El Debate de las Ideas
El pecado y el buen salvaje
Arrumbamos el dogma y la fe porque no eran lo suficientemente racionales y, desde entonces, la razón y los sentidos avanzan desconcertados
No sin padecimientos, la modernidad parece estar descubriendo por su cuenta cosas que en su día se daban por consabidas, verdades que heredamos pero que, a partir de cierto punto, fueron objeto de nuestro desprecio. De hecho, la modernidad se entiende como el periplo que Occidente emprendió a raíz de ese desprecio, del rechazo a los variados y antiguos frutos de la Revelación. En adelante tuvimos que asediar la ciudadela del conocimiento con nuestros propios medios, mal pertrechados y a mente gentil. Muchos han querido ver en Descartes al padre de la filosofía moderna, aterido en Ámsterdam, meditabundo y despojado de cualquier certeza que no hubiera salido «clara y distinta» de sus entretelas pensantes, es decir, despojado de toda certeza.
Arrumbamos el dogma y la fe porque no eran lo suficientemente racionales y, desde entonces, la razón y los sentidos avanzan desconcertados. Como los hermanos del cuento, se han extraviado en el bosque y, encima, los pájaros se han comido las miguitas de pan. Quieren regresar a la casa del Padre, pero han equivocado la dirección y, con cada paso que dan, se alejan; solo que, aunque por el camino más largo y peligroso, al mismo tiempo se acercan porque la verdad es una y el mundo es redondo.
Un ejemplo de este tortuoso regreso se halla en la figura del buen salvaje. Sus apariciones en las letras europeas, que comenzaron en el siglo XVI y continúan hasta ahora, se deben al intento de responder a una pregunta cuya respuesta, en realidad, ya estaba sugerida en el segundo capítulo del Génesis y resuelta en la posterior doctrina sobre el pecado original. Lo dicho: una búsqueda moderna de una solución antigua. Porque el hombre, como salta a la vista de cualquier época, bueno, lo que se dice bueno, no es; pero malo, malo del todo, luciferino, tampoco, aunque solo sea por el remordimiento o porque nos falta altura en la bajeza. Escribe Julio Llorente en uno de sus titubeos: «El hombre no es como lo imaginaba Rousseau, cándido, ni como lo imaginaba Hobbes, cainita. Probablemente su esencia esté a medio camino entre lo que intenta ser mientras reza y lo que es mientras conduce».
Aquí Llorente convoca a los dos pensadores más emblemáticos sobre el particular, pues lo mismo Hobbes, por un lado, que Rousseau, por otro, singularizan las propuestas seculares para explicar nuestra condición problemática, el jaleo de elementos positivos y negativos que encontramos dentro y fuera de nosotros. O bien somos malos por naturaleza y la cultura nos apacigua, o bien somos buenos por naturaleza y la cultura nos pervierte. En estos términos, muy grosso modo, se discute la cuestión. Eso sí, ambas posturas, aunque en apariencia opuestas, tienen sin embargo un elemento en común: están sujetas al tiempo y dan por sentado que en un principio éramos algo y que, a partir de cierto punto, dejamos de serlo. ¡Progreso!, proclaman los unos; ¡degeneración!, replican los otros.
El buen salvaje sería el epítome de la corriente roussoniana, la que postula que hemos ido degenerando como el que no quiere la cosa, por la misma deriva corruptora de nuestras invenciones. Aunque le haya dado nombre para los restos, tanto la figura como las ideas preceden al propio Rousseau. El origen parece encontrarse en Antonio de Guevara y, por su influencia posterior, en Bartolomé de las Casas, quien en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias describe a los indígenas, merced a su estado primigenio, como las personas «más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo». El elogio guarda en su envés, por contraste, una crítica a los europeos, a los colonizadores, corrompidos por efecto de la civilización, animales políticos y propagadores de una cultura más avanzada pero, por eso mismo, envilecida y, también por ello, a qué negarlo, suculenta, pendiendo tentadora y nefasta del árbol que se yergue en medio del jardín.
Estas imágenes, que pueblan la imaginación occidental desde entonces y que, según dicen, alentaron las utopías que tantos dolores de cabeza nos dieron luego, cuentan con su correlato espacial: el hábitat del buen salvaje, una suerte de paraíso perdido. En su ditirambo a la Francia antártica (actual Estado de Río de Janeiro), Montaigne asegura que los pobladores originales, mal llamados bárbaros por los contemporáneos del pensador, «viven en una zona de países muy grata y bien templada […] Abundan pescados y carnes sin parecido alguno con los nuestros y los comen sin más artificio que la cocción». Para alimentarse basta con alargar la mano y tomar alguno de los frutos que espontáneamente crecen por doquier, y por eso el hombre no ha tenido que concebir allí ideas tan degeneradas como puede serlo la agricultura. La naturaleza, enseñoreada y armónica, hincha sus pechos, dispuesta a amamantar a todas sus criaturas. Es el jardín que algunos viajeros del XVIII creyeron hallar en las islas meridionales del Pacífico, el que Paul Gauguin buscó sin fortuna en Tahití, la Papúa Nueva Guinea de Bronisław Malinowski… Lugares, en fin, donde el fuego de Prometeo apenas arde, donde la humanidad aún no está aquejada ―palabra de Freud― por el malestar de la cultura, donde no se han iniciado las hostilidades entre las obras del hombre y los ancestrales cauces de la naturaleza.
Un caso reciente de esta búsqueda lo encontramos en El turista desnudo de Lawrence Osborne, libro por lo demás recomendable, como todos los suyos. Siguiendo los pasos de la antropóloga Margaret Mead, el escritor británico emprende un viaje hacia las selvas papúes, pretendiendo hollar con sus Panama Jack el lugar más recóndito y bravío de la tierra. Osborne no busca tanto un punto donde no haya llegado la civilización, sino uno donde no haya llegado el turismo, que al fin y al cabo es algo igualmente nuestro, característico, una manera de ejercer el colonialismo de modo anticolonial. Antes de aventurarse en la jungla, el autor hace escala en Bali, el colmo de la turistificación, un «no-lugar», escribe, «la Disneylandia hindú», un decorado exótico con evocaciones a una cultura que en parte jamás existió y que en parte nuestra curiosidad, en su acercamiento, convirtió en simulacro.
Osborne, inglés, dipsómano, sofisticado, hastiado, mórbido de tanta cultura, se adentra en el territorio de los últimos salvajes del planeta, los kombai, cuyas moradas se menean con el viento en las copas de los árboles. Por supuesto encuentra en ellos sangrientos atavismos, pero también elementos de fina belleza, por ejemplo con los cantos nocturnos, acompañados con el tañido de sus arpas de bambú: «Era increíble que unos hombres que se zampaban a los brujos pudiesen cantar con semejante delicadeza». Aunque Osborne es demasiado consciente y posmoderno para comprar el mito de la inocencia primigenia, sí admite, entre veladuras, que volvió destrozado por las inclemencias de la expedición, pero más sano, depurado, y con una especie de extraña clarividencia.
Y este es otro punto fundamental en la imaginería del buen salvaje: no se trata a veces tanto de alabar un estado natural que tal vez nunca existió, como de constatar que hay algo tóxico en nuestra cultura, algo enfermizo que la psicología, la farmacología o la medicina no hacen sino agravar. Disfrutamos unas vidas más largas, cómodas y complejas, pero a costa de la salud, a costa del correcto funcionamiento de nuestro cuerpo y nuestra mente. Es como si nos fuéramos apartando del designio para el que habíamos sido creados. Escribe Italo Svevo al final de La conciencia de Zeno: «En cambio, el hombre, el animal con gafas, inventa instrumentos fuera de su cuerpo y, si quien los inventó gozó de salud y nobleza, quien los usa casi siempre carece de ellas. Los instrumentos se compran, se venden y se roban y el hombre se vuelve cada vez más astuto y más débil».
Todo estupendo, pero como apuntaba al principio, ya estaba en el Génesis. Allí comparecen Adán y Eva, en el Jardín, más panchos incluso que el buen salvaje. Allí viene luego la tentación, la caída, la turbidez de la mirada y la expulsión. Allí irrumpe después Caín, el agricultor, el forjador de arados, el padre de la civilización, el asesino de su hermano y el fundador de las ciudades. Ya en el Génesis, por tanto, se nos advertía que había algo estropeado en nosotros y en el mundo que habitamos, pero también una vaga y anhelante reminiscencia en nuestro interior. Así pues, parece que la modernidad hubiera adivinado a su tosca manera los contornos de la doctrina del pecado original. Puede que sea un paso más en su largo camino de regreso alrededor del globo. La Revelación, que desde entonces no se ha movido de su sitio, la espera impaciente… Al final es de algún modo hija suya, díscola y con una adolescencia demasiado larga y demasiado tormentosa, pero hija suya igual. Lo primero que hará en cuanto regrese, estoy seguro, será consolarla contándole la segunda parte de nuestra historia, la mejor. Porque la parte mala, la del pecado, todavía; sin embargo, la buena, la de la redención, difícil será que la descubra por su cuenta.