque se le extravió de pura tristeza por el camino. Al llegar, María lo confirmó: había que coserla. Fuimos a la consulta y mi madre se sentó a la niña en el regazo. Mientras con la boca le murmuraba consuelos, con las manos y los brazos la sujetaba. Yo hice de enfermero y María le dio uno, dos, tres puntos de sutura. A Claudia le parecieron demasiados.

En cuanto aminoró el berrinche, la cogí en brazos y me la llevé a casa. Estaba soñolienta, desfallecida después de tantos sofocos; sin embargo, al doblar la esquina y reconocer nuestra calle, se avivó. ¡Mamá!, exclamó irguiéndose. Insistió en subir sola los últimos escalones y, a pesar de la mano herida, se apresuró en empujar ella misma la puerta del piso. Las luces apagadas ya hacían sospechar que ni su madre ni sus hermanos habían regresado aún. Claudia, decepcionada, redolorida de repente, se plantó en el salón, en medio del páramo en que se había convertido nuestra casa debido a la ausencia de su madre. Sin pensarlo dos veces, hicimos lo único sensato que se puede hacer con un dedo primero machucado y luego suturado: salimos de ese nido, frío como el Ártico, de ese estúpido conjunto de ladrillos, cemento, baldosas, cristales, muebles y electrodomésticos, y nos echamos a la calle, a patear adoquines en busca de la mujer que la había gestado y parido.

En la Merced la convencí para hacer un descanso y la senté en la farola con azulejos del centro de la plaza. Según mis cálculos, mi mujer no podía demorarse mucho y, forzada por las obras, no tendría más remedio que subir por la calle Alpechín para desembocar a nuestra altura. Y así fue, al poco. ¡Claudia, mira! Mi hija alboreó, nos abalanzamos contra el coche, obligándolo a frenar, y la pobre casi atraviesa la ventanilla, impaciente por zambullirse en su madre.

Esa noche no quiso cenar y cayó rendida. Al día siguiente se levantó bastante bien dadas las circunstancias y, para no enfermarla en exceso, la mandamos al colegio junto a sus hermanos. Hoy, miércoles, tres días después del machucamiento, puedo afirmar que lo peor ha pasado: no hay rastro de trauma en ella, el dedo no empeora y la fiebre, siempre temible, no ha hecho aparición. Salvo porque no le gusta el color del Betadine, lleva con bastante soltura las demás tareas de cura; incluso se toma ella sola las jeringas de medicina, un potingue pegajoso, dulzón y anaranjado: muerde la punta y con la mano sana empuja el émbolo a sus tres añitos. Apenas cuida del dedo y utiliza ambas manos indistintamente.

Su único temor es mojarlo, y por eso levanta la mano izquierda con un gesto lleno de flamencura cuando hay que ducharla. Hace, como digo, una vida más o menos normal, solo que más consentida. Camino del colegio, de buena mañana, avanza con brío y su guapura reverbera calle abajo. Luego, de vuelta, a las dos de la tarde, aminora el paso y se entretiene; no importa: ella marca el ritmo del mundo, y quien va más lento que mi hija se demora, y quien va más rápido que mi hija se apresura. En general se muestra contenta, diría que casi orgullosa de su dedo machucado. Dentro de poco le quitaremos los puntos, y dentro de otro poco, a diferencia de su padre, no se acordará del percance en el molino, ni de la intervención en la consulta, ni de nuestro errar desconsolado por las calles del pueblo en busca de su madre.