El hombre que salvó a Europa II
No puede sorprender, viene a decir Roberts, que haya surgido toda una Leyenda Negra anti-churchilliana, fabricada por quienes no se lo perdonan
Explicábamos la semana pasada cómo Churchill fue el hombre que salvó a la democracia en la hora crucial de 1940-41. No puede sorprender, viene a decir Roberts, que haya surgido toda una Leyenda Negra anti-churchilliana, fabricada por quienes no se lo perdonan. Veamos algunos puntos.
- ¿Era hipócrita el discurso democrático de Churchill, dado que terminó aliándose con Stalin? No. Churchill acudió en auxilio de la URSS atacada por Hitler porque consideraba a la Alemania nazi la amenaza más inmediata y formidable («si Hitler invadiera el infierno, yo daría un discurso a favor del diablo en la Cámara de los Comunes»). Calculó correctamente que, si la URSS resistía el envite, el nazismo podía desangrarse en las estepas rusas (así fue: el 80 % de las bajas alemanas se produjeron en el frente oriental). Churchill no era sospechoso de simpatías comunistas: había sido el campeón británico del antibolchevismo desde la Revolución rusa. Como Secretario de Guerra y del Aire, presionó en 1919 para que 30.000 soldados franco-británicos permanecieran en Rusia apoyando a los Blancos en la guerra civil (también intentó que se adoptaran medidas para evitar las sevicias antisemitas de los Blancos). «Reconocer a los bolcheviques sería como legalizar la sodomía». «En Rusia te llaman reaccionario si pones pegas a que roben tu propiedad y asesinen a tu mujer e hijos». Comprendió enseguida que el comunismo sería un peligro mundial y detestó siempre a los «filthy butchers of Moscow».
— ¿Regaló Churchill Europa oriental a la URSS? No. Churchill convenció a los norteamericanos —desde su visita a EE. UU. en la Navidad 1941-42— de que los Aliados occidentales debían proceder gradualmente: atacar primero el norte de Africa (Operación Antorcha, noviembre de 1942), dirigirse a continuación contra el «vientre blando» de la fortaleza Europa (desembarco en Sicilia, julio de 1943) y solo después, cuando Alemania estuviera suficientemente debilitada, lanzar la Operación Overlord (Normandía, junio de 1944). Usó, además, léxico taurino para ilustrarlo: el desembarco norteafricano serían las banderillas; el italiano, la lanzada del picador para ir mermando al toro alemán; el francés, la estocada. Un desembarco atlántico en 1942 habría resultado prematuro, como demostró el tanteo de los canadienses en Dieppe. Pero eso implicó que los aliados occidentales llevaran retraso respecto a los soviéticos en la carrera hacia el corazón de Europa, pues la URSS irrumpe inconteniblemente en la llanura germano-polaca después de la operación Bagration (1944). La presencia de 6 millones de soldados soviéticos en Polonia, Hungría, Rumanía, etc. era ya un hecho consumado a principios de 1945. Las zonas de ocupación acordadas en Yalta se limitaron a reflejar esa situación sobre el terreno. No se ve muy bien cómo se hubiera podido evitar.
Es cierto que Churchill había firmado con Stalin en octubre de 1944 el célebre «pacto de los porcentajes», donde se acordaban ratios de influencia según países: en Rumanía, 90 % de influencia soviética y 10 % occidental; en Bulgaria, 75/25; en Hungría y Yugoslavia, 50/50; en Grecia, 90 % de influencia occidental y 10 % soviética. La acordada primacía soviética en varios países no era sino un reconocimiento del hecho consumado de su ocupación. Polonia, el casus belli inicial, quedó reveladoramente excluida del acuerdo. Pero la preferencia occidental asignada a Grecia permitió a los británicos, con la anuencia de Stalin, reprimir el levantamiento comunista desencadenado el 3 de diciembre de 1944. En la Nochebuena de 1944 Churchill y Eden volaron a Atenas y supervisaron los combates en primera línea. El regente Damaskinos fue consolidado y preparó el retorno del rey Jorge II, sucedido en 1947 por su hermano Pablo (el padre de la reina Sofía de España). El acuerdo Churchill-Stalin salvó a Grecia de ser un satélite de la URSS. La intervención occidental en la guerra civil griega fue exclusivamente británica, pues EE. UU., por prejuicio republicano, se resistía a restablecer una monarquía.
En la muy denostada Conferencia de Yalta (febrero de 1945), los Aliados occidentales arrancaron de Stalin una Declaración sobre la Europa Liberada en la que los Tres Grandes se comprometían a permitir elecciones libres en las zonas respectivamente ocupadas. Churchill a esas alturas ya temía que Stalin no iba a respetar su compromiso, pero un Roosevelt debilitado por la enfermedad terminal (moriría mes y medio después) creyó al déspota georgiano, al tiempo que se ensanchaban sus discrepancias respecto al Premier británico, al que ahora veía como imperialista y rancio («Churchill se hace cada vez más mid-Victorian»). (Una de ellas concernía a Franco, a quien Roosevelt quería derribar y Churchill mantener en el poder por su anticomunismo y semineutralidad en la guerra). En el verano de 1944, Churchill, a sugerencia del general Alexander, había propuesto que se cancelara el desembarco de Provenza y que se usasen esas fuerzas para romper el frente italiano y penetrar hasta Viena, poniendo así pie en Europa central, que entonces se habría podido disputar a los soviéticos. Roosevelt y Marshall desecharon la idea: se fiaban de Stalin, a quien se había prometido un segundo desembarco en Francia. Y para 1944-45 los americanos ya aportaban la mayor parte del músculo militar occidental.
Más discutible es la posición de Churchill sobre las fronteras de Polonia (línea Curzon), el país por el que se había iniciado la guerra. Parece haber pensado sinceramente que el canje de territorios favorecía a Polonia, ahora incrementada con Silesia, Pomerania y media Prusia Oriental (al tiempo que cedía su mitad oriental a la URSS). No era verdad. Lo cierto es que se avaló una limpieza étnica sin precedentes, con millones de alemanes obligados a trasladarse a la futura República Federal.
Churchill fue siempre anticomunista. Antepuso durante cuatro años la necesidad de vencer a Hitler como fuera, pero desde el mismo 1945 pasó a una actitud agresiva frente al nuevo bloque soviético. El 22 de mayo de 1945, el Joint Planning Staff del gabinete de guerra le entregó un informe según el cual, si las tropas americanas dejaban Europa para pasar a la inconclusa guerra del Pacífico, la URSS podría llegar hasta el Atlántico sin problemas. Churchill ordenó entonces que se estudiase la «Operación Impensable»: un posible ataque sorpresa de las tropas británicas, norteamericanas y ¡alemanas! (lo que quedaba de ellas) contra los soviéticos para liberar Europa oriental. El informe fue entregado el 8 de junio, concluyendo que las posibilidades de éxito eran remotas, dado que la proporción de fuerzas era de tres a uno a favor de la URSS. El arma atómica no estaba disponible aún (lo estaría mes y medio más tarde). La operación —que hubiese supuesto engarzar la Segunda Guerra Mundial con una Tercera— fue desechada, y un mes más tarde Churchill perdió las elecciones frente a los laboristas.
De nuevo en la oposición, Churchill no cesó de exigir una política de firmeza frente al expansionismo soviético, lo cual le valió las mismas acusaciones de belicismo que ya había recibido en los años 30, cuando pedía frenar los pies al nazismo. En marzo de 1946 pronunció su discurso en Fulton (Missouri), en el que patentó la expresión «Telón de Acero»: «Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido sobre el continente. […] Los partidos comunistas, que eran muy pequeños en todos esos países de Europa oriental, han sido empujados [por los soviéticos] hasta una preeminencia y poder muy superior al justificado por sus votos, e intentan en todas partes obtener un control totalitario». «[El comunismo] busca la constante expansión de su poder y doctrina». «[Los rusos] no hay nada que admiren tanto como la fuerza, y nada que desprecien tanto como la debilidad, especialmente la militar». Este discurso escandalizó a muchos, Eleanor Roosevelt entre ellos («es un warmonger reaccionario»). Sin embargo, a partir de 1947 la política norteamericana iba a girar exactamente en la dirección de contención anticomunista recomendada por Churchill: doctrina Truman (permanencia de las tropas en Europa), Plan Marshall, creación de la OTAN, puente aéreo para el Berlín bloqueado por los soviéticos, creación de la República Federal Alemana…
Churchill tuvo también influencia en el proyecto de construcción europea. Pronunció un discurso memorable en el mitin europeísta del Royal Albert Hall (mayo de 1947), aclarando que el Reino Unido no se incorporaría a las comunidades europeas, sino que se reservaría un papel de bisagra entre Europa y EE. UU. Tanto desde la oposición en 1945-51 como en su segundo periodo de Primer Ministro (1951-55), Churchill auspició la reconstrucción de Alemania (descartando el Plan Morgenthau de desmantelamiento de la capacidad industrial alemana) y la amistad germano-francesa. Ya en los años 20 había defendido la suavización de las sanciones contra Alemania y la reincorporación de este país a la comunidad internacional (Tratado de Locarno, 1925). La magnanimidad hacia los vencidos y la capacidad de admiración hacia el rival (elogió el talento militar de Rommel, por ejemplo) fue una constante en él, ya se tratase de los derviches de Sudán, los Boers de 1901 o los alemanes de los años 20 y 40-50.
— ¿Se ensañó Churchill desproporcionadamente —en 1944-45— con una Alemania ya flaqueante? Personalmente creo que sí (política de «bombardeos de alfombra»). Sin embargo, Roberts enumera una serie de atenuantes que deben ser tomados en consideración. Fue Alemania la primera en destruir ciudades desde el mismo comienzo de la guerra (Varsovia, Rotterdam, Belgrado…). La propia Gran Bretaña sufrió bombardeos durísimos, como el de Coventry o los ataques contra Londres (la capital fue bombardeada todas las noches entre el 7 de septiembre y el 4 de noviembre de 1940). Todavía en 1944-45, las bombas volantes V1 y V2 iban a ocasionar diez mil muertos (la última caería a finales de marzo de 1945). Cuando Churchill visitaba los barrios destruidos, la gente exigía «¡devolvedles el golpe!». A fe que lo hizo. Se calcula que en los bombardeos aéreos murieron unos 58.000 británicos y unos 500.000 alemanes.
Es conocido que Churchill tuvo dudas morales sobre los ataques a ciudades. En junio de 1943, tras ver una película sobre el bombardeo de Wuppertal, comentó: «¿Somos bestias? ¿Estamos llevando esto demasiado lejos?». Comisionó al juez John Singleton para que preparase un informe deontológico; Singleton recomendó sustituir el bombardeo de alfombra por uno más quirúrgico. Es verdad que la tecnología aérea de la época no permitía la precisión de la actual. Lo cierto es que el bombardeo de alfombra continuó hasta el final de la guerra. Cuando Dresde fue destruido en febrero de 1945 (28.000 muertos), hubo protestas de la Iglesia de Inglaterra, la Cámara de los Lores y parte de la prensa. Churchill exigió en marzo una revisión de la política de bombardeo, lo cual suscitó un choque con el Bombing Command. Este aspecto es importante: Churchill no obró como un dictador en la conducción de la guerra (a diferencia de Hitler, quien, para desgracia del ejército alemán, cada vez hizo menos caso de sus generales); todas las decisiones bélicas eran consensuadas con los mandos militares. El economista Keynes comentó tras un encuentro con Churchill: «Está en la cumbre de su gloria, pero nunca he visto a nadie con menos ínfulas o hybris dictatorial».
— ¿Perpetró Churchill un genocidio contra los indios de Bengala en 1943? No. Churchill estaba convencido de la labor civilizadora del imperio británico, que para él —no ateo, pero sí una especie de deísta gibboniano— venía a ser como una religión sustitutiva. Precisamente rompió con el establishment conservador en 1931 a cuenta de la concesión del home rule (autonomía) a la India: pensaba que la administración inglesa era imprescindible para que el subcontinente no se disgregase en un caos de matanzas interreligiosas e interétnicas (lo cual, en efecto, ocurriría durante la separación India-Pakistán en 1947-48). Citaba el notable aumento de población del Raj como prueba de los beneficios de la administración británica. La hambruna de 1943 —millón y medio de muertos— no fue un genocidio, sino el resultado de una concatenación de circunstancias, la mayoría de las cuales escapaban al control del Gobierno de Londres: el ciclón de octubre de 1942 que destruyó gran parte de la cosecha de arroz; la conquista japonesa de Birmania, que impidió el envío de provisiones de grano desde ese país (como se había hecho en hambrunas anteriores); la presión de Japón sobre la misma India, alguna de cuyas provincias limítrofes llegó a ocupar (Nagaland, Manipur); las disputas entre las autoridades provinciales indias, ahora autónomas. Londres puede ser culpado en todo caso de no haber reaccionado con suficiente agilidad y de dar prioridad a la conducción de una guerra mundial que en 1943 estaba lejos de haber sido ganada. Pero sí hubo envíos de grano, desde Australia y desde Irak. Para finales de 1944 habían sido mandadas a Bengala un millón de toneladas. Sí, llegaron tarde para muchos. En 1943 la guerra hacía pasar hambre a muchísimos europeos, británicos incluidos.
El libro de Roberts no es una hagiografía que esconda las zonas oscuras del biografiado. El expediente de Churchill tiene sus manchas: por ejemplo, la entrega a Stalin de unos 40.000 rusos que habían luchado con Hitler y a Tito de unos 30.000 yugoslavos monárquicos, la mayoría de los cuales serían ejecutados; o la ocultación de la verdad sobre las matanzas de Katyn, por temor a que deslegitimase a la URSS, entonces aliada; o los excesos en la represión de la insurgencia (armada, todo hay que decirlo) irlandesa en 1920-21 (quema de Cork por los Black and Tans, etc.). Tampoco oculta los fallos de su carácter: Churchill era ególatra (la primera frase que dirigió a la que sería su mujer fue «¿ha leído usted mi libro?»; por cierto, fue marido fiel, buen padre y defensor de la juiciosa tesis demográfica de que «todo el mundo debería tener cuatro hijos»), sediento de foco, hiperambicioso, hiperactivo, y tenía una desmesurada confianza en sí mismo. Se le puede imputar incluso cierto complejo mesiánico (escribe en sus memorias acerca del día en que fue designado Primer Ministro, con ya 64 años: «Sentí como si caminase acompañado por el destino, y que toda mi vida anterior no había sido sino una preparación para este momento»). Estos defectos, sin embargo, se iban a convertir providencialmente en virtudes en 1940-41, cuando se requería la energía y autoconfianza de un iluminado para enfrentarse al formidable desafío nazi. En cuanto a su egocentrismo, muchos testigos coinciden en que no era del género pomposo, y que era compatible con la autoironía (Atkins: «sabía reírse de sus propios sueños de gloria»). Su afán de notoriedad ha sido explicado como una conmovedora obsesión por impresionar póstumamente a su padre, Lord Randolph Churchill (muerto cuando Winston tenía 20 años), que no se ocupó apenas de él y le consideraba un estudiante mediocre. Churchill, en cambio, tenía a su padre (infundadamente) por un héroe y escribió una biografía panegírica. «Rendía culto en el altar de su padre indiferente».
No es cierto que fuese maníaco-depresivo: el famoso «black dog» solo es citado una vez en su amplísima correspondencia (en una carta a su esposa en 1911). Sí era muy emotivo y dado a las lágrimas; se le ve llorar en innumerables fotos (por ejemplo, desfilando con De Gaulle por las calles del París liberado en noviembre de 1944), lo cual no deja de resultar llamativo en un aristócrata tardovictoriano educado en el «stiff upper lip». Tampoco es cierto que fuese un borracho: bebía mucho —como era frecuente en la época— pero tenía una extraordinaria resistencia a los efectos del alcohol. Sus famosos whiskys iban fuertemente aguados con soda. Fumó como un carretero, pero su físico lo aguantaba todo. Todavía en 1959, en sus últimas elecciones, hizo un extraordinario discurso a los 85 años («Nuestros adversarios socialistas [laboristas] tienen cierta confusión. Algunos ven a la empresa privada como un tigre que debe ser abatido; otros, como una vaca que debe ser ordeñada»). Ganó el escaño una vez más. Entró como diputado en el Parlamento británico en 1901 y asistió a él por última vez en julio de 1964.
Casi nada hemos dicho aquí sobre la primera parte de la vida de Churchill, también exhaustivamente recogida en las quinientas primeras páginas de la obra de Roberts. En 2008, una encuesta delató que un 20 % de los británicos actuales creen que Churchill fue un personaje de ficción. Esto es un homenaje involuntario a las dimensiones de un personaje «bigger than life», concluye Roberts. Y es que los 90 años del descendiente de Malborough dieron para mucho: participó en la última gran carga de la caballería británica (en la batalla de Omdurman, Sudán, 1898), así como en la campaña de Malakand (Pakistán) contra los pashtunes y en la guerra de los Boers, por los que fue apresado: huyó y recorrió cientos de kilómetros antes de alcanzar la frontera de Mozambique (no sin dejar una educada carta al director del campo de concentración: «espero que volvamos a encontrarnos en circunstancias más agradables»). Algunos historiadores le consideran inventor del portaaviones (siendo Lord del Almirantazgo propició en 1912 el primer despegue de un avión desde la cubierta de un barco) y coinventor del tanque en 1916 («land battleship»). En 1924 atisbó el arma nuclear («se fabricará una bomba que, con tamaño no superior a una naranja, pueda destruir una ciudad»); se mantenía al tanto de la vanguardia científica —sobre todo, de la tecnología militar— a través de amigos como Lindemann. Cambió de partido dos veces —del Conservador al Liberal y viceversa— y estaba orgulloso de ello, pues se consideraba fiel a unas ideas, no a una estructura partidaria. Entre esas ideas se encontraban el libre comercio (enemigo, pues, de todo proteccionismo, el cual, en su opinión, incrementaría los precios, penalizando a los más pobres), la «reforma social» Tory Democrat (impulsó junto a Lloyd George las primeras leyes sobre salario mínimo y pensiones de jubilación en 1908-11), la simpatía por el pueblo judío y, sobre todo, la conservación del imperio británico como apóstol de civilización. Consiguió tener la flota británica lista para la Primera Guerra Mundial, sin dejar de hacer propuestas de desarme a Alemania en 1912 y 1913, que fueron desdeñadas. Insistió en la fallida operación de los Dardanelos (1915), que tenía máximo sentido estratégico (hubiera podido sacar a Turquía de la guerra), pero en la que no se comprometieron suficientes recursos. Expió su fracaso en los Dardanelos pidiendo ser enviado a las trincheras de Bélgica —en un punto en el que la supervivencia media de los oficiales era de seis meses— aunque estaba exento de ello por edad. En sus siete meses de uniforme se jugó el tipo en más de treinta patrullas en tierra de nadie.
Y fue el hombre que evitó que Hitler dominase el mundo.