Mirada nítida sobre la libertad, el pecado, la responsabilidad y la justicia
Según Fabrice Hadjadj, la misericordia de Dios «no consiste tanto en librarnos del mal como en hacernos entrar en su reino, en hacernos partícipes de su fecundidad eterna»
Los abusos sexuales constituyen un problema que, desde hace quince o veinte años, ha adquirido una dimensión asfixiante. Aunque suponen un horror que se extiende en todo tipo de profesiones y ambientes, y ordenadores y móviles –y aunque el propio hogar e incluso el colegio y los clubes deportivos no sean los entornos más seguros–, la mancha de aceite de la percepción pública –con la inestable colaboración de cierta industria cinematográfica, ciertos medios de comunicación e incluso algún Defensor del Pueblo un tanto descarriado– se ha querido que impregne más las sotanas y clergyman.
Ante este panorama, la Iglesia ha reaccionado de maneras diversas; quizá la inflexión que supuso el pontificado de Benedicto XVI sea el momento más luminoso de este recorrido. Sin embargo, faltaba hasta ahora una reflexión que, a resultas de este contexto, nos llevara a replantearnos qué es la corporeidad y la espiritualidad, cuál es la relación entre la libertad humana y Dios, y cómo hemos de afrontar el dolor, el abuso, el pecado, el perdón, la responsabilidad y la justicia. Estos son los principales temas que aborda aquí Fabrice Hadjadj. No pretenda usted, por tanto, localizar en estas páginas una inspección sobre todo el elenco de abusos, estadísticas y testimonios personales.
Encuentro (2024), 146 páginas
Lobos disfrazados de corderos. Pensar sobre los abusos en la Iglesia
Cierto que Hadjadj comenta a lo largo de un capítulo algún que otro caso muy concreto de desviación de lo sexual y espiritual en Francia de hace un siglo. Pero no se trata de una narración morbosa, sino de un ejemplo que le sirve para mostrarnos los elementos de la dimensión religiosa y antropológica que han enfermado en muchos corazones cristianos, sin necesidad de llegar a otro extremo que una mentalidad ñoña o una concepción deforme de quiénes somos o quién es Dios. Este es el argumento troncal del libro. Junto con su modo de explicar qué es la Alianza entre Dios y el hombre, que no anula jamás la libertad. Por eso debe existir el Infierno.
De manera que afirma, por ejemplo, que vivimos en una época que practica una forma errada de compasión, asistida por un armatoste tecnológico que nos permite no mancharnos las manos. Algo que no sólo se aplica a las justificaciones del aborto o de la eutanasia, sino también a esa actitud tan generalizada, según la cual, debemos alegrarnos de que alguien parezca feliz, aunque su pretendida felicidad se cimiente en «gozar de un mal que le arruina». Según Hadjadj, «la verdadera misericordia» no debe consistir «en una resonancia afectiva elemental», pues su clave de bóveda es «el discernimiento del bien y del mal». La visión borracha de emotividad, según Hadjadj, también se localiza en los pastores de la Iglesia que deberían proteger a las ovejas, pues aplican mermelada en vez de «sal sobre la llaga viva». Y añade el autor otra cuestión: el deber de un obispo no está sólo en ayudar a la justicia humana y en acompañar a las víctimas; está, además, en visitar al lobo –¿homo homini lupus?– que se encuentra –condenado por un tribunal de este mundo– tras los barrotes, para recordarle que la Redención no se cancela en este mundo.
El enfoque que comparte Hadjadj en este libro trasciende, en consecuencia, de los acontecimientos y polémicas específicos, y ahonda en qué es ser humano y quién es Dios: «Dios no es en primer lugar Salvador, es Dios, es Alegría en sí mismo, y precisamente porque no tiene necesidad de salvarnos, puede salvarnos definitivamente. Sus dones no dependen de nuestras carencias. Nos creó cuando no nos faltaba nada (puesto que no éramos), nos perdonó cuando merecíamos castigo (puesto que somos pecadores), nos diviniza cuando nuestra naturaleza no pedía tanto (puesto que somos hombres). Si puede rescatarnos de la miseria, es porque la esencia de su misericordia no consiste tanto en librarnos del mal como en hacernos entrar en su reino, en hacernos partícipes de su fecundidad eterna».