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Portada del libro 'La política de la prudencia', de Russell Kirk

Portada del libro 'La política de la prudencia', de Russell Kirk

El Debate de las Ideas

Kirk y la política de la prudencia

El propósito de Kirk en su obra La política de la prudencia es trazar una senda capaz de hacer frente a los desafíos de cada época a través de unos principios inmutables

¿Es posible articular una respuesta conservadora que esté a la altura de los desafíos contemporáneos, particularmente en el contexto de la actual crisis de la cultura? Con frecuencia, las reflexiones sobre el cambio cultural se centran en formas de estructurar mecánicamente la sociedad. Russell Amos Kirk comprendió que no se trataba de brindar respuestas novedosas, sino de aspirar a una autenticidad original; es decir, un retorno al origen y a los principios fundamentales. Para este hombre de letras, la solución no se encuentra en lo que resulte exclusivamente pragmático o funcional, sino en lo que sea verdadero. En este sentido, sólo una sociedad que retorne a sus principios originarios puede superar el estado de decadencia. El propósito de Kirk en su obra La política de la prudencia es trazar una senda capaz de hacer frente a los desafíos de cada época a través de unos principios inmutables.

En la década de 1960, Kirk ya era un autor consagrado y ganaba notoriedad pública rápidamente gracias a su primer y más influyente libro, La mentalidad conservadora contribuyendo, de manera decisiva, a articular un marco filosófico coherente para el movimiento conservador. La política de la prudencia surge en medio de una intensa confrontación ideológica. Kirk, influenciado por pensadores como Burke y Tocqueville, observaba con preocupación el surgimiento de ideologías que se distanciaban de las realidades históricas y espirituales que habían cimentado la civilización occidental. Su antídoto contra la ideología se fundamenta en los principios conservadores, lo que T.S. Eliot denominó «las cosas permanentes».

Nuestro autor se sintió atraído por el enfoque histórico, experiencial, tradicional y anti-ideológico del estadista angloirlandés Edmund Burke. Defensor acérrimo de la forma de prudencia que procede de la tradición, Burke la concebía como la verdad plena sobre la naturaleza humana. Con la revolución, Francia se distanció deliberadamente de toda tradición y adoptó las primeras formas ideológicas. Este proceso representaba un intento de traer el Cielo a la tierra mediante el uso de símbolos seculares que reemplazaran a los religiosos. La ideología, en consecuencia, pretendía ser una suerte de religión invertida, tal como señala Kirk.

La palabra «ideología» ha experimentado complejos cambios de significado y, con frecuencia, se utiliza de manera incorrecta. A mediados del siglo XIX, Karl Marx y sus seguidores modificaron sustancialmente su sentido, dotándola de un marcado carácter peyorativo. Para Marx, la ideología es un velo que oculta los intereses de clase, un conjunto de representaciones, concepciones y valores que reflejan (y a su vez legitiman) las estructuras socioeconómicas vigentes en una sociedad. Estas representaciones, siquiera de manera inconsciente, tienden a favorecer a la clase dominante y a perpetuar el statu quo. Este fenómeno es, según Marx, el origen de lo que denominó falsa conciencia.

Aunque tanto Marx como Kirk atribuyen una connotación peyorativa al término «ideología», sus enfoques presentan significados distintos. Para Kirk la palabra «ideología» adquirió un carácter mesiánico, promoviendo la creencia de que únicamente a través de ella podría salvarse el mundo. En la visión del pensador conservador, la ideología opera como un sustituto secular de la religión. Al suplantar las orientaciones morales y espirituales que tradicionalmente han guiado a las sociedades, la ideología, según Kirk, se convierte en una fuerza deshumanizadora y potencialmente destructiva que busca imponer sus principios sin reconocer la complejidad y la diversidad inherentes a la condición humana y a las tradiciones culturales.

Al igual que Burke, Kirk veía en las tradiciones y en las costumbres heredadas una fuente irremplazable de sabiduría colectiva, cultivada y transmitida a lo largo de generaciones. Ambos pensadores compartían la convicción de que estos legados no podían ser reemplazados sin consecuencias devastadoras, ya que su pérdida expondría al individuo a ideologías reductoras y totalizantes. Siguiendo a Burke, Kirk advertía de que el abandono de las instituciones tradicionales y de los principios fundamentales que la sustentaban fragmentaba la sociedad y desarraigaba al ser humano de su contexto histórico y comunitario.

Para Kirk, la clave para revertir la crisis social e ideológica de su tiempo, que es también el nuestro, se encontraba en las ideas de Burke, quien subrayaba la importancia de recuperar las instituciones intermedias: esos «sitios de descanso» que dan sentido a la vida. Sólo restaurando esta esfera prepolítica podría establecerse una base sólida para desarrollar una política genuina y efectiva. Todo pensamiento político que aspire a ser fiel a la verdadera naturaleza humana, según Kirk, debe enraizarse en esta dirección.

La metafísica de Burke permea todo el pensamiento kirkeano, especialmente en su concepción de la «política de la prudencia» como antídoto contra la «política de la ideología». Burke entendía la prudencia como una forma de excelencia, considerándola la virtud política primera. Precisamente, este es el propósito que Kirk persigue: defender una política de la prudencia no como un simple programa de acción, sino como una respuesta que, sin una apelación profunda y sutil al corazón humano, resultaría inevitablemente estéril. Kirk estaba convencido de que, frente a la profunda crisis de la verdad que representa la ideología, sólo el conservatismo —entendido en su forma más elevada como la negación de toda ideología— podría liberar al ser humano de esta esclavitud. En este marco, Kirk identifica la prudencia como la virtud fundamental del hombre conservador.

Algunos contemporáneos de nuestro autor llegaron a considerar el conservatismo como una forma de ideología. Kirk responde que esto sólo sería posible bajo una distorsión del significado de las palabras. Para Kirk ser conservador va más allá de la mera adhesión a un conjunto de ideas; constituye una disposición intrínseca y una forma de concebir y habitar en el mundo. Entendido así, el conservatismo es más que un simple sistema político, es un paradigma que atraviesa la entera existencia humana. De acuerdo con esta visión, el conservador no debe centrarse en la mera implementación de un programa político, si es que esto fuera posible. Su prioridad radica, ante todo, en la regeneración del espíritu y del carácter, ocupándose del desorden social y orientando a la sociedad hacia un orden transcendente. En última instancia, su propósito es vivir una vida digna de ser vivida.

Kirk nunca tuvo la intención de construir una ideología a partir del conservatismo. Por el contrario, la idea de una «ideología conservadora», por muy articulada y completa que fuese, entraba en conflicto con casi todo lo que valoraba. La mentalidad conservadora y el pensamiento ideológico se sitúan en polos opuestos.

¿Qué es, entonces, el conservatismo? Siguiendo el pensamiento kirkeano, podemos afirmar que lo conservador no se reduce a una etiqueta ni a un movimiento político. El conservatismo consiste, ante todo, en la defensa de aquellos principios permanentes e inherentes a la existencia humana que la dotan de sentido.

Kirk incorpora diversas perspectivas en su comprensión del conservatismo. Resuena, por ejemplo, la idea de Walter Bagehot, quien hablaba de un «conservatismo del disfrute», o la incisiva definición de Ambrose Bierce, para quien el conservador es quien, pese a todos los males del mundo, está enamorado de él, a diferencia del liberal, que aspira a reemplazarlo. Lejos de rechazar el presente, el conservador deposita su confianza en la fuerza de las costumbres y de las instituciones como medios para restaurar lo que se ha corrompido. Para el conservador, el mundo real —con todos sus defectos e imperfecciones— debe ser apreciado y amado, pues sólo desde este amor puede aspirarse a una reforma prudente y auténtica. En esta línea, Robert Nisbet concebía el conservatismo como una postura que surge naturalmente de la realidad y no como una imposición externa. Por su parte, William F. Buckley sostenía que el conservatismo, lejos de ser una doctrina rígida, era esencialmente una actitud, una forma particular de ser y estar en el mundo.

Esta visión nace también de un permanente sentido de asombro ante lo que llamaba, siguiendo a Burke, «la no comprada gracia de la vida». El pensador de Mecosta advertía que, cuando esta gracia inmerecida y libre se ahoga en una concepción utilitarista, toda la nobleza que sostiene a una sociedad civilizada se desvanece. Amenaza, creía Kirk, que en su tiempo crecía de forma alarmante.

En su ensayo titulado, precisamente, La no comprada gracia de la vida, Kirk define este concepto como el conjunto de los elementos sutiles e interconectados de la cultura y del pensamiento, producto de una tradición continuada: el espíritu religioso, el sentido del honor y el orden político. Para Kirk, entonces, el conservador no es una figura idealizada ni un modelo exclusivo de aquellos que hayan podido tener algún privilegio; es, en cambio, aquel que, guiado por la dignidad y el amor por sus raíces y su comunidad, comprende sus deberes y cultiva una reverencia por la sabiduría heredada de sus antepasados. Este es el individuo verdaderamente rico en «la no comprada gracia de la vida», el individuo dotado de un auténtico espíritu conservador.

Para Kirk, la prudencia es la virtud cardinal del conservatismo. La política, sostiene, se vincula con el arte de lo posible; para discernir lo que es posible y prudente en cada circunstancia resulta imprescindible restablecer una conexión con el orden y la imaginación moral. Esto exige la restauración de un orden sagrado que devuelva a la política el marco preciso para su ejercicio. De este modo, el político prudente, consciente de que su deber primordial es preservar la paz y las costumbres del orden temporal, reconoce que el compromiso y el civismo son virtudes esenciales para quienes aspiran a gobernar la «ciudad del hombre». Sin un orden moral que lo sustente, el ser humano inevitablemente sucumbirá a la alienación.

Así, la persona prudente es aquella capaz de distinguir, en cada situación, qué debe conservarse, qué merece protección y qué necesita ser reformado. Este discernimiento define al conservador, quien no se limita a sostener una postura «política», sino que manifiesta una compresión más profunda de la vida y del orden social.

La afirmación de que «la imaginación conservadora gobierna el mundo» es una idea recurrente en la obra de nuestro autor. En sus memorias, significativamente tituladas The Sword of Imagination («La espada de la imaginación»), expresa haber desenvainado dicha espada para enfrentarse a los «monstruos» de su tiempo. En esta lucha, aprendió a amar lo que es digno de ser amado y a odiar lo que merece ser odiado.

En esta obra, Kirk presenta a sus lectores una lista de diez principios que ilustran el pensamiento y la práctica conservadora. Aunque esta lista es sólo una de las muchas variantes que publicó a lo largo de su vida, su formulación esencial permanece inalterada. Lejos de ser un manual de instrucciones, los principios que defiende buscan transmitir una forma de estar en el mundo, una especie de disposición del espíritu. No es este el lugar para resumirlos, pues es preferible que el lector los descubra a través de la pluma del autor. No obstante, conviene destacar el primero y más fundamental de ellos: «El conservador cree que existe un orden moral permanente». La caída de este orden llevaría, ineludiblemente, al colapso de todo orden social. La verdadera confrontación se establece, entonces, contra quienes afirman que el único orden existente es el temporal. A través de los grandes pensadores a los que recurre –Burke, Tocqueville, Wilhelm Röpke, Orestes Brownson, entre otros– Kirk muestra que el impulso hacia la imaginación conservadora tiende a surgir en tiempos de desorden. A lo largo de la historia del conservatismo es evidente que los conservadores rara vez han logrado victorias decisivas, pero esto no debe interpretarse como motivo de desánimo; al contrario, debe inspirarnos la misma esperanza que Kirk expresaba en el siglo XX: la posibilidad de un despertar entre las nuevas generaciones. Esa es nuestra aspiración hoy: que La política de la prudencia oriente a los jóvenes en medio de la incertidumbre y la confusión que definen nuestro tiempo.

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