Teresa de Lisieux, la doctora que escribía contra su voluntad
Cuando muere esta joven carmelita en una olvidada ciudad sin importancia no había publicado escrito alguno y era desconocida más allá de su convento y de su círculo familiar
A muchos puede sorprender que un suplemento de ideas se fije en santa Teresa de Lisieux. ¿Qué pinta aquí, entre sesudos intelectuales, pensadores y analistas una monjita que nunca quiso escribir un libro y que tampoco logró escribir sin faltas de ortografía? Teresa Martin, conocida por muchos como Santa Teresita, llevó una discreta vida, primero con su familia en Alençon y en Lisieux y luego en el Carmelo de esta última ciudad normanda (Lisieux contaba en aquel entonces con poco más de 15.000 habitantes, no muchos menos de los 20.000 actuales). Niña delicada y piadosa, la menor de cinco hermanas, su vida estuvo marcada por la temprana muerte de du madre cuando Teresa contaba solo cuatro años. Ingresa en el Carmelo en 1888, con tan solo 15 años, y allí fallecerá en 1897, a los 24 años, tras enfermar de tuberculosis. Cuando muere esta joven carmelita en una olvidada ciudad sin importancia no había publicado escrito alguno y era desconocida más allá de su convento y de su círculo familiar. Y, sineembargo, cien años después de su muerte, el Papa San Juan Pablo II la proclamó Doctora de la Iglesia, uniéndose así a San Atanasio, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino o Santa Teresa de Jesús, por citar a unos pocos de sus doctos compañeros, mientras que teólogos como Hans Urs von Balthasar, Louis Bouyer o Conrad de Meester han dedicado libros enteros a la santa de Lisieux. A la misma que admitía que lo que sabía «no es por medio de libros, pues no entiendo lo que leo».
Poco después de su fallecimiento se publicaba, en 1898, Historia de un alma, la obra que recoge los tres manuscritos que escribió Santa Teresa, dos por orden de dos prioras (su hermana Paulina, en religión Madre Inés de Jesús, y la Madre María de Gonzaga) y el otro a petición de su hermana mayor María, en religión María del Sagrado Corazón. Unos textos cuya iniciativa no partió de sí misma: «no escribo para hacer una obra literaria, sino por obediencia; si la aburro, verá al menos que su hija ha dado pruebas de su buena voluntad», advertía Teresa. De los pocos ejemplares editados inicialmente, destinados principalmente a los conventos carmelitanos, se pasó en pocos años a una difusión sin precedentes que llevó al Papa San Pío X a considerarla como «la santa más grande de los tiempos modernos» (a pesar de su «pequeñez», o mejor, precisamente por ella). Una popularidad que se extendería entre quienes combatían en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: ¡entre 1914 y 1920 se imprimieron 22 millones de estas estampas de Santa Teresita!
Algo inexplicable para quienes se quedan en la superficie del estilo propio de una jovencita piadosa de provincias en la Francia de finales del siglo XIX, una forma de expresarse que, digámoslo sin ambages, califican como cursi. En realidad, Santa Teresa de Lisieux también pasó por su noche oscura, llegando a escribir que «tenía yo entonces grandes pruebas interiores de toda clase, hasta llegar a preguntarme a veces si había un cielo». Más adelante, confiesa que «de pronto, las tinieblas que me rodean se hacen más espesas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte que ya no me es posible volver a encontrar en ella la imagen tan dulce de mi patria, ¡todo ha desaparecido! Cuando quiero que mi corazón, fatigado por las tinieblas que lo cercan, descanse en el recuerdo del país luminoso al que aspira, mi tormento se redobla, me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: sueñas con la luz, con una patria aromada de los más suaves perfumes, sueñas con la posesión eterna del Creador de todas estas maravillas, crees salir un día de las tinieblas que te rodean… ¡adelante, adelante!, alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada». No parecen precisamente las experiencias de una jovencita cursi con una vida entre algodones.
Contra el prejuicio de quienes no han pasado de las primeras páginas de Historia de un alma, Teresa es todo lo contrario de una niña repipi que alardea de ser modélica, al contrario, se muestra, sin disimulo, tan débil como cualquiera de nosotros: «cuando estoy sola, me da vergüenza confesarlo, el rezo del rosario me cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia. Siento que lo recito muy mal, por mucho que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario no consigo fijar la atención. Durante mucho tiempo me afligía esta falta de devoción, que me sorprendía, porque amo tanto a la Santísima Virgen que debería ser muy fácil hacer en su honor oraciones que le sean agradables. Ahora me aflijo menos, pienso que siendo la Reina de los cielos mi Madre, debe ver mi buena voluntad y contentarse con ella». Y es que si Santa Teresita ha conectado con tantas almas es precisamente porque nos podemos ver reflejados en su pequeñez y debilidad. Como ocurre cuando admite que «verdaderamente estoy lejos de ser una santa… Debería desconsolarme el dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones y mis acciones de gracias; pues bien, no me desconsuelo… pienso que los niños pequeños agradan a sus padres tanto cuando duermen como cuando están despiertos… Pienso, en fin, que el Señor conoce nuestra fragilidad, que se acuerda de que no somos más que polvo».
Esta familiaridad con Dios, tan sencilla y tan profunda, nace de algo ocultado a los sabios pero revelado a los pequeños: el descubrimiento del amor infinito y misericordioso de Dios. Una certeza que Teresa expresa con palabras osadas: «Lo que le agrada a Dios en mi pobre alma es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia». De ahí que pueda decir que «la actitud más adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz de Jesucristo». Y contemplando a María Magdalena, de quien era muy devota, en el Evangelio, insiste en aquel descubrimiento que marca toda su vida: «Cuando veo a Magdalena adelantándose, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús, y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no solo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación».
Lo cierto es que esta Doctora de la Iglesia que teme aburrir a sus lectores, que se duerme rezando… y a la que todo esto no le quita el sueño (siete años de cabezadas, casi toda su vida como religiosa), tiene momentos de genial inspiración en los que nos hace comprender, con sencillez que desarma, lo más fundamental de la vida de un cristiano. Por ejemplo, en el célebre pasaje en el que confiesa que ser carmelita no le colmaba y que querría ser otras muchas cosas (bastante alejadas, por cierto, de los deseos que tendría una pusilánime niña mimada):
«Ser tu esposa, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de las almas, debiera bastarme… pero no es así… sin duda, estos tres privilegios son manifiestamente mi vocación: carmelita, esposa y madre; sin embargo, siento en mí otras vocaciones; siento en mí la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir, en fin, siento la necesidad, el deseo de cumplir por ti, Jesús, todas las obras más heroicas… siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio, quisiera morir en un campo de batalla por la defensa de la Iglesia».
Estos deseos, explica, la hacían sufrir un verdadero martirio hasta que “durante la oración, al abrir las epístolas de San Pablo, a fin de buscar alguna respuesta, los capítulos XII y XIII de la primera epístola a los Corintios se me ofrecieron ante los ojos. Leí allí, en el primero, que todos no pueden ser apóstoles, profetas, doctores, etc., que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros y que el ojo no podría ser, al mismo tiempo, la mano.
La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos, no me daba la paz… sin desanimarme, proseguí mi lectura, y esta frase me consoló: buscas con ardor los dones más perfectos, pero voy a mostraros aún un camino más excelente. Y el apóstol explica cómo todos los más perfectos dones nada son sin el amor, que la caridad es el camino excelencia, que conduce con seguridad a Dios.
¡Por fin había encontrado el descanso! Al considerar el cuerpo místico de la Iglesia no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por San Pablo, o mejor dicho, quería reconocerme en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no le faltaba el más necesario, el más noble de todos; comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiendo de amor.
Comprendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia, y si ese amor llegara a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires rehusarían derramar su sangre… comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que abarcaba todos los tiempos y todos los lugares… en una palabra, ¡que es eterno! Entonces, llena de una alegría desbordante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío! Por fin, he hallado mi vocación, ¡mi vocación es el amor! Sí, he hallado mi puesto en la Iglesia y ese puesto, ¡Oh, Dios mío!, eres Tú quien me lo ha dado. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor, así lo seré de todo, ¡así se realizará mi sueño!”.
Y en consecuencia, proclama, haciendo gala una vez más de su osadía, que «sin el amor, todas las obras no son más que nada, aún las más clamorosas, como resucitar a los muertos y convertir a los pueblos».
Otra de las geniales imágenes que le debemos a Santa Teresita es deudora de sus deseos de ser santa… y de los avances técnicos de su época:
«Yo siempre he deseado ser santa; pero ¡ay!, he constatado siempre, cuando me he comparado con los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña, cuya cima se pierde en los cielos, y el oscuro grano de arena pisoteado bajo los pies de los caminantes; pero, en vez de desanimarme, me he dicho: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; puedo, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; agrandarme es imposible, debo soportarme tal como soy, con todas mis imperfecciones; pero quiero buscar el medio para ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto, un caminito completamente nuevo. Estamos en un siglo de inventos, ahora no hay que tomarse ya la molestia de subir los peldaños de una escalera, en las casas de los ricos un ascensor la reemplaza con creces.
Yo quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús, ya que soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección… el ascensor que debe elevarme hasta el cielo, son vuestros brazos, ¡Oh, Jesús! Por eso no tengo necesidad de agrandarme, al contrario, me conviene permanecer pequeña, empequeñecerme cada vez más».
Quizás aquí resida la clave de la persistente popularidad de esta humilde Doctora de la Iglesia: ni era, ni escribía, para quienes se creen grandes. Al contrario, su camino, un camino al alcance de todos, «es el abandono del niño pequeño, que se duerme sin miedo en los brazos de su Padre».