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María CasaresCreative Commons

El Teatro Real recordará a la legendaria María Casares en su centenario

La programación del coliseo madrileño se inaugura con el Orphée de Philips Glass, inspirado en la película de Cocteau que protagonizó la gran actriz gallega

Dos pequeños frascos, uno con tierra de la entonces aldea de Montrove, y otro con arena de la playa de Bastiagueiro, balcón abierto al Atlántico cuya orilla se ha convertido estos días en una suerte de céntrica Calle Real por la que pasean, conversan y se saludan los vecinos de La Coruña en veranos propicios como este, fueron los únicos vestigios del remoto pasado de María Casares, la magdalena proustiana que seguramente despertaba en la más importante actriz francesa del siglo XX el recuerdo de las horas infinitas de aquella Arcadia feliz, seguramente mitificada como los mejores recuerdos de la infancia, en la que el tiempo aún era espacio.

María CasaresWeb del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones

En noviembre se cumplirán cien años del nacimiento de la legendaria primera figura de la Comèdie Française, aunque ella prefiriese la controvertida radicalidad de un Genet a los dardos satíricos de Molière, que en realidad denunciaban lo mismo: los grandes males de la sociedad, y sobre todo uno, la hipocresía que corrompe las relaciones sociales («el colmo de todas las maldades», según el autor de El enfermo imaginario). La niña que un día tuvo que abandonar su patria cuando la actividad política de su padre, Santiago Casares Quiroga, un político ilustrado que sirvió en varios de los gobiernos de la República, se vio truncada de raíz, llegó a serlo todo en la escena de la vecina nación, donde la cultura ha ocupado siempre un espacio privilegiado también en la esfera pública y social.

Cocteau, Carné o Bresson

Aunque no solo fue el teatro, la Casares tuvo además una carrera cinematográfica muy sólida y prestigiosa, algo breve, con unos inicios auténticamente deslumbrantes de la mano de grandes genios como Cocteau, Carné o Bresson, que ella misma decidió no prolongar porque la manera mecánica de proceder en los rodajes, con esas largas pausas y su labor fragmentaria para grabar cada secuencia, casaban mal con su temperamento y la orfebrería sutil que ella empleaba en la construcción de cada personaje para, una vez asentada hasta en sus más mínimos detalles, dejarla correr como un torrente, con toda la fuerza de esa voz ronca, desafiante, múltiple, que jamás perdería las dulces inflexiones, los delicados matices que delataban sus orígenes gallegos.

Precisamente a través del cine y su vinculación con el teatro, en esta ocasión lírico, será el Teatro Real la principal institución en rendirle a María Casares uno de los escasos, imprescindibles homenajes que en este año redondo de su aniversario, su primer siglo, se le dedican a una figura esencial de la interpretación prácticamente desconocida en esta ingrata tierra, cuando no sencillamente olvidada. A los voluntariosos tributos, de eco muy limitado, que ahora le han preparado en su terruño natal del norte, al que decidió no volver ni siquiera de visita cuando regresó a España durante la Transición para reconciliarse con sus paisajes perdidos (en una entrevista la artista evocaba el deslumbramiento de haber vuelto a ver Castilla), se suma el que se anuncia en la programación del principal coliseo madrileño durante la inauguración de la próxima temporada.

El 21 de septiembre el Real iniciará su nuevo curso en la sede de los Teatros del Canal. Mientras acondicionan su sala principal para la Aida de octubre, el coliseo de la Plaza de Oriente se traslada por unos días al escenario más que adecuado de la comunidad madrileña donde se estrenará en España el Orphée (1991) de Philip Glass, una ópera de cámara para la cual el compositor norteamericano buscó inspiración en otro Orfeo, aquel que Jean Cocteau rodó en 1950, en Francia, con la intención de conjurar la prematura desaparición de su amante.

Para el mismo no dudó en contar con la complicidad de una cautivadora María Casares, entonces en el cenit de aquella belleza que sedujo en dos tiempos a Albert Camus, el hombre que la curó para siempre de las consecuencias del pecado original, la soledad, según ella misma contaba. La Filmoteca Española, por cierto, se suma justamente a esta celebración y en noviembre se proyectará la película de Cocteau. Y el Instituto Cervantes, al calor de las representaciones del teatro madrileño, planteará en octubre una jornada, aún sin concretar, para recordar a la excelsa intérprete, según se desprende del anuncio de las propias actividades paralelas del Real.

«Hielo que abrasa», como la princesa Turandot (que de hecho también se asomará esta temporada al renovado escenario del Real), así define el abrazo de la parca, Jean Marais, el Orfeo poeta que desciende hasta los infiernos con el propósito aparente de salvar a su esposa, aunque en realidad siga inevitablemente los pasos de la propia Muerte que lo ha conquistado bajo la irresistible apariencia de María Casares, sofisticada meiga, con esa mirada sutilmente gélida, estoque que hiere sin remedio cuando se posa sobre el elegido. La Irma Vep que estos días encarna Alicia Vikander, una de las grandes de hoy, en la estupenda serie de Oliver Assayas para HBO, quizá nos la evoque lejanamente.

Philipp Glass, naturalmente hechizado también por el magnético poderío que desprenden las imágenes del filme de Cocteau, de sus múltiples significados y referencias, de una modernidad asombrosa, no se resistió a ponerles música y el resultado servirá ahora, por añadidura, para evocar a la actriz que dejó huella indeleble mayormente en los teatros que tuvieron el privilegio de acogerla recorriendo todos los hitos de su profesión, los grandes personajes de Eurípides e Ibsen, Calderón y Brecht, Shakeaspeare o Pirandello.

En el otro exilio

Ella que en la casa paterna, en el otro exilio, mucho más duro que el posterior según confesión propia, el primero que la trasladó desde la Galicia de su mágica infancia hasta el Madrid donde se formó como estudiante en colegios mucho mejores que los franceses, pudo conocer en vida a Lorca y a Valle, interpretó casi siempre a los grandes autores de su país de nacimiento en francés. La razón era su celo por no perder aquello que con tanto denuedo había logrado conquistar, la lengua que le abriría de par en par las puertas del paraíso en su querida patria adoptiva, donde jamás sintió el peso de la amargura por haber tenido que abandonar su cómoda vida anterior y convertirse de paso en otra persona. «Nunca miré hacia atrás, estaba demasiado ocupada construyendo mi nueva identidad, asumiendo retos complejos», dijo en alguna ocasión.

Allí aprendió que para la inteligencia, como para la imaginación, no existen las fronteras. Y la suya estuvo siempre demasiado ocupada buceando en las entrañas de Medea, Fedra o Mari Gaila como para rumiar estériles rencores. No los cultivó jamás, ni siquiera cuando su mayor y único amor, Camus, la abandonó unos años para regresar con su esposa y ocuparse de los niños. Poco tiempo después se reencontraron en una calle parisina. «¿A dónde ibas?», le preguntó él. «Eso mismo, ¿a dónde iba?», respondió ella convencida ya de que no volverían a separarse más desde ese momento. Nunca dejarían de amarse físicamente hasta que el premio Nobel, regresando un día de un viaje en el que planificaba verse con otra de sus amantes, además de con María, se mató en un accidente de coche. Su amor pervivió para siempre.

María Casares y Albert CamusWeb del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones

La Casares nunca podría decir, como el poeta alemán Wilhelm Müller, aquello de «como un extraño llegué y como un extraño me marcho». No desde luego en las Galias, donde siempre supieron reconocer su inmenso talento y a lo que ella correspondió en su fallecimiento mediante la donación al ayuntamiento de la localidad de aquella casona donde guardaba en dos botes menudos los únicos recuerdos físicos de su Galicia nunca olvidada. Por cierto, en lugar de convertir aquella residencia campestre que guardaba ciertas similitudes con su infantil refugio de Montrove en un estéril museo, los franceses supieron dotarla de auténtico sentido, contenido vivo, transformándola en centro de estudio y preparación para jóvenes actores. ¡Chapeau!