Arcade Fire inaugura el otoño de Madrid con su gran belleza
La banda canadiense volvió a dar un recital inolvidable en el mismo WiZink Center desde el que, cuatro años antes, los ecos de sus canciones recorrieron la madrugada de la capital
Toda La Edad de la Ansiedad estaba sin saberlo en el ostinato del Bolero de Ravel, cuyo crescendo (el crescendo de la emoción del público) terminó en el momento justo en que sonó el piano, la pianola de un viejo saloon que precedió a Arcade Fire, las hormigas que se abrieron paso, laboriosas (a través de la pista de un WiZink Center de Madrid espacial), moviendo sin cesar las antenas que son el sentido de la vida. El ritmo hace feliz a las personas. Arcade Fire es como un surtidor de ritmo. Una ritmonera. Y no es por la música, es por el ritmo. Parece una escena de un estupendo musical formícido de Pixar, donde la melodía forma parte de otro relato que está también aquí dentro. Un relato igual de bello, aunque más pequeño. Sonaba esa música principiante con un poderío amenazador con toda la montaña, una montaña adolescente, veraniega en el otoño, que quedaba por subir. Un jaleo de fiesta patronal lista (Ready) para empezar (to Start).
El encendido de las luces de un bar
Arcade Fire volvía a la ciudad para llenarla hasta los límites de lo posible, más allá del arte mayor que es la música, como decían en Muerte en Venecia, de Visconti. Win Butler parecía vestido de escudero medieval, de Tony Curtis en Flecha Negra, pero, como él, era un caballero, un virtuoso de la escena, un animal salvaje y libre al micrófono, salvaje y justamente comedido para que sus melodías sonasen acariciadoras en su potencia infinita. Lo que empezaba era una bestialidad. Un monstruo de más de veinte años que se mostraba en Neighborhood tan joven, más si cabe, como siempre.
Win Butler y su familia-orquesta maravillosa no solo no escatiman esfuerzos, sino que elevan su talento puro hasta el delirio. Y eso que solo era el principio. Put Your Money on Me fue un pequeño descanso, que sostuvo con encantadora fuerza las emociones que casi evocaban el encendido de las luces de un bar en la noche feliz. Arcade Fire, siempre correctos, siempre perfectos. Metrónomos poéticos que no agotan, mantienen, el tipo. Afterlife fue más que una vuelta de tuerca dada por Henry James. La vida que viajaba por el universo como Butler caminó entre el público hasta tumbarse en esa colina, mientras cantaba, a contemplar la estrellas a través de un techo que se había abierto solo para él.
Los suburbios de la niñez
Rabbit Hold trajo un ejercicio marital donde Régine Chassagne apareció con una bata verde de lentejuelas moviéndose al ritmo de una armonía tan despampanante que no parecía posible. Pimpinelas sicodélicos. Era como un Studio 54 castizo y sano. Cerveza y amor y amistad y baile en la casa de Arcade Fire, anfitriones donde pisan, invasores pacíficos, musicales, el último reducto del rock tal y como se conocía en la inclasificable variedad que no acaba, ni acabará, nunca. Entre los disparos láser de las naves del imperio parecían sonar lejanamente los Communards y los Bee Gees, como un rebobinado a golpes de batería esplendorosa tras el que apareció el órgano que una vez sonó para uno mismo, solo en la iglesia de Sant’ Agnese in Agone, al lado del palacio donde Jeb Gambardella tenía un escarceo decepcionante.
Más allá de los cielos y del espacio volvió a aparecer la banda en su acústica más primigenia. Un recorrido por la historia de la humanidad que empezó con The Lightning (I y II), el relámpago que terminó en la Rebelión romántica y poderosa, la cumbre de la apoteosis del lujo y los cánticos de una naturaleza sobrevenida que ya nadie podía resistir con las guitarras virtuosas desatadas que solo pararon cuando llegó la imprevista hora de la noche en que una discoteca abrió para impedir que nadie dejara de bailar por culpa de una serpiente simpática metida en el cuerpo de cualquier hombre (y mujer) moderno y antiguo, que de pronto, viniera de donde viniera, se encontró en los suburbios de la niñez, donde una tenue mandolina parecía dirigir sus paseos en bicicleta.
La niña de 'Sprawl II'
Al final había una niña. La niña Régine del Sprawl II que le encanta a otra niña, incondicionalmente, (Unconditional) en lo que ya era el centro del mundo de los vivos que estalló como Krypton con Everything Now y sus oboes imprevisibles. El oboe renacentista de Arcade Fire, que es como el anciano al que Benny Hill golpeaba en la cabeza calva al ritmo de una tonadilla. Sólo que a veces ese oboe, o esa guitarra, o ese bajo, o esas maracas no son la comedia chusca de ese pobre señor martirizado sino la belleza estética de un Marlon Brando o de una Kim Novak que protagonizaran una gran belleza intrínseca, la misma gran belleza de End of the Empire en un pequeño escenario central que hubiera pintado Courbet lentamente, como lentamente fue sucediéndose esa cadencia entre notas milagrosas, una por una.
No era un concierto sino un Cine Club de la infancia. Se veían lágrimas de felicidad. Eran las lágrimas vertidas a causa de la belleza. Toda la belleza del mundo contenida en todos esos cuerpos que se movían como espoleados por látigos de siete músicos que cabalgaban serenamente enloquecidos bajo una preciosa bola de discoteca. Un bonito Cine Club en el que se estaría hasta el fin en la extraordinaria nitidez musical que terminó levantando (Wake Up) a todo el mundo como si no hubieran pasado más de dos décadas desde que David Bowie casi se muriera de gusto al tocar con aquellos jóvenes guardianes de las más hermosas e intrincadas esencias.