El fin de la hegemonía del rock y el auge imparable del reguetón: ¿la nueva cosmovisión es latina?
Los ritmos nacidos en San Juan, hoy mezclados con géneros actuales, revolucionan la industria y devuelve la música en español a su lugar. Veinte años después de su estallido, se mantiene en todo lo alto
Entre las canciones más escuchadas del mundo hay, posiblemente por primera vez en la historia, dos canciones en español. El pop con ritmos de trap de dos artistas latinos, la colombiana Shakira y el argentino Bizarrap, y La Bachata de Manuel Turizo conviven con el pop de Miley Cyrus, Sam Smith y Harry Styles, que se mezcla con soul en SZA y con los omnipresentes géneros del hip-hop y del rap. Como fenómeno global, la pérdida de la hegemonía del rock (incluso del indie rock) es evidente, y no sólo a nivel de audiencia. También de industria.
En las listas españolas la tendencia se dispara: las diez primeras posiciones pertenecen, si no al reguetón, sí a los conocidos como ritmos latinos. Del canario más famoso del mundo, Quevedo, a Yandel, Feid, LiL Cake, Myke Towers, Arcángel, Ozuna o el nuevo héroe de la música mundial, el puertorriqueño Bad Bunny, que se hizo con tres galardones en los últimos Premios Grammy (no en los Grammy Latinos).
«Ni de coña escucharemos a Bad Bunny en dos siglos», decía con razón el pianista James Rhodes hace un año, comparándolo con Bach y reduciendo la importancia de un género que lleva creciendo veinte años a su capacidad de supervivencia temporal. Sin embargo, la música urbana, con el reguetón a la cabeza, se ha convertido en un nuevo género que trata temáticas universales, aunque con lenguajes y códigos nuevos: es de una riqueza tan inmensa que es difícilmente clasificable. Como señala la crítica cultural Aïda Camprubí, mezcla el caló, el slang, el español de calle y, en general, de las formas propias del lenguaje puertorriqueño, con una interconexión lingüística muy potente.
La madurez y el estancamiento del rock
El proceso de crecimiento del reguetón no se puede entender sin el camino descendente, acelerado y paralelo del rock. Aunque viene de lejos, estamos asistiendo a un proceso de desglobalización por el que un nuevo romanticismo trata de sublimar y acercar «lo propio», la cultura cercana. Es una transformación que representa muy bien C. Tangana, que rescata la tradición española (las marchas procesionales, las mezclas con Campanera, el imaginario español) y le añade ritmos urbanos (de los que, por otro lado, él mismo procede). El flamenquito, la rumbita, Kiko Veneno, Ketama, Los Delincuentes… lo nacional, lo patrio, vuelve a estar en el centro.
En la medida en la que el público ha seguido esta tendencia, la industria ha comenzado a potenciarla: el filón de lo latino no es sólo un movimiento social, sino también económico. El margen de crecimiento del reguetón es exponencial, mientras que el rock ha alcanzado un punto de madurez que se ha traducido en estancamiento. ¿Tiene algo nuevo que decirnos el rock, un estilo que cambió para siempre la historia de la música?
Decía John Lennon que «antes de Elvis Presley no había nada». Y es verdad: de ahí procede todo lo posterior. Pero el rock, y los estilos y géneros derivados, han alcanzado un punto de agotamiento y de identificación con otras épocas tal que animan a una ruptura. Hace tiempo que no surge un estilo dentro del rock que tenga éxito, como ocurrió en los 70, con el glam rock o el punk rock. Quizá el último gran momento lo representaron los Strokes, Franz Ferdinand, Arctic Monkeys o los Editors; la época en la que eran cabezas de cartel de grandes festivales, como el FIB, que se consideraban mainstream. Todo ello acompañado por una estética que era predominante. Y predominaba el rock.
El cambio de siglo ha dejado eso en el pasado. La juventud, que al final es a quien se dirige la industria (que sabe segmentar a su público), quien «consume» los productos culturales, configura las listas de streaming y acude a los conciertos, ya no tiene en un altar a Oasis, Radiohead, Nirvana o Guns N’ Roses, que copaban los éxitos de finales de los 90. Al mismo tiempo esto no quiere decir que el rock se haya acabado, ni muchísimo menos: hay grupos potentes, hay festivales dedicados al género y da trabajo a una gran cantidad de gente. Simplemente, ya no es mayoritario, y estilos como el rockabilly, el beat, el garage o el surf pertenecen casi a la cultura underground. A la industria ya no le interesan figuras como Rod Stewart, Bruce Springsteen o Bob Dylan. Ya no existen las grandes figuras del rock, ni se potencian grandes bandas como se hacía con los Beatles o los Rolling Stones.
Una repudia histórica
El reguetón tiene un valor propio, si bien es cierto que ha encontrado el nicho perfecto en el declive de los géneros anteriores. Sin entrar a recorrer una vez más toda la historia de un género que proviene de las barriadas de Panamá y Puerto Rico –donde se mezcló don el reggae y el hip-hop en español, influenciado por ritmos latinos y tomando como base rítmica el danceHall reggae, mejor conocido como dembow, originario de Jamaica–, la pregunta clave es: ¿por qué seguimos considerando el reguetón como un género menor?
James Rhodes proponía como valor de legitimación la perdurabilidad. Sin embargo, la idea meritocrática de los que productos culturales que sobreviven son los de mayor calidad es errónea: si acaso, sobreviven los más fuertes según el sistema de valores y de validación cultural en el que se apoyan. Por ello la música clásica tuvo su momento hegemónico, y ahora lo que demanda el gran público son valores de diversidad e inclusividad, no de perpetuación de lo existente. Y sí, también de diversión y cierta distensión frente a la histeria e intensidad de otros géneros.
El crítico cultural Carl Wilson se preguntó en el ensayo Música de mierda por qué nos gusta música que odiamos (¿cómo es posible defender la postura de despreciar el reguetón y bailarlo sin remedio en cuanto suena?) al darse cuenta de que Céline Dion es la artista más odiada del mundo, lo que no encaja ni con sus datos de audiencia ni de venta. Lo mismo sucede con otras artistas como Taylor Swift. «¿Qué verdades descubrimos cuando analizamos los productos culturales que odiamos?», se pregunta Wilson.
La respuesta tiene que ver con algo que está también en el origen del reguetón, que es un género nacido en la calle, entre unos chavales con pocos recursos, cuyo capital más preciado era su propio cuerpo, sus ganas de divertirse (y evadirse de una realidad durísima) y su sentido del ritmo. Hicieron música para bailar, para celebrar, para estar juntos, como sucedía con el flamenco en los patios andaluces. Por ello el odio a un género muchas veces tiene más que ver con una opinión social que con un gusto musical, como si cierta música fuera sólo para cierta gente, como si nuestras preferencias nos definieran, catalogándonos en el lado de la alta o de la baja cultura.
Rechazando ciertos tipos de música, como la latina, cerramos el club al que no queremos pertenecer. Y en España, mientras por un lado reivindicamos como propio todo lo que tiene que ver con nuestra historia y nuestro legado, nos negamos a dialogar con una realidad que en parte existe gracias a la labora española: el reguetón entró en Europa a través de España, concretamente de las Islas Canarias (donde, por cierto, nació el primer grupo de reguetón no latino, Las Canarias, formado por dos mujeres que se rebelaban contra los hombres). Algunos ven en ello cierto desdén hacia el mundo latino, cierta «invasión» de lo que no es propio, cierto esnobismo y elitismo cultural. Pero otros hablan de calidad musical.
¿Cuestión de calidad o de complejidad?
Cuando se habla de ritmos latinos se suele confundir calidad con complejidad. Es lo que se recoge también en el excelente libro Making Flu$, editado por El Bloque, donde analizan las tendencias musicales del relevo generacional con entrevistas de quienes lo protagonizan, de LaZowi a Alizzz pasando por C. Tangana, Yung Beef, Mala Rodríguez o Bad Gyal. Una nueva escena marcada por internet y por la falta de prejuicios en una década de momentos traducidos en rupturas aceleradas. La conversación política, estética y afectiva a través de la música que ha sido la más seguida en tiempo real: una verdadera respuesta sociomusical a la crisis de 2008, que ha cambiado la escena ibérica y ha vuelto a poner al público en el centro.
El reguetón es el resultado de expediciones culturales de personas migradas que regresan a su lugar de origen. Lo componen también migrantes de segunda generación, que crecen con su herencia musical y la mezclan con la escena actual y que han perdido el prejuicio hacia la música sudamericana. Por eso hoy es imposible encontrar «reguetón puro» (como el que hacían en sus inicios Daddy Yankee, Don Omar o Lorna): es una mezcla riquísima de géneros y ritmos, del dembow al mambo, de la salsa a la bachata, del merengue al funk favela, incluyendo simples del hip-hop, del reggae e incluso del house.
En ese sentido, la «calidad» de los cuatro acordes reguetoneros queda enriquecida por un proceso orgánico de intercambio cultural que se basa en una herencia compartida. ¿Cuál es el punto de unión? El español, entre otras cosas, en continua expansión. Y no sólo el idioma, también el carácter: en el sentido social, España está más cerca de la algarabía iberoamericana que de la frialdad europea. Es más propia la celebración grupal de una fiesta en la calle que el individualismo que se vive en una macrodiscoteca de tecno alemana.
Una música «antisistema»
De nuevo, el prejuicio del elitismo cultural: ¿es menos valiosa la música para bailar que la música para contemplar? Los ritmos latinos cumplen con una función social vital: la de la libertad, la del encuentro, la de la celebración, la de la alegría. La nueva cosmovisión no es eurocentrista, sino latina. Como dice el crítico musical Víctor Lenore, uno de los grandes defensores del reguetón en España, la música popular latinoamericana es antisistema, pues propone la autoorganización del ocio de las clases excluidas. «El disfrute del cuerpo es el ocio de los pobres».
Raquel Z. Rivera también afronta la capacidad del reguetón para trascender ciertas barreras en su libro Reggaeton. Refiguring american music, donde aborda temas clave para la aparición de nuevos géneros como la raza, la nacionalidad y la sexualidad, y los arquetipos que llevan aparejados. Es difícil sustraerse a la relegación de lo latino a un segundo plano si no se tiene en cuenta cierta dosis de racismo, o al menos de clasismo. Sin embargo, el éxito social tiene que ver también con un debate mucho mayor: el del acceso a la cultura.
Los avances tecnológicos y la democratización informática permitieron que los jóvenes de los guetos acercaron un poco sus oportunidades a las de las grandes estrellas. Diez años antes de Pitbull, dos veinteañeros de Puerto Rico conocidos como Luny Tunes forjaban el sonido desbordante y contagioso del reguetón, desde Dale don dale hasta Gasolina. Hoy, el orgullo latino se ha extendido y ha conquistado incluso Estados Unidos, que ha empezado a mirar más allá de Miami. Sin embargo, en España seguimos mirándolo por encima del hombro.
Mientras Bad Bunny daba su discurso de agradecimiento por ganar el Grammy a Mejor álbum de música urbana por Un verano sin ti, en la pantalla de los estadounidenses aparecía: «Speaking non-English». No hay mejor paradoja para mostrar el momento actual de la música.