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Orphée, de Philip Glass, acaba de estrenarse en una colaboración entre el Teatro Real y los Teatros del Canal

Cocteau devora al Orfeo de Philip Glass

El Orphée del compositor norteamericano no convence del todo en la inauguración de la temporada del Teatro Real

Siguiendo la estela de la estupenda English National Opera, que en una de sus recientes temporadas puso en escena hasta cuatro de las obras basadas en el mito orfeico, el Teatro Real ha decidido emular ahora este acercamiento a uno de los temas fundamentales en la historia de la música para, en su caso, programar tres de los títulos concebidos en torno a Orfeo. El coliseo madrileño ha elegido las populares versiones de Monteverdi y Gluck (quizá hubiera resultado más interesante apostar por L'anima del filosofo de Haydn, que casi nunca se programa y se basa parcialmente en La metamorfosis de Ovidio) además de propiciar el estreno en España de la propuesta del compositor norteamericano Philip Glass, como anteriormente ya había realizado la ENO con una estupenda producción.

La programación de este Orphée sirve, además, para rendirle merecido homenaje a una de las más grandes actrices que ha dado este país, aunque de sus excepcionales cualidades prácticamente solo se beneficiaran los franceses, puesto que María Casares, nacida hace justamente un siglo, desarrolló casi toda su maravillosa carrera en Francia como estrella de sus principales escenarios y musa de Carnè, Bresson o Cocteau, que la convirtió prácticamente en el personaje esencial de su Orfeo cinematográfico, rodado en 1949.

Precisamente Glass se fijó en la película de Cocteau para rendirle su particular tributo a la esposa fallecida, la artista Candy Jernigan, del mismo modo que el poeta, pintor y director galo ya había hecho antes tras la prematura desaparición de su joven amante, el escritor Raymond Radiguet. Y partiendo del guión original del filme, con algunos recortes, concibió una ópera de menores dimensiones que las más conocidas de este creador (Einstein on the Beach, Satyagraha), señalado como uno de los adalides del minimalismo, ese movimiento empeñado en la búsqueda de un lenguaje actual para la música, pero algo más amable y sencillo para su apreciación y consumo que la radicalidad experimental a menudo asociada con las vanguardias europeas.

Con los remakes cinematográficos sucede que solo resultan interesantes cuando se apartan voluntariamente del original para ofrecer algún novedoso punto de vista que permita revelar hallazgos no apreciados en el filme de referencia. A lo de Glass no puede llamársele en puridad remake, puesto que su adaptación no se plasma en imágenes si no que ofrece la base para una ópera, un género distinto, por más que ésta pueda considerarse con toda justicia como la madre del cine. No lo es, pero en cualquier caso, como los fallidos remakes, el Orphée del compositor norteamericano no logra despegarse del todo del modelo que le sirve de inspiración, situándose en ambición estética y resultados muy por debajo de lo que Cocteau nos legó con su exquisito Orfeo, un filme que visto hoy (la filmoteca lo repondrá en noviembre en recuerdo de la Casares) refleja una modernidad absoluta y acuciante tanto en su temática como por su puesta en escena en imágenes poderosas.

Ensayo general de la ópera Orphée, de Philip Glass, en los Teatros Canal, en MadridEFE

Recurriendo a una adaptación casi literal del texto, una aguda reflexión sobre el papel del Arte en la sociedad contemporánea, una sutil indagación en el misterio de la creación, el anhelo de inmortalidad de los artistas y los caprichos y vaivenes del deseo, que desciende además hasta la cotidianidad más vulgar con esas cuitas de pareja que ponen en solfa la institución matrimonial a menudo condenada por el tedio, Glass se concentra en revestirlo todo con una austera pátina musical sin demasiada sustancia, efectiva pero sin auténtica alma ni emoción.

Una partitura sin pulso ni garra

Incluso podría asegurarse que la banda sonora de la cinta en la que se basa este título, concebida por Georges Auric, ofrece mayor interés que la partitura del autor de O Corvo Branco. Arranca al más puro estilo de la música de cabaret, quizá para sugerir el bullicio de los cafés parisinos donde se inicia todo, e inmediatamente pasa a diluirse en un discurso casi siempre monótono, escasamente contrastado, limitado al rol de acompañar la acción, adelantándose en algunos momentos a describir la atmósfera que evocará un hecho determinado, para señalar un punto culminante. No tuvo problemas Jordi Frances, al frente de la estupenda Orquesta del Real, en servir sin contratiempos el mantra descafeinado de un Glass sin pulso ni garra.

Sólo en un par de momentos, los de mayor potencia dramática, aquellos destinados a describir la imposibilidad del amor entre la enigmática Princesa (encarnación de la muerte) y el cantor de Tracia, se aprecian algunos trazos de auténtica inspiración. El resto resulta soso, impersonal y aburrido; poco hay en la propuesta de Glass que sugiera el cautivador misterio, el exquisito sentido poético, la fina ironía del filme de Cocteau.

Los directores de escena, ya se sabe, son hoy las auténticas estrellas de esta rama del show-business y deben cargar las tintas de sus propuestas con sesudas reflexiones que justifiquen sus ideas, que muchas veces nada tienen que ver con la obra en cuestión ni tampoco aportan demasiado, cuando no directamente oscurecen o enredan lo que luego se trasladará a la escena. El bisoño Rafael Villalobos, que no es sospechoso de aborrecer la ópera como tantos de sus colegas que sin embargo aceptan encargos importantes de los teatros líricos, pretende aquí trasladar la acción del París en guerra del siglo pasado hasta los años 90 del mismo, situándola en una América cautiva de las pantallas de televisión con la multiplicación de la oferta que propició el cable, y en plena eclosión del mercado de Arte, convertido en terreno propicio para mercaderes y aprovechados que supieron valerse de las mejores técnicas del marketing para inflar artificialmente el prestigio de pintores que en muchos casos apenas habían aprendido a dibujar.

Poco de lo señalado por Villalobos previamente se traslada a su puesta en escena, que si tiene una virtud es precisamente la de no alejarse demasiado de los mensajes de Cocteau. El minimalismo atribuido a Glass se traslada también a una escenografía despojada (alguien diría que pobre), con un único elemento de pantallas en las que se pueden apreciar desde fragmentos de las series de moda entonces hasta aquellos talk-shows en los que aún tenían cabida personalidades tan interesantes como la cáustica Fran Leibowitz, azote de estúpidos.

Vista del pase gráfico del ensayo general de la ópera Orphée, de Philip GlassEFE

Limitándose él también a subrayar en lo esencial la historia original, sin caprichos ni veleidades, su propuesta pierde también fuelle al mostrarse incapaz de ofrecer al menos alguna imagen poderosa, más allá de algún guiño como el que se refiere a la aclamada producción de Billy Budd de Deborah Warner en el momento del traslado en la embarcación del poeta, aquí pintor, por la Estige. En cambio, se muestra bastante acertado en la descripción de los personajes y en el modo de establecer sus distintas relaciones entre ellos. Goza a su favor de un espléndido reparto en conjunto.

No encontrándonos aquí en el peliagudo terreno del bel canto, donde el instrumento lo es casi todo, y contando con una sólida nómina de cantantes españoles, casi todos los intérpretes se acercan idealmente al «pyshique du rôle». Súmese a ello que Glass no exige demasiado de casi ninguno de los protagonistas, ni tampoco les proporciona esos momentos aislados de lucimiento que suelen ser el terreno propicio para la conmoción.

Todos cumplieron a rajatabla lo que se reclamaba de ellos, con una especial mención para la estupenda María Rey Joly, soprano desaprovechada en tantas ocasiones, y que aquí pone su imponente figura y una voz propicia a resaltar el carácter sensual y a la vez trágico de su personaje, esa princesa a la que María Casares engrandecía con sus aires de sofisticada meiga. En la visión de Villalobos la muerte se muestra más arrebatadora y carnal, perdiendo algo de su secreto encanto. Lo mismo que Euridice, encarnada con acierto por Sylvia Schwartz, es aquí un ama de casa algo más vulgar y desquiciada por momentos.

Mikeldi Atxalandabaso no deja pasar (no lo hace nunca) la oportunidad de brillar con la voz más y mejor asentada de todo el reparto, en un papel de tanta enjundia como el del ambiguo Heurtebise. Muy acertados, también, resultaron Edward Nelson, como el aquí antipático Orfeo, y Pablo García-López en el crucial papel de Cegeste. Buena incorporación la de David Sánchez como el juez, un bajo que si se centra en la depuración de su privilegiado instrumento tiene un buen futuro por delante: no hay muchas voces como la suya, entre las de su cuerda, en este país. Resultó desaprovechada la mezzo Karina Demurova en una parte que no le rinde justicia, pese a que su espléndido físico conviene al concepto de Villalobos para la descarada, provocativa Aglaonice.

En definitiva, el Real, trasladado en esta primera función de la presente temporada a los Teatros del Canal, se anota un tanto al servir un estreno de un compositor actual, como Philip Glass, del gusto del público. Y sobre todo acierta al buscar una conexión con María Casares, olvidada en su propio país, una figura que debe ser reivindicada urgentemente como se merece más allá de aniversarios. Lástima que la obra no dé para más, y que tampoco se empeñaran demasiado a la hora de revestirla con una producción que al menos la aproximara a la genialidad de Cocteau.