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El Debate de las Ideas

John H. Newman, sobre la amistad

En su espíritu, despabilado por la conciencia, que le habla como desde detrás de un velo, se reconoce ante un Tú trascendente que le concierne de forma absoluta

«Yo y mi Creador». Es difícil imaginar que quien condensa en este binomio todo lo que le parece real y decisivo sea el hombre más dado a hacer amigos y a vivir en ellos. Ese es Newman. Quedamos perplejos al comprobar que el mismo que vive en su interior ante la mirada de Dios, «solus cum solo», y considera «sombras» todo lo demás, es aquel cuya alma vibra con las notas que suenan en las almas de sus amigos.

En su espíritu, despabilado por la conciencia, que le habla como desde detrás de un velo, se reconoce ante un Tú trascendente que le concierne de forma absoluta. Mira y remira fuera de sí e identifica a Aquel cuya voz resuena en su interior: el Dios de Jesucristo, Uno y Trino. Al observar el «celo triunfante de la Iglesia primitiva» por esta verdad, reconoce «la marcha de su madre espiritual», y se siente confundido al contemplar la pobreza espiritual de la iglesia anglicana, un cuerpo «dividido, amenazado e ignorante de su verdadera fuerza». Sin saber bien hacia dónde le dirige el celo por recuperar el vigor de la Iglesia, se adentra en un vasto mar hasta que reconoce en Roma la única casa del Verbo Encarnado: «Fue como llegar a puerto dejando atrás el mar agitado». Es una odisea de treinta años, movida, sostenida y guiada por «la soberana voz, la que avivó el amor divino».

Comparado con la inmediatez con la que Dios nos toca y acompaña íntimamente, ¿qué son el mundo y los hombres? Incluso aquellos a los que amamos, familiares y amigos, «no alcanzan nuestra alma ni penetran nuestros pensamientos». «Se vuelven como el humo ante la visión diáfana que tenemos de nuestra propia existencia y de la presencia de Dios en nosotros […] mediante la conciencia, su representante».

El que así piensa es, sin embargo, el hombre que muestra la mayor hospitalidad del corazón: «amigos que, sin ser solicitados y esperados, han llamado a la puerta, y han encontrado en mi hogar incontables sonrisas llenas de entusiasmo». En el momento en el que sus amigos anglicanos le ven alejarse, Newman es quien les ha mostrado lo que ya sabían o lo que no sabían de ellos mismos; quien ha discernido sus necesidades y sentimientos; quien los ha animado y tranquilizado; quien ha abierto un camino al que buscaba y ha confortado al que estaba desconcertado; quien les ha hecho sentir que había una vida más alta que esta vida de todos los días, y un mundo más luminoso que aquel que podían ver sus ojos.

Newman despliega un minucioso cuidado por sus familiares y amigos en las mil circunstancias de la vida, no en un momento, sino durante años, como discípulo, como colega y compañero, como maestro y padre. Hace horas extras para pagar los estudios de sus hermanos. Manda dinero a Emily Bowles, conversa antes que él, que ejercitaba la caridad hasta pasar ella necesidad. Acompaña a otra amiga, Mary Giberne, hasta un confesor jesuita cuando está lista para abrazar la Iglesia católica. Al primer amigo de Trinity College, John Bowden, lo visita asiduamente durante la tuberculosis que sufre; llora sobre su féretro, mientras las dudas sobre la Iglesia anglicana lo atormentan; ya católico, sigue visitando a la viuda y a los hijos, los acompaña en su conversión, predica en la toma de hábito de la hija y acoge a los dos varones como sacerdotes del Oratorio. Cuando decide someter a examen sus dudas, se retira con su biblioteca patrística a la soledad, pero da espacio en la casa a sus discípulos, convertidos en amigos. En Roma para recibir el sacerdocio católico, busca el hogar donde mantener vida común con ellos, así nacerá el Oratorio de San Felipe Neri de Birmingham. Su inacabable correspondencia es testimonio del afecto vivo y práctico con el que se ocupó de sus amigos uno por uno.

Al iniciar la última década de su larga vida, escribe a un sobrino: «Mirando más allá de esta vida, mi oración primera, mi anhelo, mi esperanza ardiente es ver a Dios. El pensamiento de reencontrarme allá con mis queridos amigos de la tierra, palidece ante aquel otro». Pero en esos años cuelga en la pared de su capilla privada las fotografías de los amigos que van muriendo. Y ordena con contundencia ser enterrado en la tumba de Ambrose St. John, que había enfermado en el último servicio prestado: la traducción del alemán de un libro que Newman necesitaba. Quien tiene como horizonte el juicio divino y como primer anhelo la contemplación de Dios no manda ser enterrado con el amigo fiel si no tiene la idea de que esa amistad participará de la vida eterna, sin ser destruida como amistad .

Ahora solo un par de apuntes de sus escritos para explicar esta aparente contradicción que él mismo observa: «¡Tan deseoso de estar solo! ¡Tan deseoso de estar con los amigos!».

Rematando un sermón de 1831, afirma que la amistad sostenida durante años en cotidiana vida común, por dos hombres no forzados por algún especial deber, en la que cada uno aprecia más y más la compañía del otro a medida que disfruta de ella, puede ser una prueba de la virtud celestial de la caridad. Porque en la juventud, cargada de esperanzas, es fácil que dos hombres comiencen una vida de amistad estrecha, cediendo el uno al otro; pero su felicidad no dura, sus gustos cambian… y la amistad suele deteriorarse. También es fácil que durante años se mantenga la amistad entre adultos que no viven juntos, pero si, por algún motivo se ven obligados a hacerlo, verán lo arduo que es frenar sus temperamentos y mantener una buena relación… pronto descubren que son mejores amigos a distancia. «¿Qué puede unir a dos amigos en íntima comunicación durante años más que la participación en algo que es Inmutable y esencialmente Bueno?». Dicha amistad es fruto y prueba de la participación de la caridad que solo viene de Dios. No una prueba infalible, porque otras causas, en el propio carácter de los amigos o en algún objeto absorbente que los atrae, pueden explicar que rechacen hacer cambios. Pero, bajo ciertas circunstancias, es una señal viva de la presencia de la gracia divina en ellos. «Los santos se mantienen en el camino, mientras las circunstancias y las modas del mundo cambian, de forma que una amistad fiel e indestructible viene a ser prueba de que las partes que así se aman tienen el amor de Dios bien metido en sus corazones».

Muchos años después de predicar estas palabras, Newman eligió, para sí y para sus amigos conversos, el Oratorio de san Felipe como el hogar para su nueva vida. No se le ocultaba que la convivencia del Oratorio se caracteriza por la estabilidad en cada casa hasta la muerte, sin más vínculo que la asegure que el de la caridad. Sin voto de obediencia, ni nada parecido. Ningún objeto externo, ningún vínculo jurídico, ninguna obligación, solo el desnudo vínculo de la caridad.

Newman guarda con celoso sigilo el amor de Dios metido en su corazón, «secretum meum mihi», la imagen de Dios Trino, objeto de su veneración desde los quince años. Insiste en la verdad de Dios por encima de toda subjetividad, «un credo definido, la marca de lo que es un dogma», que llega a ser presencia amada en el alma, cumplimiento de la promesa que recorre la Revelación y que Cristo explicita: «Vendremos a él y haremos morada en él». Al alcanzar esta plenitud, la soberana voz de la conciencia, «primigenio vicario de Cristo», puede ser comprendida como anticipo y promesa de la inhabitación de la Trinidad. Junto a la presencia de Cristo en la Eucaristía y en la Iglesia, la inhabitación de la Trinidad es la gran verdad que conforta a los cristianos mientras peregrinan en este mundo, la compañía cotidiana de Dios en el centro del alma, a salvo de toda vicisitud. Es la gran obra del Verbo encarnado, que supera el límite de la amistad humana: llevando la humanidad hasta el seno de Dios y derramando su Espíritu sobre sus amigos para estar en ellos y comunicarse a ellos, «cor ad cor loquitur».

«Aunque había venido en nuestra carne, para que lo pudiéramos ver y tocar, ni siquiera esto fue suficiente. Todavía era externo y separado; pero después de la Ascensión, volvió a descender de nuevo en su Espíritu y, entonces, finalmente, la promesa se cumplió». Cristo hizo de los siervos amigos y superó los límites que experimenta la amistad con la efusión de su Espíritu. Entonces, a los suyos «los hizo uno en sentido real». La venida de Cristo en su Espíritu es el cumplimiento del dinamismo de la interioridad, del «Yo y mi Creador», y el principio de la comunión de los santos, donde la amistad tiene un nuevo principio y un nuevo vigor, sin ser destruida o diluida en esa comunión. Dos caminos se encuentran aquí, el camino al interior y el camino a los amigos: «Nuestra primera vida está en nosotros mismos, nuestra segunda vida en nuestros amigos». Si Newman es capaz de vivir en sus amigos es porque adora y bebe la verdad del amor trinitario en su alma. Su amistad es el signo de su santidad y su fruto más hermoso.