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Representación de Arabella, en el Teatro Real de Madrid© Javier del Real | Teatro Real

'Arabella' desata la pasión por Strauss en el Teatro Real

En una noche fría, el público tributó largas y calurosas ovaciones al estreno de la ópera del compositor alemán en Madrid, una producción inteligente y muy cuidada en la que quizá faltase algo de humor

El 2022 concluyó en el Teatro Real con los reproches que un amante despechado destinaba a su prometida, y las desesperadas protestas de ésta para proclamar su inocencia ante la injusticia de unos celos infundados. Al final el amor no lograba triunfar del todo, porque si bien en La Sonámbula, sus creadores, el compositor Vincenzo Bellini y el libretista Felice Romani, habían apostado claramente por la última reconciliación de la pareja, la visión de la joven directora de escena, Bárbara Lluch, escorada hacia una interpretación feminista de la historia, intervenía como un «deus ex machina» a la inversa para sugerir que la protagonista, Amina, debía plantar al enamorado, Elvino, como castigo a su falta de confianza.

Pues bien, el nuevo año ha comenzado en el mismo escenario con otro título en el que casi se repite idéntica escena. Llegado el tercer acto de Arabella, última de los seis creaciones líricas atribuidas al músico Richard Strauss y el poeta Hugo von Hoffmasthal, de nuevo un hombre de campo, aunque este con dinero más que suficiente para ahogar en licor a toda la buena sociedad vienesa, se debate ante la duda de lo que de nuevo parece como más obvio: la supuesta, flagrante infidelidad de su prometida, y las protestas de la propia mujer que clama desesperada por su inocencia. La honestidad una vez más en peligro, la carga de la prueba derivada siempre hacia la presunta culpable, otra vez una dama en apuros.

Una de las escenas de Arabella, en el Teatro Real© Javier del Real | Teatro Real

Afortunadamente fiel a la intención de los autores, en este caso, el director de escena, Christof Loy, 'indulta' a los amantes. Reconocida, y disculpada, su falta de tacto cuando se descubre que realmente nunca hubo tal ultraje a la palabra empeñada, el hombre, Mandryka, vuelve a proclamar su amor apasionado, mientras la chica, Arabella, cede satisfecha, llegándose a aplicar para ambos aquí la juiciosa máxima que los talentos reunidos de Lorenzo Da Ponte y W. A. Mozart apuntaron hacia el final de su Così fan tutte: «Afortunado el hombre que toma las cosas por su lado bueno y en todos los casos y sucesos se deja guiar por la razón. Aquello que hace llorar a los demás será para él causa de risa, y en medio de los torbellinos del mundo encontrará una calma agradable».

Caído el velo inicial de la inocencia solo quedaría ya apostar por aquello que une incluso en el desconcierto y la duda, en lugar de salir corriendo precipitadamente ante la primera muestra de esas flaquezas que conforman y dan sentido a la naturaleza humana. Esa parece ser la tesis de los creadores, Strauss y Hoffmansthal, alineados aquí de nuevo para intentar repetir el éxito que tantas satisfacciones, y buenos dividendos repartidos, les había proporcionado «El caballero de la rosa», otra comedia romántica con final feliz, como toca en estos casos. Aunque si bien aquella exhibía dos virtudes fundamentales que la sitúan siempre un peldaño por encima de esta otra hermana: la pertinente meditación, con todo su trasfondo filosófico, sobre el paso del tiempo, «el gran tema»; y, sin duda, un mayor despliegue musical e inspiración sobre todo melódica, con páginas inigualables desde la suntuosa presentación de la rosa hasta el sublime trío final, momento escogido lógicamente por el propio Strauss para que le acompañase en el mutis final de una vida que le fue bastante propicia.

Imitando, o siguiéndole los pasos, al anterior director artístico de esta casa, el tan pronto olvidado Gerard Mortier («sic transit gloria mundi»), Joan Matabosch ha decidido traerse a Madrid espectáculos que ya le habían funcionado bien en su anterior destino. Parece mentira que «Arabella» nunca se hubiera ofrecido hasta ahora en Madrid, lo cual habla de las carencias de una afición escasamente consolidada en el tiempo. Cuando este título regresó al Liceo barcelonés bastantes años después de que lo estrenara allí la gran Montserrat Caballé, lo hizo con esta misma producción, exhibida antes en varias ciudades centroeuropeas. Los liceístas le concedieron, entonces, el premio a la mejor ópera de esa temporada, y por eso mismo Matabosch habrá decidido recuperarla para el Real con una ligera puesta al día que, en cualquier caso, no parece haber modificado nada de lo esencial.

Quizá su responsable, Cristof Loy, se haya empleado aún más a fondo en el trabajo actoral, que de nuevo resulta sobresaliente como casi siempre ocurre con este intenso director. La base del sutil juego escenográfico se mantiene, a través del predominio del blanco y negro que le otorga un cierto aire a algunas de aquellas sofisticadas comedias cinematográficas de los años 30 y 40. Desde luego Arabella, la protagonista, podría identificarse fácilmente con una figura de la «screw-ball comedy», como la insuperable Katherine Hepburn. De haberse llevado a la gran pantalla, ella podría haberle dado justa réplica a Spencer Tracy como un más que probable Mandryka.

Pero si de cine hablamos, de la época en la que Loy sitúa una acción que podría ser intemporal, la referencia, entonces, se correspondería con Lubitsch, hábil maestro en el uso intencional de las puertas, tan importantes en esta puesta en escena, como claves son los paneles movibles que se emplean para mostrar y ocultar. El gran escritor mexicano Carlos Fuentes afirmaba a propósito de este cineasta en «Pantallas de Plata»: «Las puertas se abren. Las puertas se cierran. ¿Qué ocurre? ¿Qué hay detrás de la puerta? Todo es imaginado a través de la cerradura». ¿Qué es lo que se esconde al fondo de estos personajes que se muestran aparentemente seguros pero inequívocamente vulnerables? Loy los desnuda con sutil inteligencia para descubrir su reverso más íntimo y trágico, donde nada es lo que aparenta. Aunque por el camino se pierda un poco la ironía; demasiado poso melancólico en detrimento del sentido del humor.

Siempre que se vuelve a Arabella, cualquiera que conozca su interpretación más allá de los siglos, aunque sea gracias al vídeo, y por supuesto los variados registros discográficos existentes, soñaría con poder cerrar los ojos y que de repente, al abrirlos, aparecieran juntos en escena Lisa Della Casa y Dietrich Fischer-Dieskau representando los roles principales. Pero sobre todo la extraordinaria soprano suiza, de belleza sobrenatural. Pocos casos hay de una tal identificación entre un intérprete y un rol que pareciera casi concebido exclusivamente para esta artista.

Excluida tal posibilidad, que ya solo disfrutarán en algún paraíso, y descartado poder contar ahora mismo con la esquiva Anja Harteros, la gran intérprete actual de este personaje, el Real ha reclutado a Sara Jakubiak, muy aplaudida, y merecidamente, por el público del estreno. El reparto ha sido bien seleccionado en su conjunto, funciona sin grandes estridencias ni desvaríos, aunque de manera individual existen cantantes de superior entidad, sobre todo para los roles principales. La Kubiak posee la voz: potente, dúctil, expresiva, algo densa en algunos pasajes, pero se le echa en falta una parte importante de esa elegancia superior, la clase inalcanzable de esta mujer refinada y desenvuelta a la vez, algo voluble y seductora, pero también vulnerable que reclama su personaje. En cualquier caso, más que suficiente y muy implicada en todo momento. Como lo estuvo también el viril Mandryka, estupendamente delineado sobre todo en sus más rudos contornos, por Josef Wagner, de magnífica presencia, instrumento sonoro, bien asentado en todo el registro, proyectado sin problemas, con un color atractivo.

Escenario de Arabella© Javier del Real | Teatro Real

Magnífica resultó en su complicado papel, pleno de sutiles implicaciones y detalles, Sarah Defrise como Zdenka. Estuvo particularmente acertada en esos instantes de mayor desgarro, como la explosión final de su propio via crucis. Una cantante-actriz de primera. También lo es, pero sobre todo lo ha sido, la exquisita Anne-Sophie Von Otter (¡qué tiempos aquellos de su maravilloso Octavian con el siempre recordado Kleiber!). Ahora se encuentra en otro momento, lógicamente, su instrumento ya algo ajado, sobre todo en las notas altas, agrias y un poco abiertas, pero siempre al servicio de una intérprete sensible. La composición de la madre fue admirable, con una progresión dramática de gran artista.

Su marido en la obra, Martin Winkler, es también un estupendo actor, con una dicción muy cuidada y proyección excelente. Redondearía una actuación más atinada si dotase a su personaje de una más depurada comicidad, un defecto que no puede achacársele por entero solo a él. La propia concepción de Loy a veces resulta un poco pesada, intelectual, privándola de esa vena a lo Fledermaus que esta pieza reclama a veces en sus primeros actos. Brillantísima Elena Sancho Pereg en su complicado cometido como la siempre expuesta (y aquí mas, con una escena en la que resulta violada) Fiakermilli, dueña de una coloratura muy bien resuelta y presencia y desenvoltura escénica deslumbrantes. A muy buen nivel todo el resto de un elenco sin apenas fisuras.

Parte del elenco de Arabella© Javier del Real | Teatro Real

Había merecida expectación por escuchar la lectura musical que de obra tan sustanciosa podía ofrecer David Afkhan, un acreditado director straussiano a juzgar por las estupendas versiones que ha dirigido de Elektra y Salomé al frente de la Orquesta Nacional de España, como también de sus principales poemas sinfónicos (abrió esta misma temporada con una sensacional Sinfonía Alpina). El interés era doble porque estas últimas semanas se ha escrito, quizá demasiado, sobre su renovación al frente de la ONE, que algunos juzgaron polémica y poco recomendable, hasta que desde el seno de la propia institución surgió un comunicado que apenas dejaba ya dudas. Están contentos con él. Y no es para menos. Su triunfo ha sido rotundo, con las matizaciones oportunas, pero incontestable ante las muestras de aprecio que le ha dedicado el público, ovacionándolo incluso en su camino hacia el podio durante los entreactos y tributándole una calurosa ovación final.

Por momentos parecía que allí había comparecido, redivivo en carne mortal, el mismísimo Rudolf Kempe. Y no ha sido para tanto. Para empezar porque la Sinfónica de Madrid, un buen conjunto, no puede situarse al mismo nivel que la ONE, no suena como tal. Hubo sentido narrativo, aún cuando a veces se echara en falta una mayor recreación, más puntillosa y detallada, de ese tejido melódico que Arabella, en menor medida que El Caballero de la rosa, también destila con creces; más riqueza y distinción de colores. También se apreció a veces un cierto distanciamiento, en pareja línea con ese exceso de drama sobre el que Loy carga las tintas de su concepción. Lo mejor, quizá, llegó en el interludio del tercer acto, el juguetón y sensual estallido emparentado con el inicio del Caballero en su nada sutil descripción del frenesí amatorio. Tanto el coro, tan bien preparado como siempre y muy implicado en la escena, como la propia Sinfónica de Madrid se emplearon a fondo, mostrando un gran nivel como bien se corresponde con un reto tan particular: a veces el rendimiento se prueba mejor en estas obras mayores, pero en cualquier caso no debería decaer luego en las más trilladas. Los conjuntos referenciales lo son porque pueden con todo, y en todo se empeñan con idéntico interés y esmero.

Volviendo a Lubitsch, en 1943, al final ya casi de sus días, el autor de Ninotchka afirmó: «En el mundo se está produciendo una revolución. ¿Dejará de existir la risa? ¿Desaparecerán la vida alegre y placentera, el ingenio y las réplicas jocosas, la divertida guerra entre hombre y mujer?». Strauss y Hoffmansthal, en tiempos anteriores pero igualmente turbulentos, también parecían plantearse estas mismas preguntas. ¿Y ahora...?