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Desasosiego y sueños en via Gemito 64

Un precioso y duro libro sobre un hombre que no logró lo que más deseaba, y cómo eso marcó la relación con sus hijos. Un testimonio familiar y humano bellísimo

«De joven lo consideraba un mentiroso y me avergonzaba como si sus mentiras me pertenecieran. Ahora no me parece que mintiese en absoluto, creo que sus palabras eran capaces de rehacer lo sucedido de acuerdo con los deseos y los remordimientos».

Traducción de Salvador Expósito
Altamarea (2024). 488 páginas

Via Gemito

Domenico Starnone

No es la frase con la que comienza esta historia (la que inicia es aún más impactante), pero de forma sutil y precisa capta una sensación, una revelación, que resume muy bien este maravilloso, triste y evocador libro que cuenta la vida del artista autodidacta Federico Starnone (1917–1998) desde los dolorosos, comprensivos, sinceros recuerdos de su hijo. Convivir con una persona frustrada, especialmente si dicha persona es el padre o la madre, es una experiencia muy dura que te arroja a un vacío extraño. Una ausencia, más que física o emocional, motriz. Inevitablemente esa rabia contenida, ese sentimiento tan hondo de injusticia se cuela en el carácter, en el trato a los demás, lo emponzoña todo como un dolor que se va amarrando a los músculos y los retuerce y vicia y nada lo cura ni calma.

Domenico Starnone (Saviano, 1943), autor de novelas como Confidencia, Vida mortal e inmortal de la niña de Milán o El viejo en el mar, ha recreado con gran tacto la vida de su padre, y por ende de su madre, sus hermanos, su familia (y un poco también el Nápoles de los setenta, ochenta), en este viaje donde más que «rendir cuentas» con aquel progenitor rudo, distante y difícil, se rinde cuentas a sí mismo y a su memoria, buscando comprender cada movimiento, cada paso, cada decepción que le fue llevando al desasosiego. («Que le hubiese pegado una vez o cien no importaba demasiado. Importaba que me decidiera a declararlo culpable o inocente, antes de que muriera»).

Como en Salvatierra, de Pedro Mairal, el hijo recorre los pasos del padre que además de padre es artista para entender y, también, aunque no quiera o se lo niegue, para perdonar. Perdonar a quien nació con una gran sensibilidad y no le dejaron, o no supo, hacer de ella su vida y su sustento, y por esa oposición tan fuerte entre lo que se desea y lo que hay, el alrededor también se desmorona y condena a la misma infelicidad. Como su madre, Rusinè, de quien Domenico, al escribir, se da cuenta que apenas sabe nada, relegada a un sacrificado y mudo segundo lugar, pero quien, ahora lo ve, estaba en todo, estuvo siempre en todo. «Se creía con derecho a evitar el trabajo y a ser arrogante y provocador; a quien quisiera tocarle las pelotas, él era pintor de nacimiento, no ferroviario». Algo trágico y profundamente conmovedor es que aunque Federico tuvo la suerte, en algunas ocasiones, de trabajar más cerca de su pasión (como en un teatro), ni estando dentro ni estando fuera supo disfrutarlo.

Otra sutil escena que podría resumir lo que fue su vida es la que describe una de esas ocasiones en las que la vida le dio la oportunidad, el regalo, de poder participar del mundo que amaba: «Acabado el turno de los ferrocarriles tenía por costumbre acudir una noche sí y una noche no a la inauguración de alguna exposición para integrarse poco a poco en el mundo artístico. […] Se le hacía tarde también a mi padre, pero sin alegría, sólo con ansia. No conseguía relajarse, no era capaz de gozar aquellos momentos de pura vida estética. Primero estaba derrengado por culpa del trabajo diario, y por tener que volver al día siguiente, y segundo le dolía tener que callar, porque habría querido ser el centro de la conversación y empezar a hablar con garbo y sentido y no acabar nunca».

Via Gemito es un libro que narra un lamento. Pero en él hay también momento para recuerdos alegres, tiernos

Lo insatisfecho se mezcla entonces con la imposibilidad, y uno entonces piensa si no hubiera sido mejor, para Federico, haber pintado únicamente por placer, por afición como cruelmente suele decirse, sin aspirar a hacer de ello un modo de vida, sin haber pasado tantos años, tantas ilusiones, en una carrera de fondo que no le estaba destinada. O sí, pues el éxito no tiene por qué significar el aplauso, el reconocimiento, aunque indudablemente sea algo que se anhela, se agradezca y consuele. Promovió y participó en exposiciones, reclamó su sitio y el de otros como él, nunca se cansó de intentarlo. Y sobre todo pintó. Pintó y pintó y pintó. Quizá no alcanzó aquello que deseaba, y por ello se llevó por delante a su familia, pero poseer una vocación tan férrea, aun deparándole disgustos y huracanes, es un milagro, y seguramente lo condenó tanto como lo salvó.

Es verdad, Via Gemito es un libro que narra un lamento. Pero en él hay también momento para recuerdos alegres, tiernos, la naturalidad de los ojos inocentes que miran al adulto con devoción: «Lo cierto es que se alegraba cuando reparaba en que estaba a su lado. Fumaba, pintaba y me decía: «Jamás líneas negras, guagliò». Porque en aquella época estaba convencido de quien utilizaba el negro no sabe pintar. Luego cambió de opinión, la cambiaba a menudo sólo por curiosidad. Pero entonces yo creía que todo lo que salía de su boca era definitivo. Y como decía «el negro no», yo pensaba: «El negro no»».

Este diálogo de Domenico con Federico, sin dirigirse a él directamente, tiempo después de su muerte, rememorando y fijándose en cada capítulo y cada detalle, es un encuentro intenso y hermoso. Y ahora ambos pasan juntos a la posteridad a través de un testimonio que, además de ser una joya por sí mismo, ha sido galardonado entre otros con el Premio Strega. Llegó, Federico, llegó el reconocimiento a tu trabajo, a tu lucha, y también a lo que Domenico aprendió de ti para su propia vida.