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La soprano Maria Callas en La Scala de MilánGtres Online

Y a pesar de todo, Maria Callas vive

Se cumplen hoy 45 años de la desaparición de Cecilia Sophia Anna Maria Kalogeropoulos, mejor conocida para el mundo como Maria Callas, la cantante más grande del siglo XX

«Maria, ¿por qué lloras?». Pocas veces en la historia del teatro, lírico o de prosa, se había reunido un conjunto semejante de genios de tan grueso calibre. En Milán corría el año 1955, y el director de orquesta, Leonard Bernstein; el director de cine y teatro, Luchino Visconti; el diseñador y escenógrafo, Piero Tosi, y la gran soprano del momento, Maria Callas, acababan de cosechar un sonoro triunfo en la temporada de La Scala, templo por excelencia de la ópera, con esa deliciosa obra maestra de Vincenzo Bellini que es La Sonámbula.

Aquella colaboración entre cuatro grandes personalidades seguramente llegó a transformarles de alguna manera. Aún muchos años más tarde, cuando Bernstein, uno de los mayores talentos musicales del siglo XX, quería pedirle a una cantante o al músico de una orquesta que atenuara el sonido, solía decirles: «Quiero un piano como los de la Callas en La Sonámbula». En cambio, la protagonista femenina de aquel milagro, venerada por el público, era incapaz de disfrutar con su éxito.

«Maria, ¿qué te ocurre?, esta noche has cantado como ninguna otra cantante lo ha hecho jamás». Un par de amigos, entre los que se encontraba el director Franco Zefirelli, se habían reunido después de la función en casa de la Callas para disfrutar de unas botellas de champán y celebrar entre burbujas aquel triunfo incontestable. Pero la soprano apenas lograba contener el llanto. ¿Se trataba quizá de dar rienda suelta a los nervios contenidos durante un espectáculo rodeado de la máxima expectación? No, a los 32 años, en lugar de disfrutar de aquella victoria, Maria Callas (1923-1977) ya parecía intuir prematuramente su ocaso: «A partir de ahora todo mi camino será un descenso, comenzarán los problemas. Cada vez que logro algo bueno y bello, pienso inmediatamente que lo perderé».

La última de las grandes divas

Y en cierto modo, la última de las grandes divas, esas diosas que se mueven en un espacio ideal vetado para el resto de sus contemporáneos, tenía razón. Su reinado fue efímero, en absoluto SU estado de gracia quizá durase apenas diez años, los 50 del siglo pasado. ¡Pero qué década prodigiosa! Con su nivel de exigencia y disciplina que deploraba la rutina como anatema intolerable, esa inteligencia que le hizo absorber las enseñanzas de los más grandes (jamás se negaba a ensayar y buscaba siempre nuevos retos, puntos de vista distintos con los que enriquecer su compromiso artístico), y su afán de establecer la comunicación más plena y directa con el público («lo más importante en la vida es la comunicación, eso que hace la condición humana soportable») cambió para bien el curso de un arte a menudo tan ensimismado como el género lírico.

Ella supo insuflarle vida aportando un nuevo realismo al cartón piedra hasta transformar a heroínas frágiles, víctimas sumisas, en mujeres dotadas de una marcada personalidad, capaces de rebelarse contra su destino denunciando el maltrato del que eran acreedoras involuntarias. Convirtió los adornos vocales en los que otras famosas artistas solo supieron encontrar el vehículo para su lucimiento personal, mero artificio, en lo que en realidad representaban: la única manera posible de expresar su disconformidad con el mundo que les tocó vivir, de escapar a todas sus injusticias, carencias y excesos.

Maria Callas en la en la Ópera Lírica de ChicagoGtres Online

¿Qué hizo tan grande a la Callas como para que aún hoy haya personas dispuestas a pagar el precio de una entrada para asistir a un concierto suyo, rediviva en holograma por obra y gracia de la tecnología, como ha ocurrido, sin ir más lejos, en Madrid? Las emociones que logra transmitir con su voz imperfecta van mucho más allá de la mera palabra. Cuando se la escucha por primera vez, atentamente, aunque sea en un idioma desconocido (cantó sobre todo en italiano, bastante menos en francés), al principio, no es imprescindible conocer lo que dice, se intuye que hay ahí una fuerza magnética, algo muy íntimo, poderoso y desgarrador capaz de conmover hasta lo más profundo, que para expresarse con todo su sentido precisa de algo más que un texto y su significado. «La música es la manera más noble de decir las cosas», afirmó en una ocasión.

Una vez ya captado, seducido por ese sonido único, misterioso y personalísimo surge entonces la imperiosa necesidad de saber qué es exactamente lo que nos quiere comunicar. Es en ese momento cuando se acude a la fuente, a la palabra revelada, el instante en que se produce el genuino milagro al descubrir que esa manera única de decir, de sugerir, de conmover a través del canto, se encuentra siempre al servicio de un mensaje que, en el instrumento de la Callas, cobra todo su justo significado; en ocasiones incluso mucho más allá de lo que los autores, el músico y el libretista, quisieron transmitir.

Como Maria Casares cuando recita a Eurípides, la Callas convierte a la Norma belliniana en una mujer dotada con mil perfiles: madre, amante, hija, amiga, líder moral y militar de su pueblo, todos nítidamente diferenciados, sugeridos con un gusto extraordinario a través de los infinitos matices de una voz dúctil, empleada como el cincel del escultor. Pocas imágenes se conservan de sus actuaciones (fundamentalmente el acto II de Tosca, y algunos conciertos), pero hay que creer a Visconti cuando afirmaba que su gestualidad iba a la par de su excelencia vocal; en buena medida el director de El gatopardo se consideraba artífice de sus adquiridas cualidades actorales, que él consideraba a menudo superiores a las de las propias actrices teatrales de su época, y cultivadas en los breves años de su fructíferas colaboraciones conjuntas: La Vestale (1954), La Traviata (1955), Anna Bolena (1957), hitos históricos.

Maria Callas y Luchino Visconti en RomaGtres Online

Maria Callas se enamoró de Visconti, que no podía corresponderle. Quizá fuese uno de sus grandes amores frustrados, como el de su propio padre, que las abandonó muy pronto a ella, su madre y su hermana en su natal Nueva York, o como la mayor de sus pasiones, el armador griego Aristóteles Onassis, que nunca supo darle su lugar ni como mujer ni como artista, ocupado como estaba en cultivar únicamente su propio ego. Su nunca ocultada ambición de llegar a convertirse en una mujer sencilla, con su propia familia, como tantas otras féminas griegas, jamás se haría realidad.

Junto al veleta de Onassis todo lo más que logró fue profundizar en su faceta de celebridad social, alternando con la aristocracia, el dinero y el poder de su época y alejándose progresivamente de unos escenarios que cada vez le costaba más volver a pisar, pues nunca quiso asumir compromisos en los que no pudiera dar el 100 por 100, y eso en su profesión exige dedicación absoluta, como había demostrado en sus frenéticos primeros años de viajes y actuaciones por Europa y América, cuando México y Buenos Aires aún eran grandes capitales de la música.

Vivir es sufrir

Ella que afirmó, «vivir es sufrir», gustosamente se hubiera convertido en una anónima ama de casa sin ningún trauma, todo lo contrario. Con las recetas que ella misma redactaba con su pulcra caligrafía, y que en su día le cocinaba a su único marido, Meneghini, un señor mayor, aburrido, despojado de cualquier atributo o encanto personal, que solo buscaba en ella la compañía de una gran artista, se ha publicado uno de esos libros que de vez en cuando continúan nutriéndose de su filón inagotable. La división de música clásica de la discográfica EMI sobrevivió durante mucho tiempo gracias a la explotación periódica, en todos los formatos, del amplio catálogo de grabaciones de la intérprete, sujeto de múltiples reediciones que han terminado por hacerla inmortal, un posible descubrimiento para cada nueva generación.

«Solo un pájaro feliz llega a cantar, aquel que es desgraciado se retira a su nido y muere», había declarado poco antes de su fallecimiento, a los 54 años. Al final de sus días, recluida como un espectro de sí misma en su lujoso apartamento parisino de la avenida Georges Mandel, jugando a las cartas con el servicio o viendo películas de vaqueros para esquivar las horas del desencanto, Maria Callas reconoció que hubiera cambiado toda la gloria alcanzada en los escenarios por su mayor y más íntimo deseo, ser madre.

Maria Callas en La Scala de MilánGtresOnline

«Soy un ser libre al que le gustaría creer en las cosas bonitas de la vida», dijo en una de sus últimas entrevistas. Como las heroínas de las grandes óperas del romanticismo que interpretó como nadie, su felicidad no podía alcanzarse en este mundo. A cambio, sacrificándose por los demás en el altar supremo de los escenarios con la mayor sinceridad, con todo el corazón y todas sus fuerzas, sin pactar jamás con la mediocridad, cuánto bien hace a todas esas personas que, a través de su arte, han logrado, por unos momentos, aparcar sus penas atisbando la posibilidad de otros mundos menos hostiles, de rozar la belleza en su sentido más puro y pleno. Por eso, Maria Callas es inmortal.