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Jorge Manrique retratado por Juan de Borgoña, Casa de la Cultura de Toledo

Nuestros clásicos son los ríos que van a dar…

Un ensayo heterodoxo sobre el poeta Jorge Manrique, siguiendo su breve y apasionante existencia por la amplitud de la ancestral demarcación castellana, nos señala cómo hoy es posible recuperar a los grandes autores si apreciamos que desembocan en la esencia de nuestra cultura y de nuestro paisaje

Las diputaciones constituyen uno de los enigmas de la administración local, tal vez el más interesante y oscuro. Podrían escribirse varias tesis tratando de contestar con cierta exactitud a la pregunta de para qué sirven las diputaciones provinciales. Nadie parece conocer la respuesta, pero todo el que vive en una pequeña ciudad parece sentir hacia ellas un reverencial respeto, como el que antaño se experimentaba por el santo patrón de una urbe. La Diputación de Palencia, acogida en un precioso palacio modernista diseñado por el inevitable e imprescindible Jerónimo Arroyo, ha tenido a bien sufragar la edición de un trabajo literario del manchego Antonio Lázaro, acertando plenamente al divulgar una obra que tiene la virtud de estar bellamente escrita, leerse con amenidad y presentar un enfoque tan original, y a la vez evidente, que sorprende que nadie hasta ahora lo hubiese abordado. En realidad, solo podemos reprocharle que arranque con un título más bien prosaico: La gran ruta interautonómica de Jorge Manrique.

Diputación de Palencia (2023). 260 páginas

La gran ruta interautonómica de Jorge Manrique

Antonio Lázaro

El novelista y ensayista Antonio Lázaro, que el pasado año presentó una cuidada edición de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique acompañadas de ilustraciones del dominicano Geo Ripley (Universo Oculto Ediciones), se embarca con éxito en un análisis de la figura del poeta, recurriendo a su nervioso transitar por nuestra geografía, lo que además permite conocer un poco más el convulso siglo, el XV, en el que tuvo que hacer sus méritos como político, militar y escritor. Y es que entonces las personas, al contrario que lo que nos da por pensar, registraban una constante movilidad geográfica. Hoy que tanto podemos viajar, no tenemos ni idea de lo que lo hacían los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, aunque pocas veces fuese por placer.

En el caso de Jorge Manrique, esa ruta arranca en Paredes de Nava, en el corazón de la Tierra de Campos palentina, y se dirige, a través de la Ávila de los Trastámara a tierras madrileñas, concretamente alcalaínas. Y bajando al Toledo principal y tardomedieval, se cita en el castillo de Guadamur, recordando las raíces godas de la estirpe, y en el enclave imprescindible de Ocaña, tan vinculado a la familia Manrique. Y de ahí, hacia Cuenca, se encuentra el escenario para el final del poeta. Lázaro nos ilustra también sobre ese mundo tardomedieval que nos parece ralentizado, pero que era en realidad muy dinámico: las campañas de su padre en medio de una guerra civil como fue la de Castilla por la sucesión al trono, las justas poéticas, los asaltos y razzias en Andalucía que se extendían desde Jaén hasta Jerez de la Frontera, pasando por enclaves como Baeza.

Pues no eran aquellos hombres que perdían el tiempo, ni vivían en la incomunicación. De hecho, las dinastías y linajes no afectaban solo a los hechos de señoríos y armas. Al fin y al cabo, Jorge Manrique era sobrino del también palentino Gómez Manrique, que fue también poeta y dramaturgo, autor de uno de los primeros autos religiosos de nuestra Literatura, compuesto para el monasterio de Calabazanos y que todavía hoy se representa allí devotamente todas las Navidades. Y fue hijo de Rodrigo Manrique, que escribió canciones, romances y villancicos de tono popular, además de inspirar a Jorge sus legendarias Coplas. Y hermano de Pedro Manrique, que también creó algunos poemas, de aire satírico y algo procaz. Y agárrense, que si consultamos la magistral biografía de Carmen Vaquero sobre Garcilaso de la Vega, vienen curvas: Jorge Manrique era tío segundo de Garcilaso y sobrino-nieto de López de Mendoza –marqués de Santillana–, y por tanto, sobrino lejano del hijo de éste, Diego Hurtado de Mendoza. Y por ende, Garcilaso también es pariente de todos los mencionados, amén de que una tatarabuela suya fue hermana del canciller López de Ayala. Hay quien mantiene que el talento se hereda. Pues lo dicho: mucho que hacer, pocos para hacerlo, y nada de televisión.

La prosa de Antonio Lázaro va deambulando entre lo lírico, lo histórico, lo turístico, e incluso lo enológico y gastronómico. Un modo personal de celebrar la fortuna de ser castellano a través del ejemplo de una de sus mayores figuras. Es apreciable especialmente cuando se dedica especial atención al triángulo trágico, el que constituyen en tierras conquenses el castillo de Garcimuñoz –lugar de la herida mortal del poeta en el campo de batalla–, la aldea de Santa María del Campo Rus (donde agoniza y fallece a pesar de que su enemigo, el marqués de Villena, le envíe dos galenos) y el monasterio de Uclés, que entonces ni existía más allá de una pequeña iglesia, donde fue enterrado Jorge Manrique frente al altar junto al sepulcro de su padre, bajo una lápida que rezaría: «Aquí yace Jorge Manrique, el de las Coplas».

Pues de poesía con mayúsculas trata esta obra, y por ello, se va salpicando el texto con citas de los versos de los mejores, en torno a Jorge Manrique. Pues ése es el motivo último, muy azorinesco, de Antonio Lázaro con su libro: reivindicar el paisaje a través del poeta, y a la poesía a través del paisanaje. Me pregunto si sería hoy posible, como ocurrió con el 27 y Góngora, gestar un grupo poético al calor del merecido homenaje a uno de los padres de nuestra mejor literatura. Hacerlo desde la mansedumbre de nuestros campos y los perfiles centenarios de árboles, iglesias y fortalezas. Que la lírica más honda brota de igual modo que el guionista Carlos Blanco imaginaba lo hacían las meditaciones de nuestro buen señor, Felipe II: un ciprés, en medio de Castilla, que administra lluvia.

Concluyamos mencionando tan solo que, en contraste con las hermosas fachadas de la Diputación palentina, la edición de esta obra resulta sensiblemente austera, por no escribir pobre. Pero no insistamos en ello: razones administrativas habrá… y no seremos nosotros quienes digamos algo sobre las que tengan las diputaciones provinciales.