Falla, Cervantes, Lorca y Buñuel unidos por una máquina de coser
El Teatro Real acoge este sábado (19.30h.) una única función de El retablo de maese Pedro de Manuel de Falla, una de las máximas y más originales creaciones de todo el teatro musical del siglo XX, que cumple cien años
¿Qué tienen que ver Manuel de Falla, Cervantes, Lorca y Buñuel con las populares máquinas de coser Singer? Esta peculiar relación podría establecerse en torno a la creación de una de las obras esenciales de toda la música española del siglo XX, El retablo de maese Pedro, «sin duda una de las cosas más de ver y de escuchar que hay en el mundo», como escribió Alejo Carpentier en uno de esos ilustrativos artículos de prensa que más tarde recopilaría en varios tomos bajo el título de «Ese músico que llevo dentro».
Cien años después de su estreno, esta gema regresa este sábado a las 19.30 horas al Teatro Real, aunque esta vez habrá que conformarse solo con escuchar, en lugar de ver. La Mahler Chamber Orchestra, a las órdenes de Pablo Heras-Casado, ofrecerá una versión de concierto, tal como aconteció en su primitivo estreno, en el Teatro San Fernando de Sevilla, el 23 de marzo de 1923. Desde luego, ese no era el destino inicialmente pensado para el Retablo, y aquella primera interpretación tampoco resultó demasiado lucida, a juzgar por las crónicas de la época, por los toscos medios empleados para la ocasión. Pero lo que a Falla le importaba más era seguramente hacerse una idea de cómo podía sonar su creación de cara al estreno relevante, el escénico, previsto para poco después, el 25 de junio, en París.
La princesa de Polignac
La versión completa había sido un encargo de la princesa de Polignac para lustre de su elegante salón, que contaba hasta con su propio teatrito de marionetas importado de Roma. La aristócrata, hija del empresario creador de las máquinas Singer, empleó buena parte de la fortuna heredada en promover las Artes, con una inclinación particular hacia la música. Pensando en su coqueto recinto, costeó tres obras elaboradas por Stravinsky (Renard) y Satie (Sócrates), además del propio compositor gaditano.
A la acaudalada dama le hacía especial ilusión que Falla se inspirara en Cervantes para su creación, y el propio músico se mostraba particularmente feliz por saldar una vieja deuda con un escritor al que había admirado toda la vida. El empeño que puso en trabajar sobre la base de los capítulos XXV y XXVI del Quijote, encargándose él mismo de adaptar el texto original, fue mucho más lejos de una mera ilustración musical, una tarea de aliño que simplemente le sirviera para salir airoso de aquel empeño mercurial con fines recreativos. El autor de El amor brujo vio en aquella ocasión una oportunidad excepcional para aventurarse por nuevos horizontes estéticos. Si el aroma andaluz, con sus variados ritmos y ricas tradiciones, nutría toda su obra anterior, el encuentro con el universo más que cervantino, «quijotista», como apuntó el maestro Gómez-Amat, le permitiría a partir de entonces explorar otras vetas artísticas insospechadas para sus futuras labores.
Falla se mostró audaz al proponer un singular ejercicio de «teatro dentro del teatro»
Y así lo hizo Falla, zambulléndose de lleno en el estudio de la música española del pasado, fundamentalmente de los siglos XV y XVI; recurriendo a eruditos de la época como el crítico Cecilio de Roda, autor de conferencias en torno a Los instrumentos musicales y las danzas en el Quijote y Las canciones del Quijote, buscando inspiración en el sonido de la espineta, el laúd, la zampoña o la vihuela. Incluso es posible que en Granada recurriera al conocimiento que su amigo Federico García Lorca, músico él mismo, poseía de ese teatro de guiñol que tanto contribuyó a excitar su imaginación durante aquellos juegos infantiles en los que se proyectaba ya el futuro autor de dramas universales. De hecho, para el estreno parisiense Falla solicitó, y obtuvo de su benefactora, que se contratara a algunos de los compañeros que habían trabajado en los Títeres de Cachiporra actuando en la casa del autor de Bodas de sangre.
Compartiendo las tendencias de su tiempo, Falla se mostró audaz al proponer un singular ejercicio de «teatro dentro del teatro», como por ejemplo ya había llevado a cabo Leoncavallo en I Pagliacci, para su versión del clásico cervantino. El argumento es simple: don Quijote asiste en la caballeriza de una venta a una función de títeres que promueve maese Pedro. La historia, que hunde sus raíces en el Cantar de Roldán, cuenta cómo don Gayferos debe rescatar a su esposa, Melisendra, hija del emperador Carlo Magno, cautiva en el palacio del rey Marsilio, en Zaragoza. Quijano no solo interviene en la acción para comentar y hasta cuestionar en voz alta algunos de sus lances. Al final no duda en saltar del asiento para ayudar a la pareja en su huida hasta destrozar el escenario y arremeter contra los propios títeres.
«El héroe de la noche»
Una genialidad que a través de «una orquesta reducida y con pocos personajes», según prescribía la comisión, inspiró a Falla una ópera audaz en la forma y el fondo, equiparable a las máximas creaciones del teatro musical que Bartok, Stravinski o Dukas concibieron en la pasada centuria. Como si el desafío de lograr esa concisión requerida excitara aún más su originalidad, el compositor logró «concentrar las esencias tradicionales de su música, adelgazando sus acentos e intensificándolos en una escritura de rara exquisitez», según el estudioso de la música hispana, Adolfo Salazar.
El éxito acompañó al autor desde el mismo estreno, al que acudieron personalidades como Picasso, Stravinski, Paul Valéry o Roland-Manuel. El escritor Corpus Barga, que andaba aquella noche por allí, relató en El Sol: «Gran fiesta en el palacio de la princesa Edmond de Polignac (…) al pie de la escalera, medio desnudan a las damas los lacayos con los brazos cargados de abrigos… pero el héroe de la noche es el maese Falla». Después de París, la obra se exhibiría en Madrid, Barcelona, Londres, Venecia, Nueva York, Siena y Zúrich, entre otras. Pero sin duda una de las representaciones más especiales fue la que tuvo lugar en 1926, en Amsterdam: ese día debutaba en la dirección escénica, y con ese título, Luis Buñuel. Falla, Cervantes y Buñuel, tres creadores españoles de talla mundial a través de los tiempos, unían por una vez sus talentos. Y todo gracias a una máquina de coser.