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Un momento del segundo acto de la representación de 'Tosca' en el Liceo de BarcelonaSocietat del Gran Teatre del Liceu

El Liceo de Barcelona pone fin a la «Tosca» del esćandalo

35.000 personas han acudido a presenciar la ópera de Puccini a pesar de la polémica que ha rodeado la nueva producción de este título en el teatro catalán, saldada con ruidosas protestas del público durante todas las funciones

Barcelona lleva varias semanas inmersa en una polémica que esta vez nada tiene que ver con asuntos tan mezquinos, prosaicos y vulgares como los que pueden derivarse de la política. No, esta vez el epicentro del debate popular se ha desplazado no muy lejos de la sede del gobierno autonómico, a ese templo que la burguesía catalana erigió un día para solaz y cultivo de sus clases más acomodadas, aunque allí también hubiese espacio, acotado, y respetando las debidas distancias (como aún sucede hoy), para el pueblo.

Hablo del Liceo de Barcelona, uno de los teatros con más y mejor asentada tradición entre los del sur de Europa, que en otros tiempos constituyó el único faro capaz de mantener a España conectada con la vida musical que transcurría más allá de los Pirineos, logrando, por ejemplo, hitos como el de convertirse en uno de los primeros centros de difusión del imprescindible legado de Richard Wagner. Mientras la próxima semana el Teatro Real celebra casi como un logro provinciano que Madrid vaya a acoger, por fin, el estreno de Arabella, una de las obras maestras de Richard Strauss, el Liceo ya saldó esa deuda a principios de los 60 y con una diva local como destacada protagonista, la inolvidable Montserrat Caballé, gloria de España, ayer como siempre.

De lo que toda Barcelona habla estos días, o al menos las casi 35.000 personas que han pasado a verla, es de la «escandalosa» producción de Tosca de Puccini que ha podido presenciarse allí en las últimas semanas, suscitando apasionados debates entre los aficionados acerca no tanto de la actuación de los cantantes convocados como del acierto o no de haber apostado para esta producción por la bisoñez de un joven sevillano, Rafael Villalobos, que en cierto modo se propone seguir los pasos (aunque de momento le falte mucho del talento de aquel) de otro director de escena que también provocó como pocos las iras del público local hace ya algunos años, el hoy consagrado Calixto Bieito.

Villalobos parece sufrir del mal que afecta a tantos otros jóvenes directores actuales. Con demasiada frecuencia, lo que hoy se venden como «innovadoras» puestas en escena destinadas a descubrirle al público aspectos hasta ahora inéditos, vetas escasamente exploradas o asociaciones desconocidas que las conecten con tal o cual asunto trascendental, de las óperas más representadas del repertorio lírico, aquellas que se han revelado como favoritas del público casi desde su estreno hace uno o dos siglos, suelen partir de una idea poco acertada. En muchas ocasiones, su acicate y razón de ser es tan solo una imagen sobre la que el director de turno edifica su casi siempre pomposo discurso, recubierto de «sesudas» explicaciones con las que apuntalar una particular visión de la obra.

Saludo final tras la ópera 'Tosca' en el Liceu de BarcelonaCésar Wonenburger

Ninguna ópera concebida en el pasado está libre de que alguien, con la debida inteligencia, pueda ofrecer su propia lectura de la misma, iluminando este o aquel aspecto que quizá pudieran haber pasado desapercibidos a lo largo del tiempo: tarea ardua, pero no imposible, teniendo en cuenta que suelen ser títulos que se ofrecen a diario al menos en algún rincón del mundo, tal es la incontestable vigencia de un género que algunos intentan enterrar, sin éxito, con obstinada regularidad. Y sin olvidar que existen enfoques que se prestan más que otros. Parece más atinado convertir al licencioso duque de Mantua en un padrino de la Mafia (ciertos métodos para lograr sus objetivos y actitudes ante la vida podrían coincidir seguramente), que trasladar los anhelos y desventuras de un grupo de jóvenes del bullicio parisino al ámbito tan peculiar de una estación espacial, como también se ha visto recientemente.

Pero como ese aserto periodístico que sostiene que la realidad nunca debería estropear un buen titular, muchos de los directores de escena que hoy incomodan a tantos espectadores, como esa pareja que este viernes se pasó meneando la cabeza en señal de desaprobación casi los tres actos, se mantienen tozudamente fieles a esa única idea a la que se aferran, aunque las más de las veces poco tenga que ver con el desarrollo o el espíritu de la ópera en cuestión.

Entre Pasolini y Cavaradosi

En el caso de Villalobos, su aportación a las posibles lecturas que ofrecería Tosca consiste en trazar un paralelismo entre la vida, obra y muerte de Pier Paolo Pasolini, el director, poeta e intelectual italiano que falleció en 1975 de modo trágico, y poco aclarado, en las inmediaciones de Roma, asesinado por un chapero con el que había estado tonteando durante su última noche, y el fusilamiento de Mario Cavaradosi, pintor enamorado de la cantante Floria Tosca en la ficción creada por Puccini a partir de un drama del escritor francés Victorien Sardou.

Para el director sevillano parece probada la hipótesis según la cual Pasolini habría sido liquidado no como consecuencia del ofuscamiento de un joven, improvisado compañero de juegos eróticos, si no por obra y gracia de una supuesta conjura que habría ordenado su desaparición al tratarse de un elemento incómodo para la perpetuación en el poder de las fuerzas que gobernaban en ese momento Italia. Su delito sería la insistencia, la crudeza y el valor de sus críticas en artículos periodísticos, libros y su propia obra cinematográfica.

Este punto de partida es muy simple, hasta candoroso, y tiene su raíz en una cierta deificación de Pasolini como mártir de una causa, la de la libertad, demasiado abstracta, pero que en cualquier caso tampoco coincide con una realidad objetiva que le otorgaría quizá un papel menos relevante que el que a veces se le atribuye. El director de Saló no era desde luego Aldo Moro, quien según sostienen algunos (recientemente otro director italiano, Marco Bellocchio) fue abandonado en las criminales manos de las Brigadas Rojas porque su discurso de mano tendida y entendimiento, que propiciaba una aproximación entre opuestos políticos, la democracia cristiana y los comunistas, sí que podía constituir un serio peligro para quienes consideraban que mantener la Guerra Fría, una impostada y artificial estrategia de división en dos bloques, tenía más ventajas que inconvenientes, y que no era por tanto el momento de agitar ese avispero de consecuencias inciertas.

Pasolini podía ser una «mosca cojonera», como todo intelectual que ejerce el deber de la crítica ante el poder, pero su ámbito de influencia era muy relativo, posiblemente residual. Y su pensamiento e ideas lo suficientemente complejas, y fluctuantes, como para que constituyeran una seria amenaza al status quo, que sólo recela de las consignas, no de los ejercicios intelectuales. Cierto que él, como pocos, anticipó el advenimiento de este nuevo orden en el que los valores de las clases medias se corresponderían ya con los de la «ideología hedonista del consumo», pero tampoco eso era causa suficiente para constituir una amenaza seria que justificara el crimen de Estado. ¿Lo eran sus películas? Tampoco constituyeron precisamente evangelios sobre los que predicar con éxito la posibilidad de un cambio: tenían una aceptación minoritaria, no se insertaban fácilmente en eso que él ya denominaba como «cultura de masas».

Pier Paolo Pasolini

Incluso si aceptásemos la tesis de la muerte del director como una especie de sacrificio por la causa de la libertad, faltaría otro matiz. ¿Se corresponde la ejecución del pintor Cavaradossi con la de un artista comprometido que ha puesto su obra y sus ideas al servicio del pensamiento liberal? Eso sería otorgarle una relevancia mayor de la que realmente tiene, al menos en la ópera de Puccini donde aparece caracterizado más como un simpatizante que como un activista, hasta su detención. Si finalmente muere asesinado no es por ser un fiel partidario de los ideales volterianos, si nos más bien por interponerse en los designios del jefe de la policía, el malvado barón Scarpia, cuyos objetivos son, principalmente, capturar a toda costa a Cesare Angelotti, un enemigo político fugado de la prisión bajo su control, asunto delicado del que depende su propia supervivencia; y, ya de paso, seducir a la novia del pintor, la celebridad Floria Tosca, una pieza más con la que saciar su apetito de nuevas y difíciles conquistas. El pobre Mario no es héroe ni mártir, aunque ya intuyendo su trágico destino declare peligrosamente su desprecio por los tiranos, en realidad, se encuentra en el lugar equivocado y con la persona que no debe.

Pero vayamos más allá… concedamos que Mario Cavaradossi y Pier Paolo Pasolini fueron dos artistas que perdieron sus vidas, en plena fertilidad creadora, oponiéndose a esas fuerzas oscuras que, cada vez que han podido, procuran la eliminación física de sus adversarios más críticos, como ha ocurrido en el aún reciente caso del periodista saudí Kashoggi. ¿Cómo conseguir que Pasolini se inserte en una ópera estrenada hace más de un siglo, con argumento propio, muy bien trazado, una pieza de acción más que de ideas, sobre las que siempre es más fácil intervenir desde el punto de vista de la dramaturgia, y de sobra conocida por el público?

Una escena de 'Salò' en 'Tosca'

Villalobos intenta forzar el paralelismo. Exhibe desde el inicio subrayados, frases que explicarían la aparente conexión. Un personaje concebido por él mismo, el Pasolini alter ego de Cavaradossi, deambula todo el tiempo por el escenario sin ningún motivo más que provocar dicha identificación. Incorpora una nueva escena que no se encuentra en el libreto original como prolegómeno del segundo acto. E inmediatamente fuerza que este replique en parte, de un modo burdo, pueril y bastante ridículo, desprovisto de toda la gran carga subversiva que exhibía el original, las imágenes de una de una de las películas más controvertidas, icónicas y malditas de este autor, Salò.

A buena parte del público que ha asistido a estas representaciones lo que más le ha sublevado es esa escena previa al segundo acto, el pegote promovido por Villalobos en el cual Pasolini y el chapero Pelosi bailan y se meten mano mientras de fondo se escucha Love in Portofino, una bella canción pero que obviamente no compuso Puccini. Si en el estreno, este instante ya provocó un gran escándalo, con gritos y pitidos constantes, en prácticamente todas las demás funciones hubo también algún tipo de protesta y contestación. No parece que nadie a estas alturas pueda escandalizarse por este tipo de situaciones: la letra de cualquier reggaeton de los que los niños de hoy escuchan por la radio es bastante más procaz, pero no puede discutirse la legitimidad de que algunos de los asistentes consideren una vulneración intolerable al derecho de los autores el que se añadan escenas no previstas ni autorizadas por estos.

Lo lógico es que si Villalobos desea contar una historia distinta lo haga por sus propios medios, sin intervenir de una manera tan arbitraria sobre un texto ajeno, imponiendo nuevas situaciones con el único objeto de refrendar su personal punto de vista. Lo que no se puede justificar a través de lo que propone la propia obra, sobra. Ahora bien, ¿se debe abuchear a unos actores que están cumpliendo con su trabajo? Esto admite pocas dudas, aunque puede llegar a entenderse por muchas razones: la primordial podría ser que una parte del público esté ya muy harta de que este tipo de puestas en escena proliferen con demasiada frecuencia. Y esa sea su desesperada llamada de atención, la única manera de expresar su disconformidad y cansancio. Al fin y al cabo ellos pagaron una localidad, a menudo a precios muy elevados (quienes justifican este tipo de desatinos rara vez han tenido que pagar una), para ver la Tosca de Puccini, y no una versión adulterada que añade textos no previstos.

El gran Rolf Liebermann, responsable de la Ópera de París seguramente durante sus años de mayor esplendor, declaró en una ocasión acerca de sus responsabilidades: «Un teatro lírico es una empresa que fabrica y vende un producto que se llama ‘una ópera’ (…) El consumidor ‘debe tener derecho a recibir a cambio de su dinero’ y mostrarse satisfecho».

Este tipo de operaciones suelen llevarse a cabo, además, bajo criterios tan peregrinos como señalar que son imprescindibles para acercar la ópera, un género supuestamente caduco, a nuevos públicos; para atraer a toda esa gente joven que precisa poder reconocerse en unas señas de identidad que les apelen desde su mismo lenguaje haciéndolo más atractivo. Paparruchas. ¿Qué joven de hoy, ni siquiera en Italia, su país de origen, sabe quién demonios fue Pasolini o ha visto sus películas? Una exigua minoría seguramente. Puestos a hacerles un cóctel más digerible habría que explicarles, entonces, quiénes fueron el cineasta y Puccini, qué es Tosca y ya de paso por qué alguien ha decidido mezclarlo todo según su criterio artístico, para evitarles la confusión.

También se afirma a menudo que la ópera no puede convertirse en un museo, que por eso es preciso acercarla a la actualidad con montajes rompedores, como si Mozart no nos hubiera hablado en su día de las mismas cosas que importan ahora mismo, a veces, con una modernidad que supera ampliamente y desconcierta a sus revisores. ¿Cuál es el problema, no están hoy los museos llenos de personas que buscan en el Arte, fundamentalmente el del pasado, ese ideal de belleza que cada vez se echa más en falta en un mundo que ha convertido la vulgaridad en su principal divisa, un refugio sólido ante la banalidad rampante?

Y por último estaría ese argumento que expone que el teatro es un feudo propio de la burguesía a la que hay que incomodar, o en el mejor de los casos reeducar, sometiéndola al escarnio de devolverle su propia imagen, proyectada desde la escena, envuelta en mensajes e imágenes audaces que denuncien y cuestionen sus viles comportamientos y extravíos, su manera de estar en el mundo. El propio Pasolini, sin ir más lejos, en sus escritos (Galaxia Gutenberg ha reunido algunos en un recomendable volumen, El fascismo de los antifascistas) tenía muy claro que hoy ya todo el mundo es burguesía, encantada de haberse conocido y satisfecha con el rol esencial que le ha conferido la sociedad: consumidora conspicua de bienes y servicios. No parece, por tanto, que vaya a despeinarse porque se le lancen soflamas contrarias a su forma de entender la vida, como mucho se muestra incómoda cuando no le dejan disfrutar de sus placeres tal como han sido concebidos, sin mayores contratiempos.

Afortunadamente la música de los tres actos sí que era la de Puccini, y el público no solo la disfrutó, si no que en una suerte de catarsis o desagravio premió a los intérpretes con ovaciones que a veces excedieron a su propio desempeño, como si de ese modo se les compensara por haber sido convocados a una ceremonia en la que se les sometiera a algún tipo de inesperado agravio. Tampoco el apartado musical resultó indemne del todo: como el director de escena decidió prescindir del coro en el célebre Te Deum que cierra el primer acto, alguien debió considerar en mala hora que sus miembros interpretaran su parte en un interno, pero con sonido amplificado. El abuso de la megafonía se cargó el emocionante efecto de momento tan esperado: en la platea parecía como si allí mismo se estuviera escuchando cualquiera de las versiones grabadas por Karajan de esta ópera al máximo volumen, con el coro en primer plano y la voz del barítono, el imponente Zeljko Lucic, que ha cantado Scarpia en los principales teatros del mundo, empequeñecida ante tal despliegue sonoro.

Una 'Tosca' gafada desde el inicio

Esta serie de «Toscas» del Liceo pareció gafada ya desde mucho antes de su estreno, con la prevista retirada del tenor Roberto Alagna, gran estrella de la temporada, que se liberó con tiempo del compromiso alegando su disconformidad con las ideas planteadas por la producción. No entendía las referencias pasolinianas y decidió borrarse. Su ausencia no ha sido la única, y el programa del teatro ha tenido el detalle de dar cuenta de todos los cambios habidos en los repartos, no pocos. El del pasado viernes ha sido el mejor de largo de todos los convocados, con tres protagonistas que figuran a menudo como protagonistas en los carteles de las grandes citas líricas.

Pudo contarse con Sondra Radvanovsky para una Tosca servida con personalidad y arrojo, que asume retos como si se tratase de una principiante que se lo juega todo a una carta buscando el triunfo con denuedo, algo siempre de agradecerse. A veces por el camino se le quiebra alguna nota al intentar un pianissimo de honda expresividad, o un agudo resulta desabrido dada la vehemencia al afrontarlo sin red de seguridad. ¡Qué mas da!, si por encima de todo se impone el carisma, la composición global del personaje, el reflejo justo de su íntimo patetismo.

Fue la soprano norteamericana la gran triunfadora, aunque quizá los mejores momentos cantados los ofreció el tenor, Vittorio Grigolo, una suerte de Curro Romero de la ópera. Cuando se centra, su voz, una de las más bellas de tenor de cuantas se exhiben hoy, puede refulgir y expresar la urgente calidez, el lirismo expansivo, los ecos heroicos del pintor enamorado. Su E lucevan le stelle resultó casi modélico, sobre todo en su primer intento, fraseado con intención y detalle. Bisó el aria como antes hizo la Radvanovsky con la suya: hoy estas repeticiones, que deberían reservarse únicamente para lo excepcional, de otro mundo, y ser casi arrancados con fervorosa insistencia, se suelen ofrecer como regalo a poco que las aplausos se prolonguen más de un par de minutos. Haría bien Grigolo en contener un poco esa propensión a mostrarse siempre como si actuara preso de algún proceso espasmódico que alterase su cuerpo obligándole a realizar toda suerte de inopinados movimientos: a veces parece un mal actor del método, excesivo, torturado todo el tiempo.

Zeljko Lucic, que interpretará a Macbeth en el mismo teatro dentro de algunos días, es un cantante de gran clase, cuya figura amenazadora y excelentes dotes actorales ofrecen ya una parte esencial del perfil de Vitellio Scarpia, el venal jefe de policía que encarna la maldad absoluta, como Jago. Pero como el personaje shakespereano, el barón no es un personaje de «grand-guignol», posee un perfil sinuoso que es preciso revelar a través de la calidad del fraseo. No se trata de vociferar, también conviene sugerir: a veces debe mostrarse simplemente autoritario, y otras arrastrarse como un reptil que va enredándose en su presa, poco a poco. Lucic dice su Scarpia sin dejar pasar una inflexión, un matiz, por más que a veces puedan desearse algunos acentos más rotundos. No hay mucho más que decir del resto de cantantes, entre los comprimarios solo el bien delineado Spoletta de Moisés Marín superó esa discreción que no incordia pero tampoco convence.

La orquesta del Liceu no se encuentra entre los mejores conjunto de foso, con actuaciones muchas veces discretas o irregulares y un sonido impersonal, escasamente sutil, de trazo a menudo grueso. En manos de un director que sepa sumergirse en la riqueza y variedad de los colores puccinianos, en la suntuosidad algo hedonista de sus momentos de máximo esplendor, esta partitura puede resultar abrumadora en su belleza. Giacomo Sagripanti se ocupó sobre todo de concertar, de intentar no ahogar a las voces y de arroparlas con mimo. Lo logró casi siempre, pero por el camino quedaron extraviadas todas esas cualidades que confieren a Tosca toda su grandeza. Y lo peor, en ocasiones, a fuerza de estirar y estirar el tiempo, se fue perdiendo la tensión. El tercer acto resultó letárgico, sin recrear ninguno de los ambientes que ese hábil pintor que era Puccini dibujó con primor. Lástima, será ya en otra ocasión.