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Caín y Abel. Frans Floris

‘Abel Sánchez’: El pecado capital de la envidia, diseccionado por Miguel de Unamuno

Libro en el que no faltan los habituales dilemas existenciales a los que nos tiene acostumbrado el filósofo vasco

El escritor e historiador Fernando Díaz-Plaja publicó en 1966 un ensayo que gozó de gran aceptación en nuestro país: El español y los siete pecados capitales. Un libro en el que no podía faltar el pecado de la envidia, que tendemos a apreciar como indisoluble del carácter del ciudadano español.

edición de Isabel Criado
Austral (2011). 192 páginas.

Abel Sánchez

Miguel de Unamuno

Y si hay un autor español que ha profundizado con gran maestría en la envidia desde la ficción, ese es Miguel de Unamuno, que le dedicó al tema una novela, Abel Sánchez, menos conocida y citada que otras suyas (Niebla, La tía Tula, San Manuel Bueno Mártir), pero que bien merece la etiqueta de «lectura obligada».

Publicada en 1917, Abel Sánchez es una recreación del tema bíblico de Caín y Abel, uno de los relatos más significativos del Antiguo Testamento, incluido en el Génesis. Para semejante tarea, Unamuno creó una ficción que pone el foco, de manera omnipresente, en dos amigos, Joaquín Monegro y Abel Sánchez, cuyos caminos van poco a poco separándose y a la vez, paradójicamente, uniéndose, pues Joaquín siente una enfermiza envidia por Abel que acaba siendo el motor tóxico de su vida, y no quiere perder de vista a quien fuera su amigo de la infancia. A ojos de Joaquín, Abel tiene todo cuanto uno puede desear en la vida: es un pintor de talento, rebosa carisma y es el destinatario –para más inri, sin haberse esforzado en ello– del amor de Helena, la mujer de la que Joaquín está terriblemente enamorado, aunque ella lo rechazó en su día para irse con Abel.

Mientras Abel se casa con Helena y forma en apariencia un matrimonio estable y feliz –la palabra, nunca mejor dicho, es «envidiable»–, Joaquín hace lo propio con Antonia, una mujer buena, paciente y comprensiva que, pese a todo, no consigue sanar al atormentado Joaquín, entre otros motivos porque él no está enamorado de ella.

Pasan los años y, aunque la envidia que corroe a Joaquín deriva en odio, ambos amigos/enemigos siguen entrelazando sus destinos, unas veces de manera casual y otras porque el propio Joaquín se esfuerza en ello.

El autor bilbaíno hace gala en estas páginas de su gran capacidad analítica a la hora de tratar las profundidades más oscuras del ser humano, y no solo lo hace desde su posición de narrador, sino que también les transmite esas dotes de observación a sus personajes. El propio Joaquín es capaz de analizar a la perfección ese mal que lo aprisiona (la envidia y, por ende, el odio). Una autopercepción realista que, no obstante, no lo ayuda en absoluto a librarse de su resentimiento.

En Abel Sánchez no faltan los habituales dilemas existenciales a los que nos tiene acostumbrado Unamuno, un hombre que era en sí mismo un mar de contradicciones. Y precisamente porque el autor conoce bien el paño, en Abel Sánchez nos ofrece la estampa febril de una persona presa de sus fantasmas, alguien desolado que quisiera ser de otra manera… El problema de Joaquín es que desearía ser como Abel Sánchez; o, mejor dicho, desearía ser Abel Sánchez. Y esa imposibilidad ontológica hace de él un hombre amargado a quien ni siquiera el reconocimiento social a su trabajo como médico le endulza los días.

Abel Sánchez es un claro ejemplo del mejor Unamuno, un escritor que supo retratar como nadie la angustia existencial de quienes nos preguntamos por el sentido de la vida, y en esta novela lo hace con discursos sobre la moralidad, la justicia y la capacidad (o no) de la religión para curar el espíritu. Y deja para el final de la novela el tema del perdón y la redención, que no son, desde luego, asuntos menores.

Decía arriba que Abel Sánchez no es tan leída como sus otras grandes novelas, o así me lo parece. Tal vez juega en contra de su popularidad el uso del monólogo interior –indigesto para ciertos lectores– y que la novela se centre de manera obsesiva en los dos personajes. (Los otros, incluida la hermosa Helena, fruto prohibido para Joaquín, acaban resultando circunstanciales). Podríamos decir que Abel Sánchez es una narración de carril estrecho, con una estructura más de cuento que de novela, y con un objetivo temático muy obvio del que Unamuno no se aparta en ningún momento, lo cual, por otra parte, le permite centrar el tiro y evitar la dispersión.

Abel Sánchez no es tan innovadora como la metaliteraria Niebla ni tiene un personaje tan universal como el sacerdote de San Manuel Bueno, mártir. Aun así, es una gran novela, con una admirable carga introspectiva, filosófica e intensa, y se lee como un tratado psicológico sobre la condición humana.

La recomiendo vivamente a aquellos lectores que aún no la hayan leído. Creo que no se arrepentirán y, además, podrán indagar, de la mano de todo un maestro, en ese pecado capital, la envidia, del que los españoles, al parecer, no podemos o no queremos desprendernos.