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Cecilia Bartoli en el teatro RealJavier del Real | Teatro Real

La Bartoli prolonga su idilio con el público madrileño

El concierto de la diva romana en el Real, un espectáculo inteligente, muy elaborado, concluyó entre ruidosas aclamaciones con todo el teatro puesto en pie

Cecilia Bartoli volvió, cantó y venció. Si antes de la pandemia se había presentado en el Auditorio Nacional como una suerte de apelación a la nostalgia por su pasado rossiniano (al que poco a poco parece estar volviendo ahora) con aquella estupenda versión de La Cenerentola, ahora ha sido el Teatro Real el escenario escogido para una de las citas más aguardadas de este pródigo otoño musical.

Como si se la hubiera dedicado específicamente a la mezzo romana, en su Oda para el día de Santa Cecilia Händel puso música a unos versos que hablan de cómo no hay pasión o desdicha que la música no sea capaz de elevar o aplacar. Reflexión perfectamente elegida por Bartoli, artista cada día más madura y consciente, para la conclusión de un concierto concebido en todos sus más nimios detalles con exquisita inteligencia, una muestra de cultura y sensibilidad que para nada sorprende en esta dotada artista.

Ella, que ha sido siempre una intérprete moderna en el sentido de cómo ha acertado a la hora de planificar su carrera en los escenarios y estudios de grabación, escoger el repertorio, comunicarse con sus admiradores… sabe muy bien que en estos tiempos, por muchas razones, equivocadas o no, resulta complicado perpetuar un modelo de recital que no ha cambiado demasiado desde los tiempos del pionero Franz Listz. Es preciso ofrecer algo más.

La mezzo romana Cecilia Bartoli en el Teatro RealJavier del Real | Teatro Real

La fórmula piano/cantante u orquesta/cantante ya sólo funciona para unos pocos privilegiados intérpretes capaces de atraer a la audiencia con el mero gancho de su celebridad. Pero si lo que realmente se quiere es que este modelo sobreviva, que enganche y seduzca a nuevos públicos, se impone emplear la imaginación, y Bartoli en este punto resulta infalible. Quizá se lo deba a sus orígenes romanos, a la influencia de Plauto, y un poco también de Terencio, de su completo sentido del espectáculo, que debe resultar en la medida de lo posible aleccionador, catártico, procurar una cierta elevación, pero a la vez precisa siempre del asombro, de la sorpresa, de la complicidad para cautivar además de conmover.

Su nuevo programa, convenientemente titulado Farinelli y su tiempo, bien rodado por distintas ciudades europeas, resulta un mecanismo de minuciosa precisión, de perfecta elaboración, una hábil puesta en escena a partir de unos medios simples pero de una extraordinaria eficacia porque parten del conocimiento, del estudio, de la riqueza de las ideas. En este tipo de aproximaciones que algunos han abordado con éxito, también en España, como el recordado Gustavo Tambascio a propósito del célebre «castrato» o Mario Pontiggia para recrear la fascinante vida y obra de Nicola Settaro, Bartoli gana a todos con el privilegio de poder erigirse ella misma como protagonista absoluta a partir de su carisma desbordante y de su sólida personalidad musical, que se manifiesta en un dominio total de sus medios expresivos con esa manera de decir, poseedora del secreto del fraseo, hondo y aparentemente sencillo, con el que traspasa sin dificultad el velo de las emociones.

Vestuario, maquillaje y escenario

En ese sentido, todo resultó excepcional, dispuesto para el pleno goce estético, desde la supresión de las pausas que permiten una mayor concentración; su propia implicación actoral, permaneciendo en escena todo el tiempo, donde los cambios de vestuario, peluquería y maquillaje, con la colaboración de un ayuda de cámara y realizados a la vista, se integran en la propia acción; hasta la oportuna selección de las imágenes proyectadas en el ciclorama para acompañar cada segmento musical, como el conocido retrato que Bartolomeo Nazari realizó de Carlos Broschi, ese Farinelli que contribuyó a hacer de Madrid un centro de producción operística homologable a lo que sucedía en Europa hasta que Carlos III le retiró su confianza.

En apenas un instante, para interpretar una de las arias más conocidas del Giulio Cesare haendeliano, V’adoro pupille, la cantante logra transformarse en la seductora, a su modo, Cleopatra que Liz Taylor encarnó para la película del gran Mankiewicz, mientras de fondo puede apreciarse una reproducción del lienzo que Jean-Leon Gérôme consagró a Julio César y su amada egipcia. Este es solo uno de los muchos detalles que colaboran eficazmente en otorgar coherencia, plasticidad y hasta una cierta fluidez narrativa a lo que podría haber sido sencillamente un concierto más, pero que así se convierte en una experiencia mucho más elaborada y gratificante, no solo fruto del mero interés de halagar, si no capaz de ir más allá hasta convertirse, incluso, en una personal toma de postura acerca de lo que debe ser la ópera y su modo de producirse aún hoy, una declaración de intenciones sobre la búsqueda ideal de la belleza.

En lo propiamente musical, aunque aquí lo abarque todo, más allá de los conocidos alardes pirotécnicos que aún sigue dominando (la aparición en el escenario con el aria de Porpora manteniendo la primera nota como si no tuviera fin; los duelos con los distintos solistas, todos magníficos), aún cuando el inexorable paso del tiempo asome en un brillo más atenuado o con unas agilidades menos apabullantes que otrora, donde la Bartoli sigue siendo capaz de conmover hasta a las rocas es en el canto más íntimo y reposado. Se la habremos escuchado infinidad de veces, pero su interpretación de Lascia la spina aún es capaz de lograr ese prodigio de convertir el tiempo en espacio, como Gurnemanz le predica a Parsifal. En esos instantes de extrema delicadeza aún puede producirse esa suerte de demora contemplativa que Byun-Chul Han añora en esta época de simultáneos apremios, de atención eternamente parcelada, como este pensador sostiene en El aroma del tiempo.

Cecilia Bartoli en los saludos finales de su actuación en el Teatro RealJavier del Real | Teatro Real

Sabe perfectamente la Bartoli que para brillar más hay que rodearse siempre de los mejores, y por eso ha buscado la colaboración de un conjunto magnífico como Les Musiciens du Prince-Monaco, provisto de solistas verdaderamente excepcionales (trompeta, flauta, oboe, chelo, tiorba…) que ella ha contribuido a fundar con su influencia. Bajo la dirección puntillosa, animada, al servicio de la diva y siempre de la música, que ofrece Gianluca Capuano, la agrupación contribuyó al gran éxito de una actuación rematada con el público en pie aclamándolos a todos, y de manera muy especial a su ídolo, con toda suerte de exclamaciones, incluidos los silbidos como muestra de aprobación.

Hasta en las propinas la Bartoli impone su sello particular, con esa aria de Agostino Steffani que al poco muta en una versión de Summertime plena de swing o un Non ti acordar di me dicho con delectación en cada palabra y acento, de una hondura expresiva irresistible, en el que la apelación a no permanecer en el olvido se convierte casi en una plegaria, para inmediatamente volver a los fuegos de artificio del final y provocar un último delirio capaz de disipar cualquier asomo de melancolía que pudiera llevar a alguno a pensar que la estrella medita ya el retiro. Escuchándola cantar, viéndola volar sobre el escenario e incluso hasta bailar se aprecia que tiene cuerda para rato. El idilio proseguirá.