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La soprano Ana María Sánchez

Muere Ana María Sánchez, una gran voz condenada por su físico

La gran soprano alicantina, que logró triunfar en Alemania, Italia y EE UU, fue apartada prematuramente de los escenarios por su obesidad

Ana María Sánchez, una de las cantantes españolas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, falleció ayer tras una prolongada batalla contra el cáncer. Otra enfermedad, tan extendida como la que ahora se la ha llevado prematuramente (tenía solo 63 años), la había apartado mucho antes de los escenarios donde conoció triunfos resonantes, pero quizá nunca a la medida de su inmenso talento.

Si su carrera se hubiera desarrollado en los años 50 del siglo pasado, y pese a que la competencia entre las sopranos era mucho mayor (cualquiera de las cantantes de segundo nivel de entonces haría palidecer a las estrellas del momento si sólo se tuvieran en cuenta sus virtudes vocales), seguramente habría gozado de una mayor y merecida fama. Pero entonces la ópera aún no se encontraba infectada definitivamente por el estúpido virus de la imagen, que condena sin demora al ostracismo a intérpretes con todas las condiciones para conmover cantando a la vez que, en demasiadas ocasiones, consagra a jóvenes artistas dotadas de físicos despampanantes pero con un hilo de voz sustentadas en técnicas precarias, insuficientes para insuflarle vida a las creaciones de los grandes compositores del género, de Claudio Monteverdi a Richard Strauss.

Ana María Sánchez había hecho todos los deberes menos posiblemente uno. Enamorada de la música desde muy joven, comenzó a cantar en un orfeón de su ciudad natal, Elda, localidad orgullosa de sus triunfos, que ella adoraba y donde vivió sus últimos días. Compaginó los estudios de canto con una sólida formación académica. Su licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad de Alicante revestía de un interés poco habitual sus conversaciones entre sus compañeros de profesión. Era culta y su extraordinaria curiosidad se trasladaba al estudio de los roles de las óperas que ella enriquecía con un conocimiento muy sólido de la época, el estilo, la historia… Su formación vocal terminó de forjarse en las aulas de la Escuela de Canto madrileña, donde tuvo como uno de sus principales maestros al gran Miguel Zanetti.

En 1994 se convenció afortunadamente de abandonar su puesto como profesora de instituto para probar suerte en el ruedo lírico. Estaba preparada de sobra para asombrar al mundo con el fulgor de su voz caudalosa, dotada de un bello timbre y una notable extensión, siempre al servicio de una intérprete sensible, preocupada por dotar cada palabra con su sentido preciso, apoyada en una dicción muy nítida y una musicalidad sin tacha.

Su debut: 'Nabucco'

Su debut en Mallorca, con la temible Abigaille de Nabucco, fue recibido con gran entusiasmo, redoblado al año siguiente en aquella Elektra memorable de Valencia junto a Eva Marton y Leonie Rysanek, nada menos. Pero ya entonces empezaban a escucharse maliciosos comentarios sobre su escasa adecuación física a los personajes que interpretaba, como si en la ópera se tratase de una cualidad esencial. En una época dominada por los directores de escena, que en muchas ocasiones imponen sus elecciones de artistas con criterios arbitrarios que poco o nada tienen que ver con la música, su obesidad fue su mayor hándicap, la cruz que terminaría apartándola prematuramente de los escenarios. Aunque antes no le hubiera impedido presentarse en las principales temporadas españolas y realizar actuaciones relevantes en grandes teatros internacionales, como la Bayerische Oper de Munich, La Fenice veneciana, la Deutsche Oper de Berlín, el Maggio Musicale Fiorentino o el Met de Nueva York, entre otros.

Su rotunda figura la apartó en ocasiones, también en algunos de los principales teatros españoles, de presentarse en los primeros repartos, debiendo aceptar prodigarse en los alternativos, lo cual resultaba una injusticia que algunos aficionados remediaban acudiendo únicamente a sus funciones. Eran conscientes de que con ella encontrarían una interpretación más genuina y ajustada a la verdad, vedada muchas veces para las famosas de turno, quizá más acordes con los cánones estéticos del momento pero incapaces de ofrecer un filado de la calidad de los que prodigaba la Sánchez con el esmalte aterciopelado de su rico instrumento.

Apartada por voluntad de los principales directores artísticos de seguir ofreciendo sus espléndidas recreaciones de Norma, Tosca, Elisabetta, Leonora o la Matilde de Guillaume Tell con la que llegaría a triunfar, en sus primeros años, en el San Carlo de Lisboa, sus últimas actuaciones antes de retirarse se desarrollaron sobre todo en conciertos en los que alternó su magisterio en la ópera con una muy loable dedicación a la música española. Sus geniales interpretaciones de zarzuela, por ejemplo, gozaban de toda la gracia, la sutileza y la sabiduría de las más grandes como Berganza o Lorengar.

Más que el deseo expreso de abandonar los escenarios, la indiferencia con la que a menudo se la trató precipitaron su prematura retirada. Jamás tuvo una palabra negativa para nadie, siempre cordial y amable, con esa sonrisa franca que iluminaba las conversaciones, aceptó su destino como un síntoma más de estos tiempos desquiciados. Acaso ella se sentía más que pagada al haber logrado algo con lo que jamás soñara, poder dejar las aulas para servir por un rato a los más grandes autores, sus ídolos desde la adolescencia, y recibir lo más preciado: el reconocimiento y cariño del público. La gran Magda Olivero afirmaba con toda razón que lo único bueno de esta profesión ocurre sobre el escenario. Ella pudo probarlo.