Fundado en 1910

Andrés CalamaroEFE

Entrevista

Andrés Calamaro: «Asistimos atónitos a una castración cultural insólita, que casi supera las dictaduras»

Ante la reedición de lujo de una de sus obras maestras, Honestidad brutal, el músico y poeta habla en El Debate de la vida y de aquella proeza insomne: «España en los 90 era un vergel»

Andrés Calamaro Macel despeina hoy 61 años. Es un gran artista, y también una buena persona, lo que puedo acreditar por dos décadas de trato amistoso constante con él. Ha visitado palacios presidenciales y tugurios inmundos con igual soltura. Ha recibido distinciones públicas y se ha extraviado en la noche más oscura. Ha escrito obras maestras incontestables, a veces jugándose el físico en desparrames creativos de insomnio químico. Ha paladeado las glorias de los artistas ganadores y también las dudas del miedo escénico y del pulso contra sí mismo. Conoce bien la España de las fondas, las ventas del camino y las furgonas; también la de los hoteles de todas las estrellas, las berlinas y los cenadores finos.

Calamaro, argentino y también patriota español, es inteligente y un conversador ameno y prolijo, más de humo que de espirituosos, porque es abstemio. Obviamente tiene una veta romántica, como denotan sus versos. Le encanta la política, estar al tanto del signo de los tiempos. Ha convertido los toros en la fe que no tiene en el más allá y su otra religión es la amistad: siempre hay una vela encendida en su alma para «los amigos ausentes». Por encima de todo es un poeta.

Andrés nació en hogar bonaerense ilustrado, izquierdista y de genes longevos. Su padre fue el abogado e intelectual desarrollista Eduardo Calamaro, fallecido con 98 años, de obra prolija y que quería que su hijo mayor estudiase Derecho, como él. «Yo vivo con la televisión apagada y las luces encendidas», solía rezongar don Eduardo. La madre, Esther, murió el año pasado, a los cien. Era nutricionista y siguió trabajando hasta dos años antes de fallecer. Esa cultura laboral late a su modo en Andrés, que hace suya una máxima de su padre: «Para descansar, el centinela cambia de pierna. El único descanso digno del ser humano es cambiar de actividad».

Cuando llegó a España en 1990 para fundar Los Rodríguez con Ariel Roth, Calamaro ya había triunfado en Argentina con Los Abuelos de la Nada. Tras cerrar Los Rodríguez en pleno éxito, inició una carrera en solitario vendiendo en 1997 medio millón de copias del exquisito Alta suciedad. En lugar de dormirse en los laureles, continuó explorando y dos años después llegó el asombroso torrencial, dylaniano y porteño de Honestidad brutal (que hasta lo llevó a telonear por las Españas al propio Bob, que lo presentó como «mi amigo, el rey del ritmo, Andrés Calamaro»).

Andrés C. está estos días de gira por Latinoamérica. Este sábado ha llenado la plaza de toros de Medellín. La ronda de conciertos coincide con una reedición de lujo de seis discos de la que se considera su obra maestra, Honestidad brutal. El formato, que él llama «extra brut», presenta sus canciones remasterizadas y algunas buenas sorpresas extraídas del baúl. Cuando publicó aquello, Calamaro tenía 37 años, que sustanció en otras tantas canciones. Fue el fruto de dos años de grabaciones febriles y trasatlánticas, de un divorcio, del ambiente de tensión y emoción finisecular… El disco cautivó a una generación, conjuró sus inquietudes y afectos y elevó a su autor a estatus de clásico.

–Se concuerda en que Honestidad Brutal es uno de los tres mejores discos de la historia del rock en español y un hito en su carrera. ¿Cómo lo ha llevado todo este tiempo? ¿Como una gloria o como esa losa con la que siempre le miden?

–Si eso fuera cierto, que podría ser uno de los tres discos más importantes de rock en este idioma, entonces lo abrazo como gloria bendita, o un error en las bitácoras críticas, que de cualquier modo me honra. Honestidad Brutal fue una grabación larga y casi heroica. Terminarlo y publicarlo fue un triunfo per se. Asimismo, fue el principio de algo: seguimos grabando en modo incansable. Luego de tres giras de distintos formatos en 1999, celebré un elusivo hiato de cinco años fuera del circuito de conciertos. En 2005 volvimos a los escenarios, a cantar las cosas de Honestidad Brutal. Fue una sensación indescriptible: aquellas canciones escritas al abrigo de la oscuridad ahora cantadas por tanta gente. Fue especial. Es verdad que parte de la crítica me atosiga con Honestidad Brutal como una lápida artística, pero tampoco es tan bueno. Fue un disco hype desde el arranque, un crossover crítico que sé apreciar.

Portada del álbum 'Honestidad brutal' (1999)

Las dos portadas de 'Honestidad Brutal', la de 1999 y la de 2022, respectivamente

–El disco siempre se ha interpretado como la crónica de una ruptura sentimental, una separación, a lo Blood on the tracks de Dylan. Pero creo que hay más cosas, que recoge también la encrucijada de dos siglos y refleja mucho de aquel clima. ¿Cómo lo ve quien lo hizo?

–Sí, claro. Hay muchas más cosas y más episodios existenciales, aventureros, metafísicos y carnales. Es prudente ser discreto con estas cosas, pero son pecados que prescribieron ya. Si el disco fuera una ópera-opereta entonces contendría variopintas protagonistas femeniles: mujeres mundiales, rubias «que vienen y se van», jugadoras con fuego, jóvenes que entregan la virtud sobre un capote de torero, victorias, soledades y palomas. Un respetable etcétera que no hace más que definir el texto del disco como un tratado de soledad bien acompañada y compartida. Como lo que podríamos llamar «disco de divorciados» es una proeza.

Andrés Calamaro durante un concierto a mediados de 1999 en ZaragozaEFE

–¿Cuánta salud le costó la proeza?

–No lo sé. Casi todos sobrevivimos a aquella grabación; teníamos menos de cuarenta años. No nos podemos quejar de aquellas abundancias. Hicimos lo que quisimos en sintonía con nuestra generación. No descarto que el vacunatorio me haya pasado peores facturas que aquellas maratones de grabaciones. Honestidad Brutal fue parte de un episodio personal de más años, seguramente me haya oxidado un poco. A largo plazo, las facturas resultan irreversibles para todos, incluso a quienes se despiertan al alba para correr maratones por propia voluntad.

–¿Cómo era la España de entonces? ¿La siente más libre o más opresiva que la de ahora?

–España en los noventa era un vergel, los últimos años mozos de La Movida, florecientes en la Malasaña del Morocco y la Vía Láctea, los mil garitos y los buenos vecinos. A finales de los noventa, la disputa entre los Ángeles del Infierno y los Centuriones cambia bastante la geografía del barrio; un episodio fundamental, relativamente desconocido, en Madrid. Luego España muta un poco su identidad rockera hacia otro perfil más mundano, pero seguimos disfrutando del bienestar democrático unos años más. El «fin del mundo español» es el circa 2010, el año del mundial africano. Fue la última vez que nos pusimos de acuerdo en algo, el colapso de la concordia y la fraternidad hispana. El último grito de gol mancomunado.

Andrés Calamaro y Joaquín Sabina en los Premios de la Música en 2000EFE

–Una vieja pregunta: ¿Hace falta sufrir para componer magistrales obras de arte?

–Caramba, lo que se sufre realmente es el malestar físico. Las canciones diluyen los malestares sentimentales. No descarto que sea peor un dolor sacro-lumbar que la angustia existencial del amor inverso. Es verdad que la tragicomedia sentimental nos induce a pequeños lapsos de depresión y nos introduce en la ingesta de medicinas psiquiátricas. Quien esté libre de pecado que tire la primera caja de Venlafaxina.

–Vamos acabando, que se tiene que ir para la plaza de toros. En los días de Honestidad Brutal escribía usted con sus amigos en Diario 16 unas sensacionales crónicas llamadas «Fin del mundo». ¿Teme que ahora, 23 años después de aquello, sí estamos cerca del fin del mundo?

–Aquel «Fin del mundo», página nihilista en D16, fue apropiado y genuino, la gran crisis de los calendarios que palidece comparado con los episodios de confinamiento y vacunatorio. Nos hemos visto comportándonos como borregos, permitiendo que nos inoculen sustancias desconocidas, algo que ni el peor adicto hubiera permitido. Caminando dóciles al matadero químico es una imagen que casi supera el imaginario del Apocalipsis. Este fin del mundo se presenta como alarmante batalla cultural, como exaltación de la eutanasia, la persecución del humor y las artes inopinables. Aquellas intervenciones en D16, que usted avaló con generosidad y confianza, fueron un episodio periodístico de libertad y vanguardia, no sin sentido del humor, y drama, en una redacción de la vieja escuela, ahumada y dinámica. Honrados los findelmundistas por el espacio semanal, 23 años después asistimos atónitos a una castración cultural insólita, que casi supera lo anteriormente conocido en las dictaduras contemporáneas. Son nuevos gulag para cancelar la forma de vida occidental.