Entrevista al compositor y director de orquesta Ignacio Yepes
Ignacio Yepes: «El arte es espiritual por naturaleza»
Creó el himno Seréis mis testigos, y ahora este compositor y director de orquesta participa como profesor en el taller de arte y espiritualidad Observatorio de lo Invisible, que se desarrolla estos días en el Monasterio de Guadalupe
Hijo del guitarrista Narciso Yepes –divulgador de la guitarra de diez cuerdas, caballero de la Orden de Isabel la Católica y miembro de la Real Academia de Bellas Artes– y padre de hijos también músicos, para Ignacio Yepes (Madrid, 1961) la música es parte de su familia, de su fe, de su vida entera.
Aunque se licenció en Ciencias Matemáticas y Astronomía por la Universidad Complutense de Madrid, completó sus estudios superiores de música en España, Francia, Italia y Estados Unidos. En España se especializó en flauta travesera, flauta de pico, violín, piano, dirección de orquesta y composición en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid y en el Conservatorio Superior de Murcia, mientras en París estudió dirección de orquesta con Nadia Boulanger, Narcís Bonet e Igor Markevitch, en el Conservatorio Americano de Fontainebleau y en l'École Normale de París, para luego perfeccionarlos en Maine y en Siena.
Y aunque su currículum es infinito (está reconocido en el horizonte musical como uno de los más sobresalientes directores españoles de su generación, además de director fundador de la Orquesta Filarmónica del Arte), cuando uno habla con él se da cuenta de que su música habla de otra cosa, de algo que está más allá de la vista, más allá del oído y más allá de lo sensible. Quizá por ello se lanzó a crear la Fundación Vía del Arte y, con ella, el Observatorio de lo Invisible, una escuela de arte y espiritualidad donde él imparte el taller de música 'El sonido del silencio' y donde atiende a El Debate.
−¿Cuál es para usted la originalidad del Observatorio de lo Invisible?
− Hace realidad una idea que surge cuando creamos la Fundación Vía del Arte: conectar distintas disciplinas artísticas con un denominador común, la búsqueda de lo espiritual a través del arte. El Observatorio invita a todos a ser testigos de ese encuentro. Los talleres son interesantísimos, con gente extraordinaria que enseña su técnica y que ayuda a ver a Dios a través del arte, pero lo más grande es el encuentro entre las disciplinas: en las tertulias el escultor escucha al poeta, el pintor mira al músico, el escultor intercambia opiniones con el escritor. En ese intercambio desde lo profundo te das cuenta de que hay mucho en común y que hay un camino que hacer juntos.
−¿Es lo que usted vivió en casa, cuando era niño?
−Como mi padre era músico, después de cada uno de sus conciertos venían a casa sus amigos: pintores, escritores, escultores... Tuve la suerte de tener en casa a Miguel Delibes, Zobel, Eusebio Sempere o García de Paredes; se relacionaban entre sí, no estaban cada uno en su mundo. Hoy en día no solo que cada arte está en su burbuja, sino que dentro de una misma disciplina te encuentras que, por ejemplo, a los pianistas les traen sin cuidado los guitarristas; dentro de la misma disciplina cada uno está en su parcela. Está muy bien desarrollar técnicamente cada uno lo suyo y especializarse, pero hay muchas más cosas en común, sobre todo desde la amistad, desde lo profundo, desde lo que no se puede definir. Hay toda una parte que se vive sin palabras a través del arte, y esto lo que propicia el Observatorio de lo Invisible.
− Esta forma de vivir las artes ¿es un resultado de la autorreferencialidad en la que vivimos hoy, y por eso hace falta introducir este punto trascendente?
− Yo creo que sí. Lo trascendente es lo que mejor puede unir las artes; si no, se queda uno en la belleza, en la expresión, en lo atractivo. Pero hay algo más, y aquí se descubre. Hoy día el arte está muy preocupado del efecto, del resultado, de la originalidad, de la novedad constante... ¿Y qué? ¿He entrado de verdad en la comunicación más profunda? Uno puede mirar las cosas desde lejos o puede vivirlas. Yo creo que con la materia fe, la materia espiritualidad, se entra mucho más en el arte. El arte es espiritual por naturaleza y es de fe, porque es abstracto, porque no tocas la materia. Aquí entra también el concepto de arte como «lo inútil», en el sentido de que las cosas te regalan otra cosa que no es su propia utilidad cuando se convierten en arte. No es que el arte no sirva para nada (claro que sirve: es alimento para el espíritu), pero justamente es arte en el momento en que no sirve.
Con la materia fe, la materia espiritualidad, se entra mucho más en el arte. El arte es espiritual por naturaleza, y es de fe: es abstracto, porque no tocas la materia
− Hoy existe música 'para': para relajarnos, para entrenar, para bailar, para dormir al bebé... ¿Cómo se explica la inutilidad del arte en la música?
− El problema es que no todo eso es música; es como si decimos que todo lo que se escribe con palabras es literatura. Todo lo que se hace con notas no es música, simplemente es consumo. Hay algunas músicas que para mí no tienen ningún interés artístico, aunque ayuden a la persona en mil facetas. Mucha gente, por ejemplo, se siente motivada y animada cuando está deprimida y se pone su música, pero no creo que la música tenga que servir como cura, como medicina para cuando estás mal. La música es el espejo de cómo estás; te reconoces a ti mismo en la música. Yo creo que debemos ser activos dentro de la música.
− En la sociedad actual, muchos la utilizan como 'anestesiante'.
− Exacto. Pero lo importante es que tú lo estés creando. El caso de la música es maravilloso porque el compositor compone su música, el que lo interpreta la recrea, pero el que la escucha es el verdadero intérprete, el que de verdad tiene la versión definitiva, ¡que ni siquiera tiene que ver con el que la interpreta! Yo puedo tocar y sentir unas cosas, pero el que escucha siente otras y esas son las que valen; no hay una buena ni una mala opción. Es maravilloso porque el intérprete es el que escucha al final, y hace suya la música. La misión del que escucha música es ser música, ser creador, porque traduce lo que está oyendo en su vida, en sí mismo.
La misión del que escucha música es ser música, ser creador, porque traduce lo que está oyendo en su vida, en sí mismo
− ¿Y qué provoca que uno pase de ser receptor pasivo de música a ser cocreador, intérprete?
− Yo creo que primero hay que creérselo. Mucha gente se acerca a escuchar música solo para que les sirva «para algo», en vez de ser activos. Alguien les tiene que decir que la versión buena es la suya, la que escuchan; pero es muy difícil. En un concierto muchos esperan que se les dé todo hecho.
− ¿Hace falta llegar con cierta necesidad para ser partícipe de esa escucha activa?
−Puedes acudir con una necesidad, sí, pero no te quedas ahí. Lo que se te ha dado, te ha ayudado, te ha salvado y luego te ha hecho caminar, te pone en movimiento.
− ¿No cree que para participar de alguna manera en ese acto cocreativo hace falta cierto conocimiento? ¿Es necesario entender lo que se escucha cuando se va a la ópera o a un concierto de Mendel?
− Sí… pero es peligroso. Quizá esto es echar piedras contra mi propio tejado, porque yo puedo explicar aquí lo que una pieza me sugiere a mí, pero a otro le puede no decir nada y además le puede hacer sentir todo lo contrario, y es igual de válido. Es verdad que puede ayudar, pero creo que la música no hay que entenderla. Decía Stravinsky: «A mí me gusta una puesta de sol y no la entiendo». Y Nadia Boulanger, con la que yo estudié en París muchos años siendo adolescente, me recordaba que había dos maneras de llegar a la música: desde el conocimiento o desde la emoción. Si eliges llegar desde el conocimiento, eso son 20 años estudiando música, ni uno menos, y es un esfuerzo enorme. Si llegas desde la emoción, por favor, no uses el conocimiento, porque entonces vas a llegar desde un ‘semiconocimiento’. No, mejor llegar solo desde la emoción: la emoción es una puerta abierta, a la que todo el mundo tiene acceso.
− ¿Y no se pueden complementar?
− Sí, efectivamente, a mí una cosa me ayuda a la otra, pero todo el mundo tiene acceso a la música. No hace falta saber música para entrar cien por cien en ella. Cuando dirijo un concierto, no necesito que los que escuchan sean músicos; al contrario, prefiero que no lo sean. Yo lo que quiero es que sientan con lo que yo estoy ofreciendo, esté bien, mal, regular; desde la emoción se llega cien por cien a la música. Hay que inculcar a la gente que tienen esa libertad.
− ¿En qué consiste el taller que imparte en el Observatorio, 'El sonido del silencio'?
− El año pasado hicimos el Réquiem de Fauré y fue maravilloso. Yo preparé una instrumentación con los músicos que teníamos, pero me di cuenta de que estaba cerrando la puerta a personas que podían haber estado en el taller de música sin tener esa formación, porque había que llegar al taller con la obra trabajado. Este año el director, Javier Viver, me ha insistido en que me centre en mi música, y hago a la gente cantar música compuesta por mí. Lo estoy desarrollando de modo que cada día es un tema. El primer día empecé con salmos, hoy han sido todo palabras de Jesús y del Evangelio, todos los cantos han sido «Soy la luz del mundo», «Venid a mí y yo os aliviaré», «Mi paz os dejo, mi paz os doy», las Bienaventuranzas... Mañana será el Espíritu Santo, otro día será el tema de la familia (tengo muchos cantos sobre la familia), otro día será un pequeño triduo pascual. Todos los días hay un punto común, que es la Virgen, un canto a la Virgen. Me da un poco de apuro porque se tiran horas cantando música mía, pero de momento no están muy disgustados. Son cantos sencillos: cuatro compases que se repiten, formas muy simples que permiten que sea litúrgico. No se trata solo de la estética de lo religioso; sino que sirve además para rezar.
− En el taller decía: «Cada uno no canta lo suyo; cantamos juntos porque rezamos juntos». ¿La conciencia de lo que uno canta cobra importancia a la hora de cantar?
− Claro, pero en la práctica se traduce en que hay que empastar, hay que afinar, hay que llevar el mismo ritmo, hay que llevar la misma intensidad, el mismo estilo, la misma dinámica; hay un montón de elementos técnicos que hay que aunar, unificar y resolver, y resulta que eso se traduce en que estamos rezando juntos. Es muy curioso: para que suceda la parte espiritual no hay que preocuparse de que suceda, pero esto lo he descubierto con los años. Cuando salía a un escenario a dirigir el Réquiem de Mozart y salía extasiado, diciéndome «Voy a hacer una versión porque Dios existe», acababa por no salir nada, la gente no vivía nada. Si estoy preocupado de ser trascendente no consigo nada; sin embargo, si de lo que estoy preocupado es de hacer bien mi trabajo, si toda la parte técnica funciona, la gente vibra en la parte espiritual que hay dentro. Es alucinante. Es una ofrenda.
− ¿Es una especie de virginidad, en el sentido de que uno se sacrifica, se despega de lo que sucede?
− Eso es: es un sacrificio, una entrega, una ofrenda. De hecho, cuando he dirigido a veces en celebraciones importantes (20.000 jóvenes de la catedral de París, o en la catedral de Colonia, en Westminster, en Roma; todo lleno de jóvenes cantando y yo dirigiendo a todo el mundo) me perdía la oración, porque tenía que estar atentísimo. Cuando vino el Papa san Juan Pablo II a España en 2003, yo compuse el himno Seréis mis testigos. En esa celebración en Cuatro Vientos no viví nada, solo estaba atento a que todo saliera bien; no podía intentar saludar al Papa. En esa ofrenda te das cuenta de qué es lo más importante.
− ¿Por qué entró en la música sacra?
− Fue de dos maneras: primero porque la conozco, la he escuchado desde niño, he ido a los conciertos y he escuchado la Cantata de Navidad de Honegger o el Réquiem de Verdi. Mis padres me llevaban a los conciertos y me apasionaba, pero esa es la música de concierto. Pero cuando yo entro de verdad en la música religiosa que sirve para rezar es en el monasterio de Taizé, en Francia. Voy con 18 años y me encuentro con miles de jóvenes. Fue un descubrimiento porque fue la vez que mejor, probablemente la única vez en ese momento de mi vida, en donde de verdad me sentí libre rezando. Y fue gracias a la música y al silencio, y algunas palabras del hermano Roger. Gente de todos los países cantando a cuatro voces, temas de cuatro compases compuestos por el mayor de los maestros que es Jacques Berthier... fue un milagro. Y de repente me mentí de lleno en la composición de música sacra: compuse un tema para la Confirmación de mi hijo, empecé a componer para las monjas cistercienses del monasterio de Buenafuente... ¡Y ahora me doy cuenta de que tengo casi cien temas compuestos!
− ¿Y ha percibido esnobismo de la música contemporánea hacia la sacra?
− En absoluto. Yo creo que ha pasado ya un poco la época del esnobismo de la vanguardia. Ahora hay una búsqueda; hay unas generaciones que creo que buscan desde la verdad. Pueden equivocarse o no, pueden tardar más o menos en encontrarlas, pero no por esnobismo. De hecho, en la música hay una pequeña vuelta, hay una ‘neo-vuelta’: se buscan ciertas armonías, ciertas formas. Lo que no tiene forma no se sostiene. La música de vanguardia se diluye como la arena en las manos, porque si no hay una forma, no hay nada. Todo es desarrollo. En la música, la forma es fundamental, como el ritmo. Hay una serie de cosas que suceden que no hace falta entenderlas si no eres músico, pero las vas recibiendo.
La música de vanguardia se diluye como la arena en las manos, porque si no hay una forma, no hay nada. Todo es desarrollo. En la música, la forma es fundamental, como el ritmo
− Hoy en día hay músicos contemporáneos, como Rosalía o C. Tangana, que toman elementos de la tradición musical. Sin embargo, hay una generación con la que no conectan. En ese sentido, ¿hay música universal?
− Yo me lo pregunto. Si uno llega a una tribu de África y les pone la Novena de Beethoven, no sé qué pasaría, pero probablemente les emocione muchísimo. Yo he escuchado música china, que no tiene nada que ver con mi cultura, o cantos en la India, que no tienen nada que ver con mi afinación... y me he emocionado.
−De la música contemporánea, ¿escucha algo?
− Sí, no solo escucho, sino que estreno montones de obras. No pasa un año sin que haga por lo menos cinco o seis estrenos de música contemporánea. En noviembre estrené cuatro piezas, una de ellas de Luis Meseguer. También encargo obras; cuando dirijo festivales de música siempre encargo y estreno obras, porque me parece fundamental. Es necesario estar abierto a que es un lenguaje a veces duro, pero la vida también lo es. Muchas veces queremos que la música solo nos dé paz, mucha armonía, nos lo haga pasar bien, pero si es un arte de verdad, también puede enseñarnos mucho dolor. A veces la música contemporánea acierta: esa disonancia, esa fricción, esa necesidad de salir de ese acorde, también te está enseñando cosas que te pasan en la vida, por lo que es verdadera.
− ¿Cómo puede el arte contemporáneo introducirnos más en el conocimiento de Dios, ponernos en relación con Él?
− Es un misterio, la verdad, pero creo que es a través de la experiencia. Uno encuentra a Dios en el arte a través de su propia experiencia. Hay mucha gente que ha llegado a Dios a través del arte, y otras veces tienes a Dios y el arte te lo engrandece, te subraya esa relación. Otras veces el arte te sirve como diálogo con Dios; otras veces es la contemplación, o la súplica. Otras es la alabanza. Creo que Dios habla a través del arte, como habla a través de la naturaleza, porque habla a través de la belleza que uno busca. Y esa búsqueda parte del interior, parte de la necesidad primera de uno mismo de tener esa armonía, ese encuentro con la grandeza. Estamos en manos de Dios y yo como artista lo único que puedo hacer es ser su instrumento. Ayer cantamos en el taller lo que es mi carta de presentación: el salmo 100: «Para ti es mi música Señor. Quiero cantar la Justicia, el Amor y la Bondad. Para ti es mi música, Señor, porque Tú eres mi Dios».