¿Se retira Barenboim?
El propio pianista y director argentino-israelí anuncia que deja los escenarios durante un tiempo por una enfermedad
Era un secreto a voces. Hacía tiempo que Daniel Barenboim no se encontraba bien, como pudo apreciarse ya a principios de año al dirigir el «Concierto de Año Nuevo», donde compareció visiblemente agotado, por algunos momentos poco implicado, y más adelante al tener que renunciar a algunos de los compromisos adquiridos para la nueva temporada después de unas últimas apariciones poco afortunadas.
Estos días debía dirigir una nueva producción del Anillo wagneriano en su teatro berlinés, y poco más tarde presentarse en Madrid con la orquesta del mismo. La segunda cita, en el ciclo de Ibermúsica, fue anulada; para la primera se ha contado con un sustituto de lujo, Christian Thielemann. Ahora es el propio director argentino-israelí, con pasaporte español, el que ha anunciado que se retira temporalmente de los escenarios y auditorios. Al parecer, se le ha diagnosticado una enfermedad neurológica que hace poco probable, a sus 79 años, pensar en un futuro regreso a sus actividades habituales.
A finales del año pasado, mientras se encontraba en Viena para el «Concierto de Año Nuevo», Barenboim declaró que «envejecer no es nada agradable pero las alternativas son peores, así que no hay que tomárselo en serio». Su idea, entonces, parecía seguir disfrutando de lo que le quedara en este mundo haciendo exactamente lo mismo que había hecho durante toda su vida, desde que empezó a dar sus primeros conciertos en público cuando aún vestía pantalones cortos. Si tuviese que dejarlo definitivamente, algo que él se resiste a confirmar, sus servicios a la música han sido tantos y tan variados a lo largo de estas ocho décadas que su figura seguramente será recordada siempre, sin necesidad de una última presencia en el podio o el piano para despedirle con un homenaje.
Como en otras escasas personalidades, la música ha modelado por completo su existencia desde el mismo inicio, ocupando un lugar de extraordinaria relevancia en casi todas sus facetas: como pianista, director, responsable de venerables instituciones musicales, ocasional escritor y siempre comprometido divulgador, en todas sus comparecencias públicas, de un mensaje que vincula la importancia de no dejar de lado a la educación musical con una de las bases imprescindibles para apuntalar eso que llamamos civilización, algo que ya los griegos sabían de sobra.
Por el camino ha tenido tiempo además de casarse (en dos ocasiones, con reconocidas instrumentistas), tener hijos (uno de ellos, Michael, es un notable violinista) y de promover el entendimiento entre israelíes y palestinos, llegando a fundar junto al fallecido escritor Edward Said una orquesta de jóvenes, la West-Eastern Divan, con la que ha promovido de manera activa, en todo el mundo, la idea de diálogo y convivencia en paz al convocar a músicos de distintas creencias y nacionalidades, fundamentalmente israelíes y palestinos, pero también libaneses, jordanos, españoles y latinoamericanos, unidos en el propósito de expresar a través del lenguaje universal de los sonidos un mensaje de concordia, tolerancia y entendimiento.
Estrecho vínculo con España
A España le mantienen vínculos muy estrechos a través de sus amistades, sobre todo la tan longeva como fructífera para todos los melómanos de Alfonso Aijón, fundador de Ibermúsica, una de las primeras personas que reparó en su extraordinario talento para presentarlo aquí; una cierta afinidad hacia los políticos de la órbita socialista (Bernardino León, en los tiempos del zapaterismo, fue uno de sus grandes confidentes y valedores), y su declarada pasión por Andalucía donde tiene una casa en la que pasó, por ejemplo, el confinamiento.
Precisamente de uno de sus veraneos en su casa marbellí proviene una de esas anécdotas que a él mismo le gusta relatar en su suficiente español, con cierta gracia. En una ocasión, precisando de un afinador para uno de sus pianos, le dieron un contacto al que debería llamar por teléfono. Lo primero que hizo fue presentarse a su interlocutor como Daniel Barenboim, para inmediatamente solicitarle sus servicios. Después de concretar la cita, al despedirse, el hombre al otro lado del aparato le dijo: «¡Oiga!, ¿y de qué bar dice usted que me llamaba?».
Habiendo recorrido toda España como pianista o director al frente de varias de las formaciones a las que más tiempo ha estado asociado (Sinfónica de Chicago, Orquesta de París, Staatskapelle Berlín..), algunos de los mejores recuerdos vinculados a su presencia aquí se refieren a aquellas visitas que al final de cada temporada realizó durante varios años al Teatro Real madrileño, poco después de su reinauguración como coliseo lírico.
Aquello seguramente fue un gran dispendio, y un escarnio para la programación propia del teatro: el público sabía perfectamente que lo mejor que se podría disfrutar allí no iba a estar dentro de la temporada regular, fruto de las fuerzas estables y de los organizadores del propio Real. No. Lo que se esperaba con auténtica devoción eran las comparecencias de Barenboim, que se traía al completo a las huestes de la Staatsoper berlinesa (institución que él mismo dirigía), incluidos orquesta, coro, producciones y cantantes.
Un lujo asiático o cosa de paletos, según quiera verse. Pero pregúntese a los aficionados que pudieron disfrutar de un mayestático Tristán de Isolda (con dirección escénica de Harry Kupfer y aquel Siegfried Jerusalem que parecía dejarse la vida en cada función), Los maestro cantores de un nivel como jamás se han vuelto a disfrutar en España, o el emocionante Fidelio con el coro invadiendo el patio de butacas en ese final difícilmente comparable en el que Beethoven reivindica el triunfo de la libertad sobre la tiranía, la luz que se impone definitivamente a las sombra. Todos lo que lo vivieron lo justificaran.
Aunque solo fuese por esos momentos, por los que podríamos perdonarle su tardía y poco sutil aproximación a la Iberia de Albéniz, la presencia en España de este músico extraordinario, al que le deseamos larga vida (ojalá se recupere muy pronto), quedará para siempre grabada a fuego en la memoria de la melomanía ibérica.