«La Nariz» de Shostakóvich se estrena en el Real con fugas de público y un montaje que no convence
El Teatro Real estrena La Nariz de Shoshtakóvich, basada en un cuento de Gogol que, a pesar de su magnífica labor publicitaria, deja mucho que desear
Hacia 1937, el joven Dmtri Shostakóvich, compositor ya súbitamente elevado a los altares de la nueva cultura soviética por gente tan bien posicionada como el célebre director de escena, Vsevolod Meyerhold, se planteaba cambiar la historia musical de su país. ¿En qué otra cosa iba a pensar un chico de 21 años que perseguía reconocimiento y celebridad inmediatos, aspirando a dotarse ya de un estilo propio y reconocible que causara asombro y, quizá, hasta admiración que le procurasen un lugar de honor entre sus pares, gente como Stravsinki o Prókofiev?
El Shostakóvich más vanguardista
Ese tipo de ascenso fulgurante, en la música, no suelen proporcionarlo tanto las sinfonías, ni mucho menos las música de cámara, como el teatro, espacio donde se generan ese tipo de encendidos debates que deciden la fama, o al menos así era en otro tiempo más propicio para los creadores genuinos. Shostakóvich en cierto modo hizo lo que debía con la insolencia de su edad, tratar de romper amarras con la sólida tradición lírica de su patria, asentada más tarde allí que en las naciones europeas, pero que, a partir del patrocinio de la emperatriz Isabel Petrovna, se convirtió en una de las fuentes de mayor placer, esplendor y gloria para la música de ese país a partir de las grandes contribuciones que al género realizaron Glinka, Dargomijsky, Rimsky-Korsakov, Mussorgsky y Tchaikovsky.
No, Shostakóvich, el «Beethoven rojo», como en algún momento se le apodó, aspiraba a revolucionar los cimientos del teatro lírico, y para ello deseaba contar con los servicios de algún joven poeta, moderno y actual, que le inspirara en su creación. Primera lección: no encontrando ninguno que le satisficiera, siguió en esto el consejo de Verdi, torniamo all’antico, sará un progresso. Por ello pasó un tiempo sumido en la lectura de los clásicos de su país. Chejov le gustaba bastante, pero no fue en el autor de Tío Vania en quien halló la fuente para su decisiva creación, si no en Gogol, cuyos textos ya habían servido de inspiración a los «viejos» Rimsky, Mussorgsky, Tchaikovsky y hasta el compositor ucraniano Nikolai Lyssenko.
De Gogol tomó prestado un relato contenido en sus Narraciones de San Petersburgo, La Nariz, que podía haber escrito perfectamente nuestro Valle-Inclán. Esta sátira, en la que la mordacidad del autor se ensaña a través de la fábula fantasiosa con las necias prácticas de los burócratas de la época del zar Nicolás I, llegando a situar frente al espejo deformado de sus vicios e hipócritas convencionalismos a la ridícula sociedad burguesa del momento, se inscribe perfectamente en los parámetros del esperpento.
El joven compositor ya tenía su argumento, propicio para descargar en él toda su imaginación con absoluta libertad, tal como habían hecho antes que él otros autores por cuyos audaces logros, su osado lenguaje, profesaba particular devoción: el Alban Berg de Wozzeck, sin duda, quizá la música de Arnold Schönberg, y desde luego el Prókofiev de El amor de las tres naranjas, además de Der Sprung über den Schatten de Ernst Krenek. Parecía, de entrada, bien pertrechado para asaltar los palacios de invierno de una vanguardia que todavía hoy perturba a algunos.
Noventa años en el desván
El estreno de La Nariz estuvo repleto de vicisitudes y obstáculos, como de maratonianas sesiones de ensayos que se prolongaron durante meses. De entrada se descartó el templo del Bolshoi, que era lo que deseaba Meyerhold cuando aún mostraba interés por dirigir la ópera (luego se escaqueó), y el estreno tuvo lugar en Leningrado en 1930, en el Teatro Maly Óperny. La obra no le procuró la buena fama perseguida y, por el contrario, algunos quebraderos de cabeza a su autor, que durante el resto de sus días vivió atenazado bajo la eterna duda de complacer a quienes, como el propio Stalin, travestido en crítico a raíz del estreno de su segunda ópera, la genial Lady Macbeth de Mtsensk (ya programada en el Real con gran éxito), consideraban que sus obras se alejaban peligrosamente del gusto popular para aventurarse por el frío camino del intelectualismo sin alma, o seguir sus propios designios: optó por un término medio.
Hubo que esperar hasta 1974, cuando Guenady Rozhdestvenski, maravilloso director, dotado de un increíble sentido del humor (recuerdo alguna de sus divertidas piruetas en el podio), volvería a rescatarla del desván, esta vez en Moscú. Y poco más. Algunas puntuales representaciones en Italia y EE UU, hasta hoy, en que el Real acaba de estrenarla en Madrid, en colaboración con teatros de Londres, Berlín y Australia.
Lo primero que seguramente llamará la atención de su curiosa textura musical es que esa propensión al delirio que suele achacarse al resultado de su trágica vida, ya estaba inserta en el imaginario de Shostakóvich desde el primer momento. El surrealismo que recorre toda la narración gogoliana tiene su justa correspondencia en este caos perfectamente organizado, en el cual el compositor se vale de la infinita paleta de colores que le proporciona la orquesta moderna para salirse de los cauces más tradicionales. Los intermedios, anticipo de algunas de sus principales construcciones sinfónicas, son quizá lo más interesante de una partitura desbordante, salvaje, furiosa a ratos, que exige de una extraordinaria precisión a los músicos, y que tuvo una respuesta formidable de la Sinfónica de Madrid, muy bien sostenida, con pulso certero, por Mark Wigglesworth, el director musical invitado.
Los teatros suelen buscar en un cierto tipo de puestas en escena, asociadas a obras no demasiado populares, como es el caso, ese tipo de riesgo que tanto seduce a los colegas directores artísticos de otros coliseos y que acaban llevándose la palma de los premios en esas ceremonias de la endogamia que suelen ser los galardones gremiales. Aunque el público no siempre acuda a sus llamados (el Real ha realizado una formidable campaña publicitaria, pero aún así quedan muchas localidades por vender: en el estreno hubo huecos más que evidentes, y algunas personas huyeron de la sala sin esperar a que la nariz volviera a su legítimo dueño), y siga a la espera de esos otros títulos que en cambio mantienen cada día su aceptación, y que casi siempre son por los que la gente paga su abono.
Una puesta en escena 'particular'
Esta vez, la tarea evangelizadora ha recaído en uno de esos directores de escena que llevan consigo su propia marca de fábrica, y que muchas veces, las más, se permiten a sí mismos brillar por encima del compositor. Ocurre con Barrie Kosky, un director obsesionado por el claqué, el cine mudo y el burlesque, que construye sus espectáculos basándose más en la promoción de sus propios sellos distintivos, en sus «genialidades» particulares, que en la coherencia dramática.
Hay que decir que aquí Kosky lo tiene más fácil: la fantasía de Gogol, unida a la desbordante imaginación musical de Shostakóvich, se prestan más a montar un baile a lo Tap Dance con una coreografía de narices desatadas que Il Trovatore, por ejemplo. Pero en cualquier caso, a esta «Nariz» le sobra bastante Kosky y le falta algo más del sentido original de la obra. La historia del órgano olfativo que cobra vida propia ofrece lugar a una reflexión más profunda acerca de la estúpida vanidad del ser humano, por ejemplo, de lo que aquí parece trasladarse. Entre tanto número circense reiterativo, provocaciones que a estas alturas ya no inquietan ni a un niño (la desafortunada insistencia en la escatología, por ejemplo), ridículas morcillas añadidas con la que se quiere interpelar al público, añadidos textuales como el de la presentadora de televisión que solo logra lucir palmito, … incorporados con el único propósito de alimentar «el show de Barrie», se pierde buena parte de ese «desenmascaramiento más penetrante del mecanismo de la pequeña burguesía» que uno de los críticos que asistieron al estrenó en Leningrado creyó adivinar en esta ópera.
En cualquier caso, hay que felicitar al teatro por el arduo trabajo de ensayos que supone poner en pie un reto de estas características y sobre todo por haber logrado reunir a un reparto excelente, encabezado por un Martin Winkler que se desnuda (literalmente) en escena, aportando toda su sabiduría actoral, y su gran oficio vocal, al servicio de la construcción del personaje central, ese Kovaliov que podría ser el equivalente de quienes hoy más que nunca viven de la apariencia, esclavos de su propia imagen: por ahí había mucha más tela que cortar que en la reiteración de algunos gags que hoy resultan ya de una puerilidad casi enternecedora, si no fuera el alto precio de las localidades. El premio caerá seguro, de eso no cabe duda, mientras el aficionado de toda la vida sigue aguardando pacientemente a Turandot y que le dejen de milongas.