Una encíclica del Corazón
Dice el Papa nada más empezar su encíclica: «Para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón»
La última encíclica del Papa Francisco, publicada hace casi un par de meses bajo el título de Dilexit nos y dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, ha pasado casi inadvertida en comparación con el entusiasmo y las polémicas que generaron sus dos encíclicas anteriores, Laudato sí’ (2015) y Fratelli tutti (2020).
¿Qué causas podrían esconderse tras este silencio que tal vez se deba a la perplejidad, cuando no el desconcierto, provocado por la elección de un tema que no había sido motivo de encíclica desde Haurietis acquas (1956) de Pío XII? ¿Es posible reconocer el pensamiento de Francisco, identificado con la preocupación política y social por una ecología integral y, como su indispensable correlato, por la fraternidad humana, con una devoción que parecería históricamente confinada a un mundo preconciliar, incluso decimonónico, que estaría extinguiéndose todavía?
En suma, ¿qué motivos existirían para que el Papa intente proponer como modelo pastoral la teología de un culto que se ha considerado implícitamente inofensivo, pero anacrónico?
Pese a las apariencias, Dilexit nos es quizás la encíclica más personal de Francisco, es decir, la que mejor deja entreabierta la puerta de su espiritualidad íntima. La aparente regresión respecto del magisterio que hubiera querido ejercer hasta ahora cobra una insospechada claridad a través de las reflexiones allí contenidas. En ella vuelve a poner al descubierto algunas de las preocupaciones intelectuales y morales que reflejan la formación de su identidad sacerdotal y religiosa.
Como sucede en la obra de Michel de Certeau, una de las referencias a menudo citadas por Francisco, la autoconciencia de su modo de vivir la fe sigue teniendo el origen en la conflictiva eclosión del catolicismo moderno en el siglo XVII: Port-Royal y Paray-le-Monial; el Deus absconditus y las promesas del Sagrado Corazón; el esperit de geometrie y el esperit de finesse. Así, en sus críticas reiteradas al neopelagianismo parecen resonar a la defensiva los reproches jansenistas y los sarcasmos pascalianos contra el jesuitismo. En sus invectivas contra el fariseísmo gnóstico vibra el espíritu del Prosupuesto de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola («que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla…»).
Entre Trento y el Concilio Vaticano II, la generación conciliar a la que pertenece Francisco ha prolongado los estertores de una época que retorna diferente sin que haya logrado encontrar la salida de su laberinto, es decir, la de desarrollar las condiciones que le permitan cerrar su círculo histórico. Dice el Papa nada más empezar su encíclica: «Para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy tiene un significado válido». Este hoy abarca, al menos, los últimos sesenta años de la historia de la Iglesia. Era la pregunta que emergía una y otra vez, por ejemplo, en los textos de En Él solo la esperanza del P. Pedro Arrupe, a quien se cita en una ocasión en la encíclica. En ellos, el que fuera General de la Compañía de Jesús – él mismo un apasionado practicante de la devoción – trataba de hacer frente a la crisis que estaba experimentando uno de los rasgos distintivos, la espiritualidad jesuítica desde el siglo XVII.
De hecho, todo el primer capítulo está atravesado por una lectura ignaciana del símbolo del corazón como lugar de las relaciones auténticas con uno mismo, con los demás y con Dios. Frente al emotivismo y la liquidez de los vínculos en una época digital, sin condenarlos y queriendo reorientarlos, Francisco trata de resaltar la primacía del afecto y de la voluntad, hasta el punto que afirma sin ambages: «yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con los demás». Señala incluso la necesidad de poner todas nuestras acciones bajo el dominio político del corazón.
Aunque se mencione, además de la Biblia, a S. Buenaventura, a S. Bernardo, a S. John H. Newman, toda esta primera parte de Dilexit nos está trufada de ecos ignacianos implícitos y explícitos: «sentir y gustar», «sentimientos e imaginaciones», «ordenar las potencias y la vida»… ¿No es acaso una síntesis del Principio y Fundamento formulaciones como esta?: «Sentir y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón. Únicamente el corazón es capaz de poner a las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor».
¿Es, por tanto, Dilexit nos un cambio de rumbo respecto de la enseñanza anterior de Francisco? En la conclusión, Francisco intenta remarcar explícitamente su continuidad. Pero, ¿cómo lo habría logrado? Sus dos primeras encíclicas comenzaban con citas del Poverello. Le servían para situar su enseñanza sobre el fondo escatológico de la Nueva Creación. En su cúspide, el hombre contemporáneo estaría llamado a cuidar ya de ella con un espíritu de fraternidad. En la nueva encíclica ese franciscanismo de base debería ser leído en la clave redentora, personal y comunitaria, del amor de Cristo.
Tal itinerario complementa de manera sorprendente el magisterio de sus inmediatos predecesores. Las encíclicas de Juan Pablo II, de raigambre filosófica, y las de Benedicto XVI, de alta inspiración teológica, giraban desde diversos ángulos —metafísicos, morales y hasta estéticos— sobre la Verdad. De Tomás de Aquino a Agustín, ¿qué podría quedar después? Tras la teología bíblica y sistemática, se abre el camino de la espiritualidad, con S. Francisco y S. Ignacio como grandes referencias. En ese contexto pueden entenderse afirmaciones que refuerzan el simbolismo del corazón como centro unificador y dinamizador del amor humano y divino de Cristo.
Si se observa con atención, Francisco se esfuerza en todo momento por presentar los rasgos fundamentales de la espiritualidad del Sagrado Corazón a través de recorridos históricos. Desde la Biblia a la actualidad, no deja de incluir a Sta. Teresa de Lissieux y S. Carlos de Foucauld, además de clásicos franceses como S. Francisco de Sales, Sta. Margarita María de Alacoque o S. Claude de la Colombière.
Sin embargo, al destacar los motivos de la reparación y el consuelo, que incluye las meditaciones de las Llagas y del Costado abierto, tan frecuentes, por lo demás, desde la época medieval, apenas da espacio al tema de la expiación que es reemplazado por el de la compunción como una derivación del consuelo y como una expresión de piedad popular que es tan querida a Francisco.
En este sentido, extraña que, al hablar de las resonancias en la Compañía de Jesús de esa larga corriente de vida interior, no mencione al P. Bernardo Hoyos, a quien todo el ámbito hispánico debe la extraordinaria difusión de la devoción desde el siglo XVIII. No deja también de ser curioso que, al hacer la retrospectiva de su proyección misionera, obvie la incidencia política de los ideales asociados al reinado social de Cristo.
En esta modulación de fuentes y posiciones, Francisco hace mucho hincapié en la disposición del creyente a vivir la Pasión de Cristo a la luz de la gracia del Resucitado. Remarcando su convicción de la necesidad de una fe encarnada y comprometida con la realidad presente, insiste al final de la encíclica con claridad es este aspecto teológico clave de la vida de los creyentes: «No viven tal Misterio en soledad, ya que estas llagas son igualmente participación en el destino del cuerpo místico de Cristo que camina en el santo pueblo de Dios y que lleva en sí el destino de Cristo en cada tiempo y lugar de la historia. La devoción del consuelo no es ahistórica ni abstracta, se hace carne y sangre en el camino de la Iglesia».
A la vista del que estas líneas han intentado sintetizar, sería una lástima que la encíclica Dilexit nos del Papa Francisco quedase eclipsada en la trayectoria de su magisterio. De algún modo, supone un paso adelante. En su dimensión de recapitulación tanto personal como comunitaria de un largo periodo de la historia de la Iglesia católica puede ayudar a (re)descubrir la seriedad de una fe que, como la de María, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc. 2, 19). En medio de guerras, hambres y epidemias, seguirá resonando la bienaventuranza más humilde y ligera, como el yugo de Cristo: «Dichoso los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt. 5,8).