‘Mickey en el campo de Gurs’: bueno es que haya animales para echarles la culpa
El editor Jesús Egido reivindica una obra gráfica de gran valor testimonial, convertida en irónico paseo de un ratón parlante por un campo de concentración francés
Si el hábito podemos retrotraerlo hasta Esopo en el siglo V a.C., e históricamente existen numerosos ejemplos de narraciones literarias con fauna antropomorfizada (desde el exemplum medieval de Calila e Dimna, hasta las fábulas barrocas o neoclásicas de La Fontaine, Perrault o Samaniego), la vertiente satírica de esta práctica tomó cuerpo en el siglo XIX. Fue entonces cuando aparecieron magnas obras como la Vida privada y pública de los animales, cuyas geniales ilustraciones de Grandville acompañaban textos de maestros como Balzac o Nodier, abundando en las posibilidades críticas de los animales humanizados. El broche de este género no confeso podrían ser las retorcidas historias del Aesopus Emendatus de Ambrose Bierce, ejemplo sardónico y cruel donde los hubiera a inicios del XX.
Traducción de Asunción García Iglesias
Reino de Cordelia (2024). 72 págs.
Mickey en el campo de Gurs
Amparados en la expansión de la historieta gráfica, en el período de entreguerras los animales tomaron la palabra y nuestras características humanas, y de paso, nuestros vicios y errores; la culminación fue el desarrollo capitalista de los productos Disney hacia el papel impreso, con las tiras de prensa de Mickey Mouse y los fantásticos tebeos sobre el mundo de Patoburgo, que crearan, en las décadas de los años treinta y cuarenta, artistas como Floyd Gottfredson, Al Taliaferro y Carl Barks. Ya desde 1895, con los Little Bears de James Swinnerton, el naciente cómic había abrazado este recurso narrativo, al que se sumaron pronto tiras cómicas como las de Pat Sullivan de Félix el gato, o la genialidad de la Krazy Kat de George Herriman, y se abrieron a las posibilidades de la crítica social y política, gestando a lo largo del tiempo personajes tan icónicos como el Pogo de Walt Kelly, el Fritz el gato cachondo del underground Robert Crumb, el marveliano Pato Howard de Gene Colan, el contraépico Cerebus de Dave Sim, la feminista Omaha, la gata bailarina de Reed Waller, el Garfield de Jim Davis o el inefable Condorito, del chileno Pepo (René Ríos Boettiger).
Precisamente, una palmaria justificación de su eco social es Mickey en el campo de Gurs, una obra insólita por su cruce entre el cómic y la Gran Historia. Se trata de la compilación de tres cuadernillos (Mickey en el campo de Gurs, Jornada de un interno y Pequeña guía a través del campo de Gurs), dibujados en mitad de la Segunda Guerra Mundial, para entretenimiento de prisioneros en un campo de concentración francés, y que sobrevivieron, milagrosamente, los espantosos azares de la guerra total y la hecatombe de los campos de extermino. Su autor, Horst Rosenthal, no formó parte del milagro, pues fue ejecutado en Auschwitz. El primero de los tres cuadernos está protagonizado ni más ni menos que por el mismísimo Mickey Mouse, en una versión plagiaria confesa por el dibujante. Se intuye que el apelar al personaje roedor, además de por su popularidad en aquella época, fue una referencia directa al apodo de «Mickeys» con el que el personal del Socorro Suizo se refería a los niños judíos en los campos. Así, se podría entender que Rosenthal dibujase esta historieta para el público infantil, o al menos, que estableciese con los pequeños esta cándida complicidad. Casi medio siglo después, el estadounidense Art Spiegelman crearía su célebre y premiada Maus, en la que de nuevo el horror de aquella época es plasmado con analogías de gatos y ratones.
El editor de Rosenthal, Jesús Egido, al prologar la obra señala la frecuencia con la que se emplearon entonces, en elementos propagandísticos, perfiles tomados de la fauna para contar de modo más pulcro la tragedia de aquellos tiempos. Su editorial, Reino de Cordelia, publicó espléndidamente, hace un par de años, otra obra elocuente, ¡La bestia ha muerto!, creada por Edmond-François Calvo con guion de Victor Dancette y Jacques Zimmermann, y que en 1944 indicaba la caída del nazismo apelando a conejos, lobos (nazis), hienas (fascistas italianos), leoncitos (belgas), dogos (británicos), bisontes (estadounidenses), monos (nipones), dragones (chinos) u osos (soviéticos). Fue una práctica nacida en la Gran Guerra, en la que la prensa componía ironías con animales que eran reconocidos mundialmente como emblemas nacionales. Para la guerra del 39 al 45, dicha costumbre se extendió a las viñetas satíricas y las tiras cómicas en los periódicos, y se impulsó también para los nacientes tebeos o comic-books. Porque el esfuerzo de guerra implicó intensamente al ámbito de la cultura popular, reclutando para el frente a los superhéroes de la casa Atlas (previa a Marvel Comics), y a las agencias que impulsaban personajes realistas y aventureros como Terry y los piratas o El Hombre Enmascarado, así como viñetistas y publicistas como Bill Mauldin, David Low o Kem (Kimon Evan Marengo).
Pero Horst Rosenthal no estaba entre aquellos creadores, dedicados a adaptar su arte a las servidumbres de la propaganda. Era solo un desplazado que creía que el sentido del humor era el último refugio para la esperanza, y que su habilidad para delinear en un papel podía servir, más que para atacar, para resistir. Rosenthal nació en Breslavia (en la Prusia Oriental alemana, que pasó a ser polaca tras la Gran Guerra), hoy ciudad de Polonia cuyos oriundos insignes no pueden ser más alemanes, como el Barón Rojo o Max Born. Rosenthal pertenecía a la población judía huida de los pogromos zaristas rusos. En realidad, el artista fue toda su breve vida un fugitivo; se fue de Breslavia por sentirse alemán en Polonia, y de Alemania a Francia por ser activista socialista durante el ascenso del nazismo al poder. De Francia fue expulsado por su pasado político, y de nuevo acogido gracias a las gestiones del Comité de Apoyo a Refugiados Alemanes Víctimas del Antisemitismo. Lo que no significa que gustase en Francia, donde es sabido que aparecieron los primeros pensadores antisemitas de la política moderna, antes que en Alemania. Al saber de los avatares de tantos cientos de miles de personas deambulando por el continente como muebles viejos durante la entreguerra, uno no puede por menos que maravillarse de que dicha gente todavía tuviera tiempo y ánimo de echar raíces mínimamente, de tener una familia y quererla, o de encontrar medios de subsistencia.
Desde 1939, y durante casi un lustro, Rosenthal será habitante de lager, pues con el inicio de la II Guerra Mundial, los franceses le internarán en Maroles por ser alemán –ciudadano sospechoso–, y posteriormente le irán trasladando a media docena de campos más, como Damigny, Freux, Alençon, Tence y Gurs (y luego a Rivesaltes, Drancy, y el acto final en Auschwitz), y entretanto la Administración francesa –según se modificaba el propio status de la República, de adversaria a dominada por el Reich–, iría variando las razones de internamiento sobre el mismo individuo, como con el enfermo que nunca sale del hospital porque se reinfecta continuamente de más cosas: por ser comunista, luego por ser el alemán que en realidad ya sería polaco, si no fuese porque Alemania acababa de conquistar Polonia, y finalmente por ser judío, lo que no gustaba ni a los alemanes, ni a los franceses, ni a los rusos (que habían pasado a ser soviéticos), y posiblemente, ni siquiera a unos cuantos polacos que no fuesen judíos, y que ya no sabían ni qué eran ellos mismos. Parecería un chiste de antaño, si no fuese porque no tiene ninguna gracia. Ya saben, uno de ésos de «van un japonés, un mexicano, un francés y un español, y entonces…».
En estos cuadernillos, a medio camino entre una narración gráfica y una pictoficción o historia ilustrada, se nos muestra primero a Mickey Mouse, que es detenido por su carencia de documentación legal y confinado en Gurs, donde ofrece ingenuamente una reveladora visión de la miseria del lugar. En las dos historietas siguientes, asistimos primero al monótono y mísero día cotidiano de un preso, y finalmente, en un ejercicio sardónico, cómo se organizan los reconcentrados para sobrevivir tal y como lo veríamos en un folleto turístico, e incluyendo alusiones a personal auténtico que formaba parte de la gestión carcelaria en Gurs. Recordemos que el campo, situado en el Béarn galo, cerca de Oloron-Sainte-Marie, se construyó en 1939 para acoger miserablemente a los desplazados españoles de nuestra Guerra Civil, pero siguió funcionando para alojar a los denominados «indeseables», después a judíos, y finalmente a gitanos, hasta su liberación (cancelación) en 1944. Las malas edificaciones, como las malas ideas, siempre encuentran quien pueda aprovecharlas, para usos cada vez peores.
Una obra como ésta se sitúa en un territorio inusual; pues no se trata de una pieza artísticamente magistral (ni siquiera notable), pero en ningún momento podía pretenderlo. Sería como exigirle trazo maestro a la imagen de la Virgen de Stalingrado. Pero su interés, e incluso podemos decir que su atractivo, reside en constituirse en punto de contacto con la Historia entendida en su sentido más profundo: el de la psique de los que, grandes o pequeños, tratan de darle un significado, que se esfuerzan por encontrar, en las fuerzas sociales que les zarandean con violencia, el resquicio para seguir siendo plenamente humanos, pues el sentido del humor les recuerda la trascendencia de los detalles y la frialdad del conjunto. Es el estremecimiento ante la risa del fusilado (Muñoz Seca diciendo a sus ejecutores que le quitaban todo, hasta la vida, pero no podrían quitarle el miedo), frente al destino de la insignificante familia Bruder que se hace imprescindible cuando la indaga Patrick Modiano en una de sus mejores novelas. Como los recuerdos que alentaba Rubino Romeo Salmoni en su autobiográfica Alla fine ho sconfitto Hitler -aquí bautizada, menos enfáticamente, He derrotado a Hitler-, que inspirase a Roberto Benigni el filme La vida es bella. Son el tropel de millones que, siempre injustamente, padecen el
papel figurante de víctimas de la Historia, y que sin embargo, nos demuestran que son la base argumental de la trama, y que cumplen con la función hasta el final, tratando de que entendamos la moraleja, aunque no reciban nunca nuestros aplausos.