La Navidad de Chesterton
Todas las luces que echamos de menos en nuestros gestores parecen haber encontrado cobijo en el luminoso exilio de millones de bombillas
Tras la celebración del Tercer Domingo de Adviento, el de la Alegría, nos disponemos a llegar al final del camino, a un nuevo encuentro con la Navidad después de superar un año con idas y venidas, encuentros y desencuentros, y las cada vez más oscuras y empinadas cuestas de territorios hacia los que el globalismo y sus élites nos empujan sin respiro ni solución de continuidad.
Sin embargo, la sensación de proximidad del gran acontecimiento se torna más fuerte, visible y cercana, más presente en el latido de nuestros corazones, más profunda en las raíces de nuestros valores, hasta el punto de, incluso, poder intuir el casi inminente anuncio de la buena nueva: ¡El Señor va a llegar! Y, ante todo ello, no hay descarriadas instituciones, ridículos discursos, vacuas palabras o efímeras modas que puedan hacer sombra a la magnitud del significado de ese nacimiento.
Por otro lado, también encontramos opiniones confrontadas después de que los domingos que precedieron al más reciente hayan pasado raudos, con verdaderas prisas por acelerar la llegada de la Navidad y anticipar villancicos y belenes con un Niño ya ubicado en el pesebre. Y no tocaba, no toca. Cada cosa a su tiempo.
Tal vez, nos puede el magnetismo de la inmediatez, de ser los primeros en ubicarnos en la pole position de todas y cada una de las acciones de nuestras vidas, de momentos que carecen de sentido y de tantos otros aspectos en desiertos a los que, desfondados y erráticos, nos dirigimos en un alarde de ocupar estériles vanguardias.
En estas últimas semanas, en esa casi forzada marcha navideña, hemos sido testigos del totum revolutum compuesto por el Black Friday, el Blue Monday, el puente de la ultrajada Constitución y la celebración del dogma de la Inmaculada Concepción. Y, en ese variopinto cóctel, seguimos escuchando el eco de pontificadas bendiciones al uso y disfrute del frenesí de estos enajenados tiempos.
Y, con toda seguridad, hemos sido capaces de verlo con pelos y señales, con luz y en la oscuridad, de día y de noche. Para ello, los exagerados alumbrados oficiales en la previa de los fastos comerciales antes reseñados ya estaban dirigiendo con su artificialidad a seres sin rumbo, confundidos, divididos por esa interesada polarización inoculada en ideas y opiniones de una rabiosa actualidad no exenta del relativismo de nuestros días. Todas las luces que echamos de menos en nuestros gestores parecen haber encontrado cobijo en el luminoso exilio de millones de bombillas. Entre excesos y carencias, el término medio parece no haber hallado su zona de confort. Ni está ni se le espera.
Así, he decidido echar la vista atrás, regresar al origen, para cumplir con la visita anual a una familia alejada del materialismo, las compras y el intenso trajín de la cotidianidad. Y al hacerlo, he vuelto a recobrar aquel genuino sentido, a revivir el auténtico espíritu navideño, ese que huye del «felices fiestas» o de la festividad invernal de un almanaque cuya última hoja, huérfana, ha quedado a merced de un nuevo año.
Ahí, entre esos recuerdos que merodean por mi mente en estas fechas tan entrañables, me he acordado de «El hombre eterno» de Chesterton y sus reflexiones sobre Cristo, el cristianismo y el inmenso poder que, por ejemplo, el término «Belén» lleva ejerciendo en la humanidad desde hace más de dos mil años. Para los detractores de la fe, la esperanza e, incluso, la tradición de todo tipo de valores, sin duda alguna, los quebraderos de cabeza persisten entre la atracción de modas pasajeras y sus degradadas ideologías que, en consistencia y continuidad, están a años luz del propósito de subvencionadas demandas.
Chesterton creía que la Navidad provocaba el sentimiento de «algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, un momentáneo debilitamiento que, de manera extraña, se convierte en fortalecimiento y descanso». Y en esa descripción aparentemente referida a elementos antagónicos como la debilidad y la fortaleza, el hombre encuentra el poder narrativo a través de una paradoja en la que el autor británico fue, es y será maestro de maestros. A múltiples pruebas podemos remitirnos.
De hecho, una de sus citas más conocidas alude a un deliberado y premeditado contraste al afirmar que «la Navidad se construye sobre una hermosa paradoja llena de intencionalidad: que el nacimiento de alguien sin casa para nacer se celebre en todos y cada uno de los hogares». Ni que decir tiene que no le faltaba razón al polifacético escritor si echamos un vistazo a nuestro alrededor.
Triste y paradójicamente, sufrimos un progresivo y persistente proceso atrófico respecto a la grandeza de hechos como el acontecido hace más de dos mil años en el alumbramiento en aquel humilde escenario. Es decir, el paso de decenas de siglos no nos ha servido para, como individuos, transformarnos en algo objetivamente mejor. La involución es obvia sin la imperiosa necesidad u ostentación de su manifestación.
Por desgracia, la actualidad nos ofrece demasiados rivales, distracciones o argumentos que insistentemente pujan por convertirse en arietes de la tradición y acervo cultural de los que pretendemos defender nuestra particular trinchera y reducto espiritual sin, muchas veces, poder contar con la cobertura de virtudes y valores de antaño. Complejos y tibieza han servido, además, para desequilibrar la balanza de manera diabólica gracias a masivos ataques encaminados a causar estragos con adulteradas versiones de relaciones interpersonales caracterizadas por la presencia de ingredientes como el pragmatismo, la superficialidad, la discordia, el desarraigo, el pesimismo o la desesperanza.
Y ahora que la rosada Alegría ha vuelto a aparecer en domingo, tanto el sentido tradicional y religioso de la Navidad como la razón de venir al mundo en Nochebuena deberían impulsarnos a retirar la densa y espesa venda de ojos cegados por lacras que, desde nuestra confusa perspectiva, nos impiden divisar la nítida realidad a la que aspiramos y tanto deseamos.
Hoy, en nuestro tenebroso y perversamente normalizado mundo, un sumiso y estigmatizado Occidente es incapaz de ofrecer un atisbo de resistencia frente a este presente lleno de estériles postulados, síntomas de ruptura, decisiones irracionales y el descrédito hacia sentimientos como el de la pureza de un espíritu navideño de paz y amor que proporciona la luz de una vida, la del recién nacido. Hoy, entre tinieblas de exclusión, carestía, penurias, restricciones y privaciones, ¿qué más podemos pedir al rememorar aquel nacimiento?
Si en la primera Navidad, la figura de Herodes se erigió en la sublime representación del Mal con la matanza de tantos inocentes, los disfraces de aquel rey proliferan entre nosotros siglos después y, por complejo que pudiera resultar en este mundo de antagonismos, solo la alianza con la Alegría, la humildad y la gratitud por ser hijos de Dios pueden llevarnos al camino de la victoria para, al menos, disfrutar de esta Santa Navidad en igualdad de condiciones, sin el silencio de las catacumbas o esos temores que desaparecerán con la irrupción del valor de la Palabra en la antesala de la Navidad.