
San Francisco Javier fue el primer misionero en alcanzar Japón
La 'divina impaciencia' del jesuita navarro que llegó a Japón
Una semblanza teatralizada del santo de Javier entonada por los versos de Pemán
Contemporáneo de Alberti, Lorca y Salinas, José María Pemán parece no encajar del todo en los parámetros que delimitan la generación del 27, con algunos de cuyos miembros tenía amistad. Con un estilo muy personal, supo, como ellos, recuperar la tradición con frescura original. Pero ello desde la intimidad comprometida de quien confesaba dolerse por nuestro país: «Me duele España en mí, como si fuera / carne en mi carne: siento / como el temblor de un viejo tronco al viento / o el desasirse de una enredadera». Una sensibilidad y un compromiso no siempre bien entendidos, ni aceptados. El propio Ortega y Gasset hablará con desprecio de la «España de Pemanes» al referirse a la época de este autor gaditano. Otro convecino de Cádiz, Rafael Alberti, se referirá con dureza al catolicismo jesuítico de su tiempo. En la «escala descendente del espíritu creador cristiano» el autor de Marinero en tierra dedica uno de los peldaños de esta decadencia a la pieza teatral que tenemos entre manos.

Edibesa (2005). 200 páginas
El divino impaciente
Quizá fue este mismo panorama de España y de su Iglesia lo que dolió al propio Pemán. Pero, por su parte, este polifacético autor nacido en 1897 no respondió con la crítica sino con el canto sincero y purificador de la esencia de una agónica España. Narrativa, lírica y teatro fueron sus herramientas para lograrlo. Fruto de ello es esta obrita teatral en verso, gestada en la Segunda República española y en poética reacción a la disolución de la tan perseguida Compañía de Jesús. En medio de este panorama anticatólico y republicano, el católico y monárquico Pemán estrena su obra en el Teatro Infanta Beatriz de Madrid el 27 de septiembre de 1933. Pese a la aparente hostilidad del momento, la obra triunfó. Triunfo que parecía desafiar el sonoro «España ha dejado de ser católica» de Manuel Azaña. Al menos en las obras de Pemán y en las almas de sus lectores, pervivía aún la misma fe que había prendido fuego en el corazón de aquel Francisco Javier del S. XVI.
Prólogo, tres actos y epílogo. Más de cuatro escenarios distintos que ofrecen al espectador la oportunidad de emprender un viaje misionero de la mano de Francisco. París, Roma, Lisboa, Malaca, Macassar, Funay. Largo itinerario externo que se corresponde con la hondura de un proceso espiritual que el santo de Javier llevaba por dentro y que el poeta de Cádiz desvela con sus versos.
Impaciente en París como estudiante, se deja influir por un mendigo de Loyola que quería ser caballero de Cristo. Impaciente en Lisboa, espera obediente el envío a tierras de misión. Impaciente también, recorre las costas asiáticas con el deseo divino de ver, en palabras de Louis de Wohl, «el Oriente en llamas». Una impaciencia que empezó siendo testaruda y que, sin abandonar la raigambre humana, fue conjugándose con el apostólico celo divino… y terminó siendo mecha para la santidad. Él mismo confesará «soy un poquito de tierra que tiene afanes de cielo».Siempre impaciente, siempre Francisco, de Javier… pero cada vez más de Cristo. Como anuncia Fabro al inicio del prólogo «es buen estilo de empresas providentes y divinas este de sacar las grandes cosas de apariencias chicas». Palabras que son un perfecto subtítulo de la biografía teatralizada de este santo.
Fue la divina paciencia la que pulió la exaltada pasión del navarro. Fue el compañero de Loyola el que contribuyó a canalizar su ardoroso anhelo. Fue el poeta gaditano el que nos cantó el proceso.
Con versos firmes y delicados, Pemán logra definir el suave pero constante operar divino. Cristo, que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5), no anula el ardor ni el anhelo de triunfar de Francisco. Muy al contrario, cuenta con él, lo toma y hace suyo para ensancharlo a la medida divina. «No te lo vengo a quitar, que te lo vengo a poner (…) vengo a poner la inquietud entre tu vida y tu alma. Vengo a ensancharte, Javier, en ti mismo tu medida, y hacer que se talle y mida por tu ambición, tu valer». Es esta y no otra, la manera de hacer triunfar lo divino sobre la vanagloria humana. Así lo comprendió también el fundador de la Compañía y se lo dio a entender al protagonista del drama cuando pedía: «denme poca gente y diestra. El Señor se satisface con ello, que así se muestra más claro, que es Él quien hace».
Así lo hizo carne el propio Francisco que, como fiel instrumento, fue arrastrado a las puertas de China. Siempre arrastrado por esa impaciencia, tan definitoria como divina, alabada por uno de sus hermanos en el epílogo: «¡Viva como el primer día su impaciencia!».