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Imagen de Orfeo en el Teatro RealJavier del Real

El espectáculo del año es el 'Orfeo' de Sasha Waltz

El Teatro Real acoge una versión deslumbrante del mito que originó la primera ópera de Claudio Monteverdi, primera cima del género

El mito de Orfeo nos sigue fascinando. De Monteverdi a nuestro Jáuregui, de Haydn a Rilke, de Stravinsky, Dusapin o Cocteau hasta Arcade Fire, la peripecia del cantor de Tracia mantiene intacto su poder de seducción, quizá porque como bien apuntó María Zambrano «una de las más tristes indigencias del mundo actual es la de metáforas vivas y actuantes».

Por eso el Teatro Real, que hace unos años ya había fijado como eje de su programación en una temporada pasada la reflexión en torno al tañedor de la forminge, repite ahora la propuesta con algún cambio en los títulos escogidos (afortunadamente son tantos), y renueva el éxito, más resonante estos días con Monteverdi que aquel algo descafeinado Glass que se representó en septiembre. No es solo que la obra del compositor cremonés sea de naturaleza muy superior, toda la concepción del espectáculo resulta en esta ocasión de un nivel mucho más trascendente a lo visto y apreciado en aquellas, no tan lejanas, funciones que acogieron los Teatros del Canal.

Supremo acierto

Pitágoras aconsejaba comenzar la educación del hombre por la música, que atempera el carácter y las pasiones mientras propicia la armonía entre las facultades del alma. Orfeo era capaz de aplacar con su lira las asperezas del espíritu, de sanar tanta entraña sorda expresando a través de los sonidos aquello más íntimo que no se acierta a formular mediante la palabra. Y en el empeño por trascender la realidad, la música ha tenido siempre una fiel aliada en la danza.

Los franceses conocen muy bien la estrecha vinculación entre la ópera y el ballet, desde su pionero Lully hasta los grandes compositores del siglo XIX, que como Verdi o Wagner debían incorporar importantes números danzados cuando aspiraban a estrenar con éxito sus obras en París. Pero esas demostraciones solían aparecer como elementos aislados dentro del propio discurso general de la obra, casi siempre vinculadas a algún tipo de celebración, ya fuese una boda o incluso una bacanal (Tannhauser).

El supremo acierto de esta particular lectura de la primera obra maestra de Claudio Monteverdi a cargo de la coreógrafa, y aquí también directora de escena, Sasha Waltz, parte del logro de buscar la unión íntima y armoniosa entre el canto y la danza propiciando un sugestivo cóctel que funciona a partir de la absoluta implicación de todas las partes reunidas: coro, orquesta, cantantes y bailarines. Se constata una extraordinaria labor de ensayos previos que, como en todo trabajo relevante, es preciso ponderar: resultados como este no son fruto de la improvisación ni del azar, solo se alcanzan con determinación, compromiso y un gran rodaje.

La apasionante lectura de Sasha Waltz, posiblemente el espectáculo lírico de mayor calidad, hondura y belleza de cuantos se hayan propuesto este año en España

El desarrollo de un espectáculo como este se beneficia seguramente de la posibilidad de haber girado por distintos teatros europeos durante varios años, qué duda cabe, pero en cambio no hay trazo de agotamiento o rutina, la frescura de la propuesta se muestra intacta a los ojos de un espectador que lo acoge como una estimulante revelación. Por supuesto, a ello contribuye la modernidad de una obra concebida también en su día como fruto del mestizaje (las formas y estilos que el propio Monteverdi y sus modelos habían cultivado durante sus días), con la audacia de proponer la posibilidad de un camino nuevo para el incipiente teatro musical. Una obra dramática no con música, si no «en música», algo completamente distinto y que ha tenido más o menos seguidores afortunados y que en absoluta plenitud revelan muy pocos títulos a lo largo de los últimos cuatro siglos.

Monteverdi se enfrentaba a un libreto de extraordinaria perfección formal, que recogía lo esencial del mito orfeico con dos partes bien diferenciadas: la celebración del deseo, con la unión entre dos jóvenes, Orfeo y Eurídice, en pleno disfrute de su juventud, y la pérdida: el final de la inocencia. La conclusión de la obra, tal como esta se estrenó, reflejaba una cierta ambigüedad que la aproximaba al desenlace más pesimista del original, con un Orfeo abandonado a su suerte, aunque sin asesinarlo. En cambio, el propio compositor, como esos productores que a veces meten la tijera en el montaje de sus filmes con la vista puesta en la taquilla, decidió dos años más tarde imprimir un «happy end» quizá más del gusto del público habitual, el que se interpreta en la actualidad.

Escenografía austera

A través del canto y de la música, Monteverdi hace progresar la historia sin grandes pausas, algo a lo que más tarde aspirarían los grandes cultivadores del género, de Verdi a Berg, centrándose en la honda descripción de los personajes pero sin renunciar a una cierta abstracción que deriva de la naturaleza mítica de su referencia literaria dotando al conjunto entero de un encanto, un misterio absolutamente fascinantes, que se prolongará en sus otras dos óperas conservadas, El retorno de Ulises y La coronación de Poppea.

Todo ese deslumbramiento, y algo de su misterio, se revelan en la apasionante lectura de Sasha Waltz, posiblemente el espectáculo lírico de mayor calidad, hondura y belleza de cuantos se hayan propuesto este año en España, quizá rivalizando con la Salomé que cerró la pasada temporada de la ONE. Resulta algo descorazonador que ningún gran teatro entre los nacionales sea capaz de poner en pie una producción propia del nivel de esta que ahora ha importado el Real. Sólo hay que observar la nómina de los candidatos a mejor producción en los International Opera Awards, que con gran pompa y un programa musical deslavazado se entregarán el próximo lunes en la ceremonia que acogerá el propio coliseo madrileño: no figura ninguna instituición española. ¿Tan difícil resultaría, por ejemplo, proponer una gran producción nueva de una de las obras maestras del aragonés José de Nebra? Al menos el Teatro de la Zarzuela se propone intentarlo en 2023.

A partir de una escenografía tan austera como efectiva, un panel de madera tipo Ikea, unas mínimas, acertadas proyecciones de imágenes alusivas, un vestuario de exquisita elegancia y con la orquesta partida en dos, situada en lugar de en el foso a ambos lados del proscenio, este Orfeo arranca al principio luminoso, como una celebración de la naturaleza, la vida y el sexo. Reflejo de ello se encuentra ya en la misma introducción, a partir de ese contagioso desparpajo con el que un brioso Leonardo García Alarcón recrea la fanfarria y posteriores danzas febriles de bailarines, coro y cantantes, a los que en ocasiones es complicado distinguir en su abigarrada fusión, durante el prólogo. Luego, con la penumbra creciente del drama, y ese descenso a las puertas del averno que funciona como metáfora de otra bajada a los abismos, la de de nuestros propios desencantos, íntimas tragedias y frustraciones personales, los movimientos de los bailarines se atenúan y reducen adquiriendo una mayor hondura expresiva, en formas e imágenes conseguidas de una hermosa y sugerente plasticidad, mientras la iluminación se atenúa convenientemente a partir de la aparición de Caronte y el viaje hasta las profundidades tártaras.

No podía conocer la versión de este 'Orfeo' que ahora nos ha regalado Sasha Waltz. Apología del trabajo bien hecho, de la verdad dramática de Monteverdi

Aquí no hay lugar a divismos ni puntuales aclamaciones: el silencio del público durante toda la representación adquirió el espesor palpable de lo trascendente, de lo que toca la fibra y conmueve para concluir, ya sí, en una catarsis final de exclamaciones jubilosas, con un incluso amago de palmas batidas a ritmo, como ocurre en los teatros franceses y algunos centroeuropeos cuando lo muy excepcional hace aparición.

Se premió sobre todo el trabajo colectivo, el perfecto engranaje sin apenas fisuras salvo, quizá, la escasa adecuación de un teatro grande a las voces, limitadas en proyección, de casi todos los cantantes a excepción de la soprano Charlotte Hellekant, que en cambio exhibió un acusado vibrato, y del bajo Alex Rosen como un apreciable Caronte. Como la mayoría de sus compañeros de función, Julie Roset posee un instrumento de tamaño limitado, pero resultó tan expresiva y apegada a la naturaleza de una Eurídice sensual, nada ñoña, que no se echó en falta un volumen más amplio. Georg Nigl, el hábil cantante para el cual fue concebido este Orfeo, tiene absolutamente interiorizado al héroe tracio, cuya tesitura se mueve en ese complicado terreno fronterizo entre el tenor y el barítono. Valiéndose de todas las inflexiones sugeridas, dota a su personaje de una extraordinaria sinceridad: resultó francamente conmovedor en esas escenas, entre lo declamado y lo cantado, que anticipan a un Peter Grimes, un sir John Falstaff o al Boris Godunov que en unos días volverá a escucharse en La Scala.

Ejemplares resultaron todos los bailarines; el fantástico coro, el Vocalconsort Berlín, fue un modelo para tantas otras formaciones a la hora de asumir un reto tan exigente, pues todos sus componentes deben integrarse como uno más en la acción, bailando y moviéndose según las inteligentes exigencias de Sasha Waltz para cada escena. Y qué decir de la Freiburger Barockorchester, más allá de que sus miembros fueron escogidos entre lo más granado de la interpretación historicista para la ocasión. Se plegaron al gesto puntilloso, elegante, de Leonardo García Alarcón, tan pendiente de ellos como de los cantantes, sumándose todos al final a la celebración en escena, bailando, como no podía ser de otra manera. Apología del baile llamaba Wagner a la «Séptima» de Beethoven. No podía conocer la versión de este «Orfeo» que ahora nos ha regalado Sasha Waltz. Apología del trabajo bien hecho, de la verdad dramática que Monteverdi supo insuflarle desde su mismo origen a un género que aún hoy, a pesar de todo, goza de una urgente, apreciable vitalidad.