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Grigory Sokolov en concierto

La firme roca de Sokolov frente al reino de las apariencias de Arco

La comparecencia en Madrid del coloso del piano, Grigory Sokolov, con un programa exquisito, se opone a la hoguera de vanidades de la feria artística

Para conmoverse ya está El Prado. A una feria como ARCO hay que ir bien provisto de unas imprescindibles dosis de animus iocandi, aunque no exentas de cierta prevención. A mí me ocurrió, por ejemplo, que iba precisamente con ganas de pasármelo bien, pasear por sus kilométricas salas repletas de hípsters, chicas monas, parejas con sus niños pequeños como si los llevaran al parque de atracciones y matrimonios de exiliados latinoamericanos reconocibles por las estupendas marcas de los relojes, las buenas prendas de abrigo de las mejores marcas y ese caminar despreocupado de quien se reconoce finalmente a salvo de cualquier malhechor, y casi me llevo un serio disgusto. A la hora de deshacerme de la botella de agua necesaria para hidratarse tras horas de ilustrativo recorrido, se me presentó un dilema que a punto estuvo de sumirme en una nueva crisis existencial.

¿Objetos? No, obras de arte

¿Aquella suerte de papeleras confeccionadas con cartones reciclables estaban ahí, bien dispuestas, para cumplir con la función más lógica que uno debiera atribuirles, o en este caso la sensatez tenía por fuerza que sucumbir ante la posibilidad, más que cierta, de que en lugar de formar parte del mobiliario de la sala aquello fuese otra genial instalación, un reconocido hallazgo del último enfant terrible que, fiel seguidor de los preceptos de Jeff Koons, se reivindicase a sí mismo a través de aquel moderno objeto como «artista comprometido con la ampliación de los parámetros del arte»?

Perturbado por la idea de volver a profanar otro templo sagrado de la cultura –en una ocasión anterior, en otro tiempo y lugar, me vi envuelto en un incidente cuando, con la sana intención de que la gente pudiera entrar cómodamente, sin necesidad de tener que hacerlo a saltos, me puse a retirar yo mismo unos objetos cilíndricos situados en la puerta del auditorio donde tendría lugar un concierto que organizaba, y que sin saberlo yo formaban parte de una exposición que al mismo tiempo se celebraba en otras dependencias del recinto: el director de aquella institución amenazó casi con denunciarme–, esta vez decidí abstenerme de intentar cualquier maniobra para librarme del desperdicio.

La visita había comenzado bien: aquel Picasso tumbado sobre el que se arremolinaba una pequeña multitud de personas dispuestas a inmortalizar el momento haciéndose un selfie junto al bien simulado cadáver, a tamaño real, del autor del Las señoritas de Aviñón, me causó alguna buena impresión. Al final de todo, la gente seguía mostrando una obvia preferencia por el difunto, un artista que como primer deber se impuso a sí mismo llegar a dominar la técnica para luego dotarse de un estilo original que, sin desdeñar del todo a los grandes maestros del pasado, intentara conciliar a su modo una interpretación de la tradición con la búsqueda de su propio lenguaje expresivo.

La obra 'Naturalizar al hombre, humanizar a la naturaleza', de Víctor Grippo, en la Feria ARCO 2023

Aquellas personas, quizá de manera involuntaria, expresaban su preferencia por el genio desaparecido hace ahora justamente cincuenta años, en lugar de aguardar para retratarse ante una carretilla de lo que parecían ser los deshechos de alguna construcción; un lienzo en color negro traspasado por una frase escrita como con tiza blanca: «A los 14 años Susana es sicaria», concebido seguramente para concienciar sobre la dureza de la vida que sin duda aguarda injustamente a miles de jóvenes en ciudades como Medellín y Sinaloa, o una larga hilera de patatas (quizá importadas de Xinzo de Limia) colocadas sobre un mostrador con varios frascos, presidida por una placa aclaratoria con la siguiente aleccionadora leyenda cargada de un hondo significado: «Naturalizar al hombre, humanizar la naturaleza».

'Aquí murió Picasso' de Eugenio Merino

Cercado aún por la culpa, ese sentimiento inútil, derivada de haber puesto en duda la vocación de aquel artista que contra mis escasas luces oponía su genialidad, aunque en realidad, al final, se tratase ciertamente de una papelera puesta allí por la organización para bien de todos, intenté hallar consuelo no ya en mi admirado E. H. Gombrich, el cual sostiene, frente a lo que muchos puedan pensar acerca de este insigne historiador con fama de conservador, que «la crítica de arte es cuestión de creencias», si no en un pequeño libro del arquitecto y pintor Óscar Tusquets, muy recomendable, Sin figuración, poca diversión, en el que cita una entrevista de un grande como Francis Bacon, un genio sin apenas discusión como Lucian Freud, cuya exposición en el Thyssen es visita altamente recomendada estos días.

En la referida pieza televisiva, Bacon «manifiesta que el arte abstracto nunca le ha interesado porque, sin excepción, le parece decorativo». A lo que Tusquets apostilla: «Lo que evidentemente lo aleja a distancias siderales de su pintura visceral». Decorar, en lugar de conmover, seguramente entretener, esa parece ser la consigna hoy de ferias como Arco en las que si acaso alguna risa irónica se impone siempre sobre el poder catártico, la huella inequívoca de la emoción contenida quizá en una lágrima, el asombro que sorprende y altera.

Un magnífico Sokolov

Decía Bob Geldof aquello de «I Don’t Like Mondays», y casi fue lo único que dijo… Eso casi siempre suele ser así, salvo que en lunes por invitación de la Fundación Scherzo, y su admirable ciclo pianístico (en el que aún habrá de comparecer otro coloso, más joven, Arcadi Volodos), se presente Grigory Sokolov, auténtico poeta del teclado. Aquí sí, la emoción brotó genuina, porque como ha escrito otro grande, Alfred Brendel, cuando la suerte le es propicia al intérprete «se disuelve al mismo tiempo en la música (…) cuando sopla el viento adecuado se produce la síntesis de la interpretación».

Y ese milagro se produjo, sobre todo, con un Purcell despojado, austero, de una belleza serena en su aparente simplicidad, que Sokolov ha paseado ahora por algunas de las principales ciudades españolas como maná caído del cielo. Más allá de su música para el teatro, este compositor se interpreta poco, y mucho menos su obra para teclado, aquí redescubierta gracias a la rica paleta del pianista, que no renuncia a colorear sus danzas con las infinitas posibilidades que le confiere un moderno Steinway. Frente a la gracia y elegancia contenida en las suites, o la delicadeza de la Chacona en sol menor, el gigante nacido en la hermosa san Petersburgo opuso en la segunda parte, como colofón de lo más interesante, el Adagio en Si menor, KV 540 de W. A. Mozart. Venía precedido por la Sonata número 13 en Si bemol mayor, KV 333 del mismo compositor, y por eso el contraste resultó aún más abrumador.

Desde la brillantez, la luz amable que emana, por ejemplo, el Allegro de la sonata al íntimo desconsuelo que recorre esta obra teñida de un hondo dramatismo precursor de algunas de las horas más oscuras que nublaron los últimos tiempos de la vida del autor, Sokolov propone un implacable viaje hacia abismos presentidos, quizá como testimonio de los propios tiempos que vivimos. Un final sin duda elegido para un recital que, como todos los de este pianista, están meditados hasta sus últimos contornos, hechos de mensajes subterráneos, de sutiles advertencias. Lo lógico sería haberlo dejado ahí, pero entonces el público habría reclamado a ese otro Sokolov, el que deja para el final el zurrón donde porta los regalos, el orujo con el que termina por embriagar a su legión de admiradores. Entonces surge otro intérprete, más infantil quizá en esa capacidad de mostrarse un poco como aquel Horowitz juguetón que se retrataba sacando la lengua. Destapa el tarro y entonces la miel fluye a borbotones, aunque nadie se confunda, aquí no hay asomo de show.

Su bien acreditado virtuosismo se basa en un dominio absoluto del instrumento, puesto al servicio siempre del compositor. Seis propinas y la gente enloquece, los que no se han ido aún (alguna deserción hubo el otro día tras dos horas de recital) aclaman al ídolo con ruidosas exclamaciones mientras van cayendo pequeñas gemas de Brahms, Chopin, Rachmaninov, Scriabin… hasta llegar a la pura esencia, Bach y su Preludio en mi menor del Clave bien temperado como para dejar las cosas en su sitio. Un final digno de un genio de la expresión, un poeta que domina con creces todos sus resortes para ponerlos al servicio de lo primordial, la música.