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«No sabéis vivir»: Confesión de un hijo del siglo

Álvaro Gálvez Medina debuta con esta novela sobre un joven que regresa a Córdoba y se mueve entre el tremendismo y la anhedonia en su búsqueda de motivos para vivir

Está claro que no sabemos vivir porque para saber cómo vivir primero hay que saber para qué vivir y pocos están en condiciones de asegurar que han alcanzado un conocimiento tan depurado. En general, todos vamos tirando y algunos, como el protagonista de este libro, se dejan arrastrar.

SR SCOTT (2024). 170 páginas

No sabéis vivir

Álvaro Gálvez Medina

No sabéis vivir (Sr. Scott) es el debut de Álvaro Gálvez Medina en la novela. Este cordobés del 89 llega ya hecho al género y ofrece una historia depurada, de buena y austera prosa, ágil y estimulante. El protagonista, Diego, un joven abogado, se despide de una multinacional en Madrid y regresa a su Córdoba natal. La decisión, un poco inmotivada, lo arroja a un periodo de vacío que llena con alcohol y arrebatos de ira. El resto del tiempo, casi todo el tiempo, lo pasa en una rutina apagada, a expensas de los acontecimientos. Diego es ante todo un chico sin voluntad, no porque carezca del todo de ella sino porque no sabe hacia dónde dirigirla.

Este tema, el de la voluntad, nos da una primera clave para agarrarnos al clasicismo que destila toda la novela de Gálvez. Es un tema predilecto del 98, Baroja y Azorín sin ir más lejos, de quienes también parece beber esa prosa limpia del autor. «Mi conducta casi nunca tuvo que ver con mi voluntad», explica Diego al inicio de este diario-confesión –el propio formato es clásico– en el que resuenan ecos del Pascual Duarte de Cela: de hecho, la historia arranca con la confesión de un crimen. Si a eso le sumamos una anhedonia propia de los personajes de Houellebecq, capaces de juzgar el mundo pero no tomar decisiones para adaptarse, hastiados y asqueados de sí mismos, tenemos más o menos el mapa de la filiación de este libro, que también podría haberse llamado como ese manifiesto de Musset: Confesión de un hijo del siglo.

A lo largo de 170 páginas seguimos a Diego en su búsqueda de trabajo, en su relación con un padre que ha pasado a ser casi un desconocido, en su dificultad para establecer relaciones profundas con las mujeres y sus eventuales brotes de ira. Solo a través de la violencia, su voluntad resale y le hace avanzar unos metros, aunque sea de manera errada. En general, participa de la misma falta de sentido de muchos jóvenes de su generación, pero en su caso con conciencia agravada. Ser demasiado consciente de uno mismo es algo enfermizo y la manera que tiene Diego de evitar caer bajo su peso es ahogar sus sentimientos y acumular rencor. Muchas veces, sin saberlo, necesitamos hacernos necesarios a otros para conseguir ayudarnos a nosotros mismos: a través de otra persona encontrará Diego algo así como una redención.

Lo más notable de Gálvez en este libro es el autocontrol. Estamos ante un autor disciplinado, que apuesta por un estilo directo en el que no caben desmanes, aunque sí fulguraciones. Gálvez rompe su narración a ratos conductista con aforismos que son relámpagos, tan sencillos que no parecen pensados para el lucimiento: «La felicidad son momentos de despiste», «Al final de la botella siempre hay un espejo», «Sumando miserias, quizá podría alcanzar la dignidad», «Fingí dominar la situación, que es lo mismo que dominar la situación»…

Otro punto interesante de esta confesión de Diego, manejada por su autor, es la alergia al victimismo y a la autojustificación. Diego no cree que el pasado nos determine tanto ni que uno deje de ser responsable de lo que le sucede. Asume la parte que su personalidad tiene en el desastre de su vida. Es de agradecer una perspectiva tan honesta en tiempos en que la autoficción ha convertido a veces la novela en cartas de ajuste. Quizás la formación de Gálvez como abogado tenga mucho que ver con su postura ante la verdad, los hechos y las interpretaciones. El resto, es cosa de escritor, buen escritor.