‘Doña Bárbara’: el regionalismo literario se hace universal
Doña Bárbara es un friso donde menudean las pasiones amorosas, el afán por el poder y la territorialidad, el atropello arbitrario de las jerarquías, la visceralidad y el vandalismo.
Dos veces he leído Doña Bárbara –la última hace unos días, con vistas a escribir este artículo–, y en ambas ocasiones he tenido la sensación al inicio de la novela, por lo prolijo del estilo, de estar adentrándome en aguas frías, muy frías, hasta el punto de pensar que quizá sería mejor salir de ellas para secarme cuanto antes. Me refiero a esto:
«Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres, de las ramas de la vegetación ribereña.»
Edición de Domingo Miliani
Cátedra (2008), 480 páginas
Doña Bárbara
Pero de igual forma que uno siente frío cuando se introduce de sopetón en una piscina o en un río, y acaba concluyendo a los pocos minutos que el agua, bien mirado, no está tan fría, o que incluso se presenta tan agradable que ya no apetece salir de ella, así me he sentido yo después de dejar atrás los primeros párrafos de Doña Bárbara, muy bien escritos –prosa de calidad, hay que reconocerlo–, pero de una ampulosidad excesiva que no casa bien con el oído del lector de nuestros días, grupo al que, para bien o para mal, pertenezco.
Y, sin embargo, como decía, conforme uno avanza en estas páginas de la icónica obra de Rómulo Gallegos, publicada por primera vez en 1929, acaba percibiendo que no estamos ante una novela pétrea y abrupta que lo apuesta todo al lenguaje, al abstractismo o la experimentación, sino una novela gozosa, amigable, de intencionalidad reconocible, que nos lleva de la mano por una de esas historias arrebatadas que nunca pasan de moda, pues saben dibujar con excelencia los recovecos de la condición humana.
Doña Bárbara es un friso donde menudean las pasiones amorosas, el afán por el poder y la territorialidad, el atropello arbitrario de las jerarquías, la visceralidad y el vandalismo… todo ello en una Venezuela rural que aún no se ha abierto a los tiempos modernos, ni política ni socialmente hablando.
Doña Bárbara es una irascible terrateniente, bella, siniestra, supersticiosa y millonaria que disfruta aumentando sus propiedades sin el menor respeto a la ley o a la justicia, una mujer que por su pulsión sexual se ha ganado el apodo de «devoradora de hombres». Es el cacique de toda la vida, vaya, solo que aquí es una mujer, radicada en los llanos de Apure, Venezuela, desabrida y aficionada a los conjuros mágicos. Esa que, tras una experiencia traumática con varios hombres siendo adolescente, terminó por utilizar al género masculino a su antojo (también en el aspecto sexual), sin mostrar debilidad ni empatía por nadie.
Desde la atalaya (metafórica) de su hacienda, conocida como «El miedo» (el nombre ya es indicativo de su estatus amedrentador), doña Bárbara se ve obligada a abrir una nueva etapa cuando se entera de que un joven abogado a quien no le tiembla el pulso, Santos Luzardo, regresa al lugar donde nació tras una larga estancia en la ciudad, dispuesto a luchar por sus derechos como heredero de las tierras de Altamira, que colindan con las de doña Bárbara.
En plena lucha por restablecer la justicia sobre esos terrenos, se van produciendo cambios en el interior de los personajes principales: doña Bárbara, su hija Marisela –de la que ella nunca quiso hacerse cargo– y el atractivo e incisivo Santos Luzardo, que ha calado profundamente en el corazón de ambas.
Mal ejecutado este argumento, tendríamos un culebrón venezolano. Pero no es ni mucho menos el caso: Doña Bárbara es una obra maestra, un icono literario no solo en Venezuela, sino en toda Latinoamérica, traducida a más de cuarenta idiomas y adaptada al cine en numerosas ocasiones, una gema literaria que abrió una nueva senda creativa a muchos autores, ensalzada por Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, entre otros.
Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela durante diez meses (febrero-noviembre de 1948), pergeñó una novela en principio regionalista con la que denunciar los males sociales arraigados en su país. Casi cien años después de su publicación, Doña Bárbara se erige como una novela clásica de alcance universal que todo buen lector debería leer al menos una vez tras sobreponerse al frío de los primeros compases.