Los adioses de Barenboim, impulsor de la nueva Berlín
El insigne director de orquesta y pianista Daniel Barenboim deja tras su anunciada dimisión un legado brillante en su paso por la Staatsoper de Berlín, con el que contribuyó decisivamente a la pujanza cultural de la capital alemana en el nuevo contexto europeo
En 1809, las tropas napoleónicas se aproximaban amenazadoras hacia Viena, por lo que el Archiduque Rodolfo de Austria decidió poner sus pies fuera de la ciudad durante una buena temporada. Su huida dejó «huérfano», de manera muy particular, a una de sus personas más próximas, Ludwig van Beethoven, al que ayudaba financiándole sus actividades musicales y del que a cambio llegó a recibir puntuales lecciones pianísticas.
Afligido por la partida de su principal benefactor, el compositor concibió en su honor, por esas fechas, una de sus más bellas sonatas para piano, la número 26, que lleva por título Les Adieux (Los Adioses), y en la que de manera muy explícita se hace patente desde el inicial pesar, preñado de una profunda melancolía, hasta la explosión de gozo final por el regreso del amigo.
Daniel Barenboim, como el pianista excepcional que es, conoce bien esta obra, que ha grabado varias veces e interpretado muchas más a lo largo de sus siete décadas de formidable actividad profesional. Ya desde su inicio, Beethoven perfila su carácter nostálgico a través de tres notas (sol, fa, mi bemol) con las que parece fijar más que la palabra, a través de sus correspondientes tres sílabas, el concepto de ese adiós que en alemán («Lebewohl») posee una carga sentimental mucho más honda, una reflexión de carácter íntimo dedicada a alguien que ha dejado una huella indeleble en el alma.
Y si no que se lo preguntan a Wotan, que inicia justamente la célebre despedida de su adorada hija, Brünhilde, con esa misma palabra que, sustentada en la flamígera música de Wagner, adquiere un carácter ciertamente desgarrador, sobre todo si quien la entona es el gran Hans Hotter en alguno de sus varios testimonios grabados.
Ese crepuscular «Lebewohl» habrá vuelto a resonar estos días en los oídos de un Barenboim que, como él mismo ha dicho, no se retira de la música activa, seguirá dirigiendo y tocando en la medida en que sus mermadas fuerzas se lo puedan permitir, pero ha decidido retirarse ya de todas sus funciones como rector fundamental de una institución que él ha ayudado a moldear como nadie a lo largo de casi cuatro décadas de feliz unión profesional, la Staatsoper de Berlín.
Lo primero que llama la atención de su comunicado de despedida es la atención que le dedica a ensalzar y agradecer el apoyo que tuvo de la clase política alemana, y muy fundamentalmente de la muy melómana Angela Merkel. Tiene sentido, sobre todo cuando su anterior vinculación con un teatro, la Ópera de la Bastilla parisina, se zanjó con un final precipitado, y algo turbulento, por sus desavenencias con un François Miterrand que llegó a tildar sus propuestas artísticas como «poco francesas».
En Berlín, Barenboim pareció haber encontrado un lugar más idóneo, cosmopolita y hospitalario para desarrollar sus ideas bajo el amparo de una clase política (de distinto signo a través de todos estos años) que ha sabido valorar, por encima de cualquier otra circunstancia, la búsqueda de la excelencia en lugar de intervenir en asuntos que no domina, sin intentar influir –como ocurre tantas veces en nuestros países del sur– para «colocar» a determinadas personas en función de afinidades partidistas, familiares o de otra índole en lugar de hacer prevalecer la valía, el talento, la altura de miras. Esa es quizá la primera gran lección que debe extraerse de esta prolongada relación laboral con el teatro berlinés: los proyectos artísticos serios, para que puedan asentarse y rendir frutos incluso a medio plazo, exigen tiempo, recursos materiales, confianza y un respaldo inequívoco.
El director argentino-israelí lo tuvo todo en la floreciente Berlín que anhelaba, y en cierto modo ha logrado por méritos propios, la condición de primera gran capital cultural de la nueva Europa surgida tras la caída del muro. Incluso cuando varios miembros de la orquesta, la hoy fabulosa Staatskapelle, intentaron moverle la silla acusándole, entre otras cosas, de cierto despotismo en sus maneras, determinadas actitudes autoritarias que supuestamente crearían malestar en los ensayos entre algunos profesores, los políticos de turno decidieron sostenerlo admirablemente cuando lo más fácil, después de una relación tan larga, hubiera sido romper la soga por el lado más fino: que se lo pregunten si no a Riccardo Muti, víctima de un parecido «golpe de Estado» en La Scala que, en su caso, se saldó con una no deseada dimisión.
Los grandes proyectos culturales no se conciben con paños tibios, y los resultados sólo llegan a base de exigencia, compromiso y dedicación, a veces más allá de lo que algunos están dispuestos a conceder, por lo que inevitablemente surgen los conflictos, esas arteras conspiraciones, conjuras de necios que suelen alentar la mediocridad y que, cuando triunfan, solo aportan para sus causas decadencia, discreción, irrelevancia, todas enemigas acérrimas del Arte.
A cambio, Daniel Barenboim consagró buena parte de su fascinante vida a reverdecer los laureles de un teatro que languidecía bajo el impulso de la más poderosa Deutsche Oper belinesa, el otro gran teatro de la capital germana, menos estimulante hoy que en su día por comparación con el lustre que el director ha sabido proporcionarle a su hermana, y situar en los primeros lugares del escalafón a la histórica Staakspelle, su orquesta, una de las más antiguas del mundo, pero que no pasaba por sus mejores momentos cuando él se ocupó de recuperar su antiguo brillo y esplendor.
Un inmenso legado
Los ejemplos de la fructífera colaboración entre el venerable conjunto y su director vitalicio son tantos que no valdría la pena (ni hay aquí espacio suficiente) para glosarlos: quedémonos solamente con dos. En el terreno siempre fértil de los logros discográficos, su integral de las nueve sinfonías de Beethoven constituye un formidable legado sonoro por lo que tiene de empaque, de conexión con las señas de identidad de eso que se denomina gran tradición, y que hunde sus raíces en versiones referenciales de este colosal corpus sinfónico, de tiempos pretéritos como los que le tocó vivir a uno de los faros de referencia para el director nacido en Buenos Aires, al que llegó a conocer de niño y del que aún obtuvo algunos sabios consejos, Wilhelm Furwtängler.
En lo que toca a sus innumerables colaboraciones en el foso del teatro berlinés, donde el maestro que tanto ha abogado por el diálogo entre árabes e israelíes ha vuelto a alumbrarnos el camino con lecturas muy esclarecedoras de las grandes óperas de Mozart y Wagner sobre todo, impulsando además de paso las carreras de jóvenes cantantes como el bajo René Pape, hay varios testimonios, también en España. Los que no tuvieran ocasión de visitar la Staasoper, quizá sí pudieron, en su momento, acudir a algunas de las óperas ofrecidas por la compañía al completo en algunas de sus visitas a nuestra piel de toro. Sus comparecencias comenzaron en Santiago de Compostela, allá por los 90, con un magnífico Barbero de Sevilla rossiniano a la luz de la moderna lectura, plena de brillantes ideas e inesperados matices, de Ruth Berghaus.
Pero en esa ocasión hasta el Auditorio de Galicia compostelano no se trasladó el titular, sino su leal colaborador en este repertorio, Alessandro de Marchi. El maestro se reservó para Madrid, donde la Staatsoper exhibió sus exquisitas galas durante varios, sucesivos veranos gloriosos tras la apertura del nuevo Teatro Real, que los aficionados aguardaban como algo verdaderamente excepcional. Lo que lograron el ya ex responsable musical del coliseo alemán y sus huestes en títulos como Fidelio, Tristán e Isolda o Los maestros cantores quedará para siempre en los anales de la afición musical madrileña como las mejores, más intensas representaciones operísticas que se han vivido en esta ciudad durante los últimos cuarenta años. Solo por eso ya habría que decirle gracias infinitas, señor Barenboim.