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El Papa Benedicto XVI, durante un concierto en la Stuttgart Radiophonic Orchestra durante su 80 cumpleaños en el VaticanoGtres Online

Ratzinger y la música como vehículo hasta lo divino

Benedicto XVI fue un gran melómano. Amante de la Belleza y de la vía del Pulchrum como lugar preferente de relación con Dios, la música constituyó una de las grandes pasiones de su vida

El escritor francés Paul Claudel vivía inmerso en un combate sin tregua entre la admiración por el progreso de la ciencia, que a menudo ponía en duda su sentimiento religioso, y la fe. Hasta que una Nochebuena, mientras asistía a una ceremonia religiosa en la catedral de Notre-Dame, no pudo más que sucumbir ante la poderosa revelación que le produjo el Magnificat de J. S Bach. «En ese momento, entiendo el evento que domina toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí», escribió el autor de El zapato raso.

Al ahora fallecido Joseph Ratzinger, siempre que se presentaba la ocasión, le gustaba relatar la anécdota de la conversión del hermano de Camille Claudel. Para el Sumo Pontífice, resultaba bien reveladora de un tema que siempre le fascinó y fue asunto recurrente en varios de sus escritos, como el del discurso de recepción, en Castelgandolfo, de su doble Doctorado honoris causa por la Pontificia Universidad Juan Pablo II y la Academia de Música de Cracovia (Polonia): el poder transformador de la música para aproximarse al verdadero creador del mundo.

En aquel agradecimiento, el purpurado evocó su temprana vocación mozartiana, compositor de cabecera cuyas obras interpretaba al piano con cierta asiduidad hasta sus últimos instantes, encauzada a través del sonido de las primeras notas de su Misa de la Coronación: «Hacían que el cielo casi se abriera y se experimentara de manera muy profunda la presencia del Señor», según anotó. La música, para Benedicto XVI, cobraba su significado más relevante cuando hundía sus raíces en la liturgia, «en el encuentro con Dios».

Las grandes creaciones que él admiraba de Palestrina a Bach, de Händel hasta Mozart, Beethoven y Bruckner surgen, para él, en el ámbito de la fe cristiana. De ahí su singularidad, que las convierte «en una realidad de rango teológico» que «no puede desaparecer de la liturgia». Por eso, además, consideraba que la música occidental «es algo único, que no tiene igual en otras culturas». Su lógica, muy bien intencionada, defensa de la inclusión en todo tiempo de las grandes obras religiosas de los autores señalados en la praxis litúrgica partía de su profundo conocimiento de las mismas, de su extraordinaria capacidad para hablarle, a través de un lenguaje íntimo, claro, bello, sin filtros, a los corazones de las personas comunicándoles nuevas dimensiones de la realidad que no hallan fácil acomodo en los discursos.

«Nos encontramos frente al misterio de la belleza infinita que nos hace experimentar la presencia de Dios de una manera mucho más viva y verdadera de lo que podrían hacernos sentir muchas homilías», proclama. Su inteligencia y sensibilidad le hacían percibir claramente cómo en los salmos «a los hombres no les basta solo con el canto y se apela a todos los instrumentos». El lenguaje misterioso de la música ofrece a la experiencia humana del amor y del dolor una respuesta que trasciende cualquier fórmula elevándose sobre la palabra y sus limitados códigos hasta propiciar, a través de lo más hermoso, el diálogo más directo con la Divinidad.

Nos encontramos frente al misterio de la belleza infinita que nos hace experimentar la presencia de Dios

Pensamientos y actitudes que parten del intenso amor que el Papa alemán profesaba a su compatriota Bach, «espléndido arquitecto de la música, que usa de un modo inigualable el contrapunto, un arquitecto guiado por un tenaz espíritu de geometrías, símbolo de orden y sabiduría, reflejo de Dios y, de este modo, la realidad se convierte en música en el sentido más elevado y puro, belleza resplandeciente». O adquieren completo sentido en su declarada preferencia por el Réquiem de su venerado Mozart, una obra que, en su certero comentario, «nos conduce, al mismo tiempo, a amar intensamente las cosas de la vida terrenal como los dones de Dios y a elevarse sobre ellas, mirando serenamente la muerte como la ‘llave’ para cruzar la puerta hacia la felicidad eterna». Descanse en paz este iluminado defensor del arte musical.