El barbero del rey de Suecia
El corazón bien levantado
El verdadero amor humano debe reconocer que hay cosas por encima de él
El volumen Las últimas cartas del requeté (Almuzara, 2024) recoge las que se cruzaron Josefina Muru y Mateo Arbeloa, joven matrimonio con un hijo recién nacido, cuando el marido se presenta como voluntario carlista al inicio de la guerra civil. Es un libro que no interesará a todo el mundo, salvo a los enamorados de la épica, a los interesados en el amor humano en general y en el matrimonio católico en particular, a quienes sean sensibles al alto valor del sacrificio, a los aficionados a la historia de España, a quienes quieran entender el pensamiento tradicionalista, a las personas religiosas y, en concreto, a quienes busquen la santidad en la vida ordinaria, a los que amen el lenguaje y hasta la literatura. Los demás, pueden prescindir perfectamente de este libro.
Le habría encantado a C. S. Lewis, eso sí. Porque recoge una idea muy suya en la práctica y sin ambages. El verdadero amor humano debe reconocer que hay cosas por encima de él. Según Lewis, la dama ha de saber que su amante se irá a las cruzadas en cuanto se convoquen. Mateo Arbeloa lo sabía: «Y si necesita mi vida para restaurar la Grande España, hasta el Cielo amor mío». Y Josefina Muru, también lo sabía. Mateo morirá en una acción heroica con el permiso sin usar en su bolsillo.
Pero no solo la muerte santifica al héroe, sino su vida. Las cartas muestran una pasión mística, vivida en el matrimonio. En la distancia, rezan juntos. He contado a veces con admiración cómo Antonio María de Oriol, secuestrado por el Grapo, «recibía» la comunión a la hora fija en que sabía que su mujer iba siempre a misa: al fin y al cabo, eran una misma carne. Los sencillos Josefina y Mateo hacen lo mismo con el rosario. Le dice ella: «Cuando te acuerdes, a eso de las siete de la tarde, voy todos los días a rezar el Rosario a la Iglesia, así que a esa hora trasládate con el pensamiento y únete a mi oración». La profundísima religiosidad no se contradice con una deliciosa carnalidad. Los comentarios íntimos e incluso picantes se entrecruzan con oraciones fervientes, sin la más mínima contradicción, como es (sobre)natural.
Las cartas también son una crónica de la guerra. Se pasa del optimismo inicial al cansancio y hasta la protesta por las disciplinas del frente. El entusiasmo no decae.
En el prólogo se destaca el amor de Mateo a sus pequeñas propiedades, viñas y trigales, de los que nace su amor a España en cascada ascendente. Desde el frente echa de menos trabajar sin descanso la tierra y lleva emocionante memoria de las labores que debería estar haciendo. Hay también un ejemplar placer en la escritura, con un convencimiento casi quevedesco de que escribir y leer es conversar con los ojos y escuchar a los distantes: «Aunque tú no me obligases a escribirte a menudo, no creas que iba a dejar de hacerlo, porque así es como yo estoy contentísimo, escribiéndote». La gracia de las expresiones, el sabio uso de los diminutivos y las exclamaciones, traen a la memoria versos de san Juan de la Cruz y de la más delicada poesía popular de nuestro Siglo de Oro. Qué bien habían aprendido en la escuela su idioma esos muchachos. Algunos giros no del todo ortodoxos dan sabor y expresividad, como verán ustedes.
Recordando a Mateo tras su muerte, confesaba el capellán de la unidad: «Era el mejor del Tercio de Navarra», que ya es decir. Como escritor epistolar, tampoco era manco. Las respuestas de su mujer eran su otra mano. En mi selección, las citas de Mateo aparecen marcadas con una M inicial, las de Josefina con una J:
M. Tú sabes mi entusiasmo por las cosas Reales, Carlistas, Religiosas… todo, en una palabra.
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M. Todos se quieren ir a luchar y para todos no hay, porque no se ve un izquierda ni en fotografía […] y todos los oficiales están locos de alegría de tanto voluntario lleno de sangre española.
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M. ¿Qué tal la trilla? ¿Os unís bien entre viejos y mujeres?
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M. Lástima alubias; qué plato caería ahora para merendar.
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M. …tú no digas a nadie, sino que estamos muy bien, ahora que a vosotras no os choque que cualquiera caiga herido.
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J. Y si ya tú desde que empiezas la carta no puedes contener el corazón dentro del pecho creo que el mío está ya en camino de Oyarzun. Va a llegar antes que la carta, y me voy a quedar sin corazón de tanto quererte y vivir continuamente pensando en ti.
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J. A mí también me causan muchísima pena toda esa infinidad de almas, de hermanos vuestros al fin (me refiero a los izquierdas), que a todos los momentos se presentan ante el Juez Supremo. […] Por fin los derechas, por mucho que tengan que padecer antes de morir, tienen después toda una eternidad de felicidad, pero ellos… qué diferencia.
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M. Qué cosa es el amor de unos esposos jóvenes como nosotros, verdad, majica. Eso es algo sublime, algo que Dios sólo puede separarnos (y aún y todo, no sé si podría).
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M. Con lo que me gusta a mí el acarrear [en la vendimia], y este año nada.
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M. Ojalá [su hijo Manolín, de un año] tendría 15 años, ya estaba aquí de corneta o asistente, como hay algunos.
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M. Todos los días me acuerdo hacia las siete lo que me encargaste, y si tengo tiempo voy un rato a la Iglesia a la noche, mientras los mozos se van al bar, aunque algún día ya les acompaño a echar una copa. Todo no ha de ser tampoco estar pensativo y triste.
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J. Dices que ni Dios puede [separarnos], claro que no, pues no puede querer que dejemos de querernos. ¿Cómo, si Él fue quién unió y fundió nuestras vidas en una, y nos dio como precioso regalo a nuestro Manolín? Y, además, como nuestro cariño no es terreno, ¿verdad Mateo?, es algo que traspasa los umbrales de este mísero destierro, y tiende a durar por toda la eternidad. Esto es lo que me consuela, esposo mío, que, si Dios nos pide el sacrificio de separarnos aquí, nos espere allí.
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M. Todos parecemos romanos con los cascos de acero.
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J. Confórmate con lo que Dios dispone mandado por medio de vuestros superiores, te agrade o no. Si no te agrada, ofrece por la Patria y para acrecentar méritos, que si os mandan mal ellos tendrán que responder, pero vosotros siempre tendréis el mérito de la obediencia […] ¡No envidies a nadie! Da gracias a Dios porque te ha librado de muchos peligros, y vive todo lo alegre que puedas con el corazón bien levantado.
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M. Pero por eso ya quisieras que iría ¿verdad cariño? Aunque te apegase el sudor en tu carica guapa. […] Lástima no poder contarte a dos centímetros de tu boca los episodios del viaje.
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J. Cada día me son tus cartas más consoladoras por el cariño con que te expresas, que no parecen escritas por un hombre, sino por el más delicado corazón femenino. […] Qué diferencia de las cartas que me escribías cuando novios. Bueno, que entonces como quien dice no sabíamos aún querernos, porque hay que ver qué prodigios hace el amor.
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M. No es lo mismo gritar en el pueblo y en Pamplona. Esto es hacer sacrificio y cuán a gusto ofrezco todo al Señor y más que venga.
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J. Y qué orgullosa me siento al ser la dueña verdadera de un corazón tan noble y majo [como] el tuyo.
[…] Ahora que ha llegado el momento de poner en práctica los entusiasmos de aquí, veo que no decaes en el peligro. […] Bien, mi Mateíco, muy bien. Sí, me tienes contentísima. Cómo te querrá también Nuestro Señor, y qué satisfecha estará la Santísima Virgen con un requeté tan rebueno como tú.
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M. Estoy pasando un rato delicioso al escribirte, y así estaría, diciéndote cosicas, ya que no puedo hacerlo de palabra ni de obra. […] Si te cogiese ahora un ratico entre mis brazos, ya te diría cuánto sin palabras ¿sabes?
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J. Le digo a mi Ángel Custodio y al de Manolín que vayan de un vuelico al monte, y te digan muchas cosicas dulces de las que sabes tú te las decía cerquita de tu boca. Seguramente que irán a llevarte mis cariños; puedes hacer lo mismo con tu Ángel ¿oyes?
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J. Porque el que está ahí de mala gana y no tiene el corazón bien elevado, ya tiene buen trabajo.
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J. No quiero continuar elogiándote, no sea que te infles algo más de lo que estás y tengas que estarte después cosiendo la vestimenta.
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M. A no, no, que ahora me acuerdo que es Ella [la Virgen] antes que tú, y la Patria también antes. Ya ves, antes te quería más que a nadie, y ahora resulta que estás en tercer lugar. Casi creo que no, pero así es. ¿Estás conforme? ¿Pensarás que por eso no te quiero?
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M. Qué ganas tengo de darte unas mordidicas y estirarte un poco de la nariz.
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M. Así te pido que lo hagas si Dios necesita mi sangre y me corta el hilo de mi vida. Llora, sí, como esposa y madre tierna, pero sé valiente. Sé heroína.
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M. Por Cristo y por España estoy dispuesto a derramar mi sangre, y acato más fácilmente esta ley, pero, primero, mi más enérgica protesta. [Cansado del trato a la tropa.]
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M. Aunque no dejarás de comprender que, para dormir, se está mejor solo, como así gozarás tú estos días. […] Mi dulcísima costilla, no hago más que despertarme de noche y hablarte, ¿no me oyes? ¡Qué me has de oír, si duermes como un zorro! Tú duermes bien, y los demás que se fastidien.
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M. A mí me da vergüenza casi el librarme de ellos [por ser sargento], y por eso hago algunos servicios que me podía librar, pero no está bien que siendo igual que ellos, voluntario, coja los mejores sitios y me libre de todo servicio.
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M. Cuando aquí cantan estos mozos, «que no hay nada como el ser mozo…». Yo me callo y digo entre mí: ¿Qué sabéis vosotros lo que es mejor, sabiendo amar fielmente como nosotros, verdad, mi esposica?
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M. ¡Ay chatina mía!, más vale a ratos que no esté contigo con estos pies, pero sí con mi corazón y mis brazos.
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M. …tu alegre lengüíta…
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M. Ya sabes de sobra lo que yo te quiero y te amo, y te comería a besos ahora mismo, pero este es el gran deber de todo cristiano y español, y así estoy cumpliéndolo con mucha honra.