
Cesare Pavese. Detalle de cubierta de Hotel Roma
‘Hotel Roma’: Pavese: vida de un hombre sensible y taciturno
Un viaje por la Italia de Cesare Pavese, sus últimos años y los temas y paisajes de su obra literaria. Un paseo precioso que merece la pena leer se conozca o no al gran autor italiano
«Había, pues, en algún lugar, un mundo incorrupto en el que se vivía sin conflictos, en el que se cultivaba la vid. Había en algún lugar una colina».
De primeras sorprende. Después, despacio, encandila. Y termina conmoviendo, convenciendo, sin pretensiones, con una naturalidad cercana, agradable, reconfortante. Hotel Roma es un libro sobre el mundo interior de un hombre pero el autor, Pierre Adrian, comienza hablando sobre otro hombre que le gusta más: «Pier Paolo Pasolini había sido el escritor de mis veinte años y sería siempre uno de los poetas de mi vida. Había inspirado mi rebeldía, mi desesperado amor por el mundo. Pavese, el hombre Pavese, nunca me había atraído. Al contrario que Pasolini, que se entregó al mundo por completo física, brutalmente, Pavese siempre se quedó al margen. […] Su indiferencia era una respuesta a la insignificancia del mundo».

Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona
Tusquets (2025). 208 páginas
Hotel Roma
Hay una inevitable primera reacción negativa, triste, derrotista, al leer ese pensamiento. Pero la mayor sorpresa que uno se lleva cuando lee una novela, un cuento, un poema de Cesare Pavese (1908-1950) es que, sin negar ese hecho, en él coexistía un gran amor por los placeres pequeños, por la vida misma, por la vida siendo todo eso diminuto, irrelevante, bellísimo, que acontece cada día. «Pavese —continúa Adrian unas líneas más adelante—pasó a ser el escritor de mis treinta años porque yo ya no buscaba un maestro, sino un amigo que me hiciera compañía. Yo ya aceptaba el mundo y había renunciado a cambiarlo». Y se embarca en un precioso viaje por la Italia pavesiana para recorrer los lugares más relevantes que paseó y habitó el escritor de las colinas durante su breve, intensa y distanciada vida: Langhe, la dorada infancia («una tierra que espera y no dice palabra»); Brancaleone, donde estuvo confinado; Turín, donde vivió, trabajó y se suicidó.
El viaje de Adrian en busca del escritor recuerda otros pausados y acogedores libros, la mayoría a medio camino entre la biografía y el diario de viajes, como La aurora cuando surge de Manuel Astur, Breviario provenzal de Vicente Valero, Si al atardecer llegara el mensajero de José Carlos Llop, cualquier título de María Belmonte o Me fui como una tormenta de Sara Herrera Peralta (todos muy recomendables y, este último, además aquí reseñado). Entrevista a los pocos lugareños vivos que le conocieron, visita sus librerías, sus cafés, se deja embriagar por plazas o paisajes que describe en sus libros, y leyendo le acompañamos en su afán literario, humano, y a ratos casi místico. «Superponía el mapa de mis obsesiones al plano de una ciudad creyendo que coincidirían». Pero no es ansioso el viaje, aunque la excitación por conseguir recuerdos, anécdotas, se nos contagie. Adrian intercala, de forma siempre precisa, valiosa y grácil, sus descubrimientos y pensamientos con datos biográficos, fragmentos de testimonios de amigos del sector editorial (como Natalia Ginzburg) o citas de sus novelas o de El oficio de vivir, el maravilloso diario que con el tiempo se ha convertido en un pequeño objeto de culto, y que comenzó a escribir durante su irónico encierro en Brancaleone, pueblo amable, abierto, donde le confinaron durante unos meses por verse metido en un lío político cuando él solamente quería (¿quería realmente?) salirse de líos amorosos.Pavese percibía el mundo como un lugar hostil lleno de pequeñas y sencillas alegrías, y así lo retrata en La luna y las fogatas, La playa, La casa en la colina, El bello verano, Trabajar cansa. Sus personajes son en cierta forma una extensión de él: almas que buscan la despreocupación, las pasiones ligeras y cálidas, no angustiarse, no sufrir, no pisar a otros, sentirse libres, sentir tranquilidad; y siempre con un hogar al que poder regresar, siempre algo que espere tras el viaje. Sin embargo él luchaba a diario con el abatimiento; la mitad difícil de su leitmotiv le fallaba en la práctica («quiere estar solo –y está solo–, pero quiere estarlo en medio de un círculo que lo sepa», escribió en una carta, así en tercera persona, a Fernanda Pivano, uno de sus amores frustrados). Pero eso añadió una dosis de nostalgia y realismo a su literatura que redondea, humaniza, su trabajo. Todo esto lo refleja Adrian con elegancia y cariño, enamorándose y haciéndonos enamorar de esa triste figura que fumaba en pipa y observaba con pesarosa y admirada calma todo su alrededor. Nos comparte esa luz callada e introvertida, a ratos incluso algo huraña, del infeliz feliz. «Su literatura, dijo un crítico italiano, era como el diario íntimo de los demás; no sólo el suyo, sino el de todos nosotros. Hay escritores que nos dan lo que ellos ya no tienen. Pavese me ofrecía todo lo que lo había abandonado a él: la despreocupación, la alegría de vivir en este mundo, el espíritu infantil, la fe, el consuelo».
Es un regalo muy valioso ser capaz de dar lo que no se tiene, y uno inmenso si, además, se trata de pequeñas enseñanzas de admiración y apreciación de la vida. Este libro, de alguna forma, se puede entender también como un regalo. Es sencillo, respetuoso, interesante, apacible, y en cada página brotan las ganas de leer (o releer) toda la obra de este hombre sensible y taciturno. Y, por supuesto, de recorrer sus amadas colinas memorizando lúcidas y hermosas ideas como esta que destaca Pierre Adrian al término de su periplo: «¿Por qué queremos ser grandes, ser genios creadores? ¿Para la posteridad? No. Para soportar el trajín diario con la certeza de que lo que hacemos vale la pena, que es algo único. Para el día de hoy, no para la eternidad».