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Enrico Caruso como Vasco de Gama en 'L'Africaine', 1917

Enrico Caruso, el tenor de tenores que hacía llorar a las orquestas

Tal día como hoy, hace 150 años, veía la luz en Nápoles el mejor tenor de todos los tiempos, cuya voz prodigiosa pudo ser preservada en algunos de los primeros discos publicados de la historia

Puede que a algunos «Caruso» les evoque simplemente el título de aquella hermosa canción de Lucio Dalla que llegó a alcanzar una incuestionable popularidad, además, en la voz de Luciano Pavarotti. Del mismo modo que otros se acercaban a los encargados de la sección musical de los grandes almacenes para solicitarles «Vinceró» refiriéndose con toda seguridad a la no menos conocida aria Nessun Dorma de la ópera Turandot de Giacomo Puccini. Por supuesto, también interpretada por el siempre risueño tenor de Módena, la localidad italiana que durante varios años acogió aquellos encuentros estivales del «Pavarotti & friends» en los que «Big Luciano» compartía relajado escenario con Bono, Zucchero o Sting, entre otros.

Con Caruso la voz de tenor se convirtió en la más deseada, y por tanto cotizada, sustituyendo en su reinado a las sopranos

Pero para que los «Tres Tenores» llegaran a triunfar algún día como una máquina de hacer dinero, llenando estadios en todo el mundo, antes tuvo que existir «el Tenor», el único e inimitable. Y ese no fue otro que Enrico Caruso (Nápoles, 1873 – Nápoles, 1921), nacido un día como hoy en su adorada Nápoles, hace justamente siglo y medio. El de 1873 fue un año pródigo para las grandes voces, ya que por entonces vino también al mundo Fiodor Chaliapin, otro artista inigualable, un bajo que revolucionó la historia de la ópera a través de sus matizadas interpretaciones pero que nunca llegaría a gozar de la misma celebridad universal que su compañero a pesar de igualarle en estatura artística, en la otra lo superaba ampliamente.

Con Caruso la voz de tenor se convirtió en la más deseada, y por tanto cotizada, sustituyendo en su reinado a las sopranos, esas primas donnas que durante el siglo XIX habían dominado la escena lírica y los grandes salones de la sociedad donde se forjaban varios de los mitos que llegaron a acumular joyas y castillos casi a partes iguales, como Adelina Patti. Con el cantante italiano, el éxito multitudinario se abrió rápidamente paso hasta lugares insospechados, los grandes espacios abiertos, llegando hasta a alterar el normal reposo de las grandes ciudades.

Enrico Caruso en una de sus interpretaciones, como Canio en 'Pagliacci', 1908

En México, Caruso colmó una de sus enormes plazas con el público escuchándolo entusiasmado mientras jarreaba de lo lindo, y él seguía cantando tranquilamente pertrechado bajo un paraguas porque de allí no se movía un alma. Y en Hamburgo, las denuncias contra el orden público podían pasar de las habituales 80 a las más de 260 en las noches de sus actuaciones porque los tan a menudo circunspectos alemanes emulaban a su ídolo por cervecerías y calles, casi hasta el amanecer, perpetrando las arias que le habían escuchado despachar anteriormente.

No puede decirse que su éxito no fuese fulgurante, clamoroso ni perdurable pero tampoco que se forjara de un día para otro. Al contrario de lo que muchas veces ocurre ahora, cuando cualquier advenedizo debuta en La Scala casi después de haber recibido la primera comunión, a Caruso la forja de su leyenda le costó su propio periodo de galeras. Primero porque no encontraba su camino, al principio se sentía más barítono que tenor, hasta que sus tempranos maestros le convencieron de lo segundo. Y de inmediato, al tener que construir y afianzar un repertorio que al término de su carrera rondaba los sesenta roles, fundamentalmente de títulos italianos y algunos franceses, empleándose a fondo en el modesto circuito de los teatros de localidades como Livorno, Salerno o Caserta.

En aquellos días ya felices para él, si se tiene en cuenta que antes había tenido que trabajar como mecánico para ayudar a la familia con un modesto jornal, podía cobrar el equivalente 140 dólares por toda una temporada. Muy lejos de los 2.500 por función que al poco tiempo llegaría a percibir en su principal hogar artístico, el Metropolitan de Nueva York, donde reinó desde la temporada de 1903/1904 hasta su prematuro deceso, pero también de las fabulosas sumas que le aportaban los recitales. Sus ganancias le permitieron atesorar una de las mejores colecciones de monedas de oro de todos los países y épocas, bronces italianos del Renacimiento y el más exquisito mobiliario antiguo que adornaba su residencia de Bellosguardo, donde poseía una finca con la que daba trabajo a cuarenta y dos familias de campesinos.

Recibió mucho pero también supo desprenderse: vestido de Papá Noel solía entregar regalos para los hijos de los empleados del Met durante las navidades; atendía personalmente toda suerte de peticiones de auxilio de particulares sin darse publicidad, y durante la Primera Guerra, con sus conciertos para la Cruz Roja americana, recaudó hasta cinco millones de dólares.

Al principio se sentía más barítono que tenor, hasta que sus tempranos maestros le convencieron de lo segundo

Más allá de sus inicios, no fue su patria italiana el lugar donde se prodigó con mayor frecuencia, aunque allí protagonizara algún acontecimiento relevante como el estreno de Fedora, de Umberto Giordano, en 1898, o La Bohème de Puccini con la que llegó a debutar en La Scala milanesa bajo la dirección de Arturo Toscanini, que poco después le pidió cantar el célebre cuarteto de Rigoletto al fallecer Giuseppe Verdi, en 1901. Cuando le preguntaban por qué no actuaba más allí, solía decir que no poseía el don de la ubicuidad (quedaban aún lejanos los tiempos del jet privado), pero lo cierto es que andaba siempre muy atareado en otros lugares recibiendo homenajes como el del Zar ruso, que tras escucharle en San Petersburgo le regaló varios lingotes de oro. O provocando que los profesores de la orquesta del Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los principales coliseos de la época, se perdieran después del «Aria de la flor» de Carmen: las lágrimas afloradas con la emoción provocaron el leve contratiempo que, no obstante, llevó al empresario de aquellas representaciones a comparar el efecto de su canto en la gente con el que se le atribuía al mismísimo Orfeo.

Casi ningún otro cantante antes que él cosechó tantos éxitos ni logró acumular tantas riquezas, algo que seguramente tuvo mucho que ver con la coincidencia de la aparición de la incipiente industria discográfica, de la que él fue uno de los principales y más sólidos baluartes y beneficiarios. Se calcula que desde que empezó a realizar su primeras grabaciones, y hasta su muerte, casi veinte años más tarde, recaudó cerca de dos millones de dólares de la época solo con las ventas de sus discos. Fue un auténtico pionero de los grandes acuerdos, llegando a firmar en 1919 uno que le permitiría cobrar 100 mil dólares fijos, más un porcentaje sobre las recaudaciones totales, por un total de hasta cuarenta grabaciones, a razón de cuatro registros anuales.

Primeras grabaciones en disco

Esos primitivos documentos fonográficos, que comenzaron en 1902, le permitían entrar en las casas de las personas que nunca hubieran soñado con poder escucharle en una ópera. Y a quienes después solo hemos alcanzado a presentir el eco de sus hazañas artísticas, de esa personalidad exuberante, inquieta, socarrona que le permitía aventurar chanzas sobre sí mismo a través de sus logradas caricaturas, que llegaron a publicarse los diarios y revistas de la época, hacernos si quiera una somera idea sobre las bases que han sustentado la leyenda de ese timbre aterciopelado «que combinaba idealmente la fluidez del tenor lírico con la potencia del barítono dramático», según su ilustre compañera, Rosa Ponselle. Por encima de todo, poder llegar a apreciar la grandeza de su contrastado poder expresivo, la frescura y naturalidad bajo las que se enmascaraba una firmemente asentada técnica que le permitía dibujar con los más variados colores, delicados o agrestes, de acuerdo con el mensaje requerido, allí donde otros alcanzan a vislumbrar solo notas.

Desde luego no todo fueron elogios en vida, como siempre es normal en un genio de naturaleza singular, sujeto al público escrutinio. La prensa le propinó alguna cornada que, apreciada hoy, nos trae recuerdos de los recientes episodios de uno de sus sucesores más renombrados. En 1906, mientras aprovechaba un día de asueto para visitar la jaula de los monos en el zoo de Central Park, no se le ocurrió nada mejor que pellizcarle las nalgas a una mujer que pasaba por allí. Denunciado inmediatamente por la señora, de nombre Hannah Graham, terminó la jornada en comisaría. El asunto llegó a juicio, pero como la demandante no llegó nunca a presentarse el artista solo tuvo que pagar una multa de diez dólares. Más que el rigor de la justicia, a Caruso le inquietaba la reacción de los aficionados. El veredicto de su fiel público no pudo resultar más unánime: su primera aparición en el escenario del Met, tras un incidente que hoy le habría costado seguramente su cancelación en ese país de por vida, se saldó entonces con una atronadora ovación absolutoria.

Enrico Caruso (derecha), junto al director de la película 'My Cousin', Eduardo José, durante una pausa en la filmación

El cine llegó a tentarle, pero antes de la aparición del sonoro consideró que no tenía lugar ni sentido, a pesar de su extraordinario carisma: la fama de su arte se cimentaba en la voz. Y después, el par de filmes en los que apareció no tuvieron demasiado éxito. En cambio si lo tuvo el biopic que años más tarde de su desaparición se rodó con Mario Lanza, un tenor de apostura hollywoodiense y buen material canoro, como protagonista. El gran Caruso no solo aportó más adeptos a la causa; tanto Plácido Domingo como José Carreras, e incluso otros que han venido después, sostienen que el visionado de esa película ejerció una influencia decisiva para impulsar sus vocaciones.

Pese a los múltiples viajes y la celebridad que gozó en gran parte del mundo, sobre todo en América, donde le adoraban, Enrico Caruso llevó toda la vida impreso en su corazón el sentimiento de pertenecer a su tierra napolitana, por eso una de sus más dolorosas decepciones se la provocó su regreso para actuar en esa ciudad, en 1907, cuando ya era una estrella internacional admirada y reconocida. En parte como también le ocurrió a la gran María Casares cuando volvió de la gloria parisina para mostrar su arte en Madrid, el público local maltrató al hijo pródigo acogiéndolo con esa fría indiferencia, la cerril hostilidad hacia el expatriado que ha alcanzado fuera los mayores triunfos y que certifica el tópico aquel según el cual nadie llega a ser del todo profeta en su tierra.

Atendía personalmente toda suerte de peticiones de auxilio de particulares sin darse publicidad

El tenor juró no volver al lugar que le había visto nacer para cantar nunca más, y así se mantuvo firme hasta el final. Pero la tierra partenopea, el azul mediterráneo de su bahía y los vermicelli le atraían con una fuerza mayor que sus mas duras convicciones. Fumador empedernido, a los 48 años su primera vida se extinguió el 2 de agosto de 1921 para ingresar en esa inmortalidad solo destinada a los grandes hombres, que no sirve más que para aumentar su fama y prestigio.

Conocedor de sus trágicas circunstancias, Caruso se aplicó en satisfacer su último deseo: poder despedirse del mundo en casa. Como intuía que durante el largo trayecto de Nueva York a Nápoles podía perecer en la travesía, se hizo construir un féretro de metal para que, llegado el caso, no lo depositasen en el mar. Aguantó los dolores con el coraje de los predestinados y aún pudo disfrutar de unos últimos rayos de ese sol refulgente que al atardecer acaricia las ruinas sobre la inmortal Pompeya. Desde entonces, y visto el panorama de nuestros tiempos, cada día que pasa aun canta un poco mejor.