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Cubierta de La muerte de Ivan IlichAlba

‘La muerte de Iván Ilich’: un libro para aprender a vivir

Tolstói nos sumerge en un viaje de autodescubrimiento donde el horror de la rutina y el engaño de la existencia ceden ante la revelación final

Hay pocos autores tan radicales, tan absolutamente radicales y desconcertantes, como Tolstói. El hecho de haber escrito una obra como Guerra y Paz resulta suficiente para atestiguar su agudeza literaria y su grandeza. Pero ni siquiera esa novela caudalosa, henchida de nombres propios, merma los logros de La muerte de Iván Ilich.

Traductor: Joaquín Fernández Valdés
Alba (2025). 104 págs.

La muerte de Iván Ilich

Lev Tolstói

Porque Tolstói cuenta –con brevedad y concisión, alejado de todo sentimentalismo– la agonía de un exitoso burócrata ruso, despertando nuestra compasión y conmocionándonos con su crudeza y desesperanza. La literatura es narración, pero la que es buena y enriquecedora constituye siempre un aprendizaje para la vida. Nada mejor que este libro para comprobarlo.

En efecto, el novelista ruso no se ocupa tanto de las desdichas del protagonista, ni de sus frustraciones ante una dolencia mortal que nadie es capaz de diagnosticar de modo riguroso. Su intención es reflejar –con verosimilitud– una de esas «situaciones límites» de las que hablaba Karl Jaspers. Quién sabe si el existencialista alemán llegó a acuñar la expresión tras zambullirse en las adversidades de Ilich.

Ilich es Tolstói, claro está. Pero Ilich eres también tú, lector, y yo. Es decir, un hombre cualquiera, que soporta sobre sus hombros una biografía corriente, sin brillos ni oscuridades. Vulgar, incluso. Una vida en el claroscuro, como todas. Que trabaja y cumple con la rigurosidad de un controlador aéreo sus obligaciones. Que se esfuerza y asciende o se las ve con sinsabores. Como tú. Como yo.

Y es ahí, en la vida usual, donde se halla el problema, donde asoma el horror. «La vida de Iván Ilich no podía haber sido más sencilla, más corriente ni más terrible», se apuntan en estas páginas. Y es que Ilich camina adocenado por el mundo, como un sonámbulo, sin hondura, capeando el día a día a golpe de frivolidades, narcotizada su conciencia.

Un accidente casual y un dolor obcecado en las costillas, que se le presenta con la insistencia de una obsesión, contribuyen a desvelarle el error de vivir como si no hubiera horizonte más allá de la muerte. Y él, burócrata condecorado, ciudadano modélico, se horroriza de sus descubrimientos. Primero, se asombra del paso inexorable del tiempo. Y, en segundo lugar, se da cuenta de que lo que la gente entiende por vivir no es más que una estafa. Solo un acontecimiento categórico, sísmico, una experiencia única, puede salvarnos de la indiferencia, dotando a la existencia de la gravedad precisa para desentrañar su sentido.

Es posible que quien lea los soliloquios tenebrosos de Ilich, sus dudas y su voz interior, muy socrática, quede totalmente turbado. Se trata –y aquí habla la voz de la experiencia– de una consternación que no hace más que agigantarse con sucesivas y recurrentes lecturas.

Ilich, sobra decirlo, muere. Pero lo hace reconciliado con la vida, por paradójico que pudiera parecer en alguien que, desde el inicio de la narración hasta casi su final, se rebela contra el fraude de la vida. Porque La muerte de Iván Ilich cuenta un desengaño, un viaje de autodescubrimiento, un trayecto que conduce desde la oscuridad de una biografía insustancial hasta la luz de salvífica de la misericordia.

Sabemos que el autor experimentó una transformación interior, tras sus éxitos literarios y un comprensible endiosamiento. El ruso era un genio: pasional, lleno de contradicciones, andaba, como un sabueso experimentado, a la zaga del misterio. Pero llegó el momento de la verdad y se dio cuenta de que había algo más que riquezas y goces; que la realidad ocultaba, bajo oropeles y ficciones, significados y superficies más límpidas, no adulteradas.

Al igual que san Pablo, Tolstói se cayó del caballo en el momento justo. También ellos, como Ilich, se desploma, pero para levantarse con más brío. Esa es una de las ironías del cristianismo, cuya percepción exige un alma sensible y paciente, como la que posee el pueblo ruso. De ahí la conclusión exultante –extraordinaria, como todo lo sobrenatural–de esta breve novela: antes de enfermar, Ilich era un muerto viviente; después, se percata de que su agonía es la puerta de entrada a la auténtica o verdadera vida.

Tolstói, con este hermoso e impactante cuento, escribió una oda a la compasión. Y, a tenor de la marcha del mundo, pocas cosas resultan tan imprescindibles hoy, cuando la preocupación por el prójimo o la solicitud ante los apuros de quien se encuentra al lado se perciben como una intimidación, una amenaza a su autonomía. Ilich, que supuestamente tuvo amigos, que contaba con su familia, constata, ya postrado, que la única forma de llevar una vida auténtica es entregándose a los demás, desviviéndose por ellos. Por eso, a quien más envidia es a su siervo, que vela y cuida más allá del extremo.

La muerte de Ivan Ilich podría haber sido escrito por Kierkegaard, por ejemplo, pues conmina a dar el paso radical de la fe y a vivir, en efecto, comprometidos, aunque la decisión sea contracultural. También podría haber salido de la pluma de Kafka, ya que hay situaciones inexplicables, irremediables, como un rompecabezas. O por Platón, al proponer una existencia en la que se no se persigan sombras, sino, sobre todo, aprender a morir. O a vivir, según quería mostrar Tolstói en esta obrita que no ha perdido ni su tono admonitorio ni su turbadora belleza.