La Filarmónica de Berlín renueva su cetro con el eterno Mozart
La orquesta alemana, considerada la mejor del mundo, cautivó al público madrileño con un monográfico consagrado a Mozart en una memorable actuación, además, del Orfeón Catalán
Esas listas que suelen destacar a los mejores en el desempeño de una profesión, o establecen categorías entre logros artísticos, materia aparentemente tan subjetiva, suelen molestar a quienes perciben en la búsqueda de la excelencia un ejercicio inútil que, en todo caso, solo serviría para fomentar la desigualdad. Señalar, aunque sea al más cualificado en la consecución de cualquier logro digno, sólo puede generar frustraciones, complejos y depresión, o sea conflictos indeseados entre los espíritus adocenados. Ni siquiera envidia, porque esta suele actuar como acicate, en los mejores casos, para emular al envidiado, cuando la principal aspiración es sumergirse plácidamente en esa espesa grisura para la que apenas se requiere esfuerzo alguno.
De ahí que, como en los tiempos actuales, en lugar de promover la competencia, como ya hacían los griegos, dados en su tiempo a celebrar todo tipo de torneos, como aquellos festivales dramáticos en los que escritores rivales se disputaban trofeos, se prefiera hoy, por no incordiar, promover esa pura positividad que a nadie daña consistente en la exaltación, si acaso, de las virtudes más comunes. En lugar de celebrar aquellos éxitos que nos permitirían profundizar y elevarnos sobre nuestra mediocre condición humana, el auténtico «progreso» consiste hoy en hacer «tábula rasa» de cualquier mérito que implique establecer diferencias, destacar sobre el rebaño.
La mejor orquesta del mundo, sí, la Filarmónica de Berlín, la primera de la clase, acaba de pasar por las ciudades que gozan de los principales auditorios, Madrid, Barcelona y Zaragoza, por más que les pese a quienes se niegan a fijar cánones, espejos en los que deberían procurar contemplarse los aspirantes a alcanzar ese reconocimiento que aún sabe distinguir lo que Longinos denominaba «el arte de lo sublime y lo profundo». Bastaría con haber escuchado, si quiera, los compases iniciales de la Sinfonía número 25 de Mozart, ese ritmo sincopado de la cuerda que presagia las mayores turbulencias, un dramatismo como el que su autor solo alcanzará más adelante en algunas de sus mayores contribuciones musicales (sus óperas, los últimos conciertos para piano), para presentir ya el aguijonazo supremo, esa milagrosa atemporalidad que Celibidache atribuía solo a este compositor (y a Bach) en su capacidad de trascender cualquier época para apelar eternamente al hombre, más allá de la expresión del momento.
Antes de que el hoy tontamente denostado Herbert von Karajan terminara de fijar las características definitorias de la grandeza de este conjunto, su antecesor, Furtwängler, ya había dejado establecido lo esencial: «No son los instrumentos los que hacen la música, incluso allí donde sólo se trata del simple sonido. Tampoco es la ‘escuela’ ni la capacidad; son los hombres y su sentimiento personal de la vida lo que está detrás del rendimiento artístico como agente propiamente efectivo». La Filarmónica berlinesa no convence ni cautiva por la mera exhibición de una marca que quizá aún podría funcionar sola, ni sus atriles han sido forjados con una aleación especial cuyo secreto solo conocen aquellos que han nacido o vivido en «la gran nación alemana».
Sus integrantes son personas extrañamente convencidas de su elevada misión, en unos casos por ellos mismos y en otros por la influencia sostenida en el tiempo de grandes personalidades como las de los últimos directores titulares de la agrupación, Claudio Abbado, Simon Rattle y ahora Kirill Petrenko. De todos ellos podría afirmarse aquello que Stefan Zweig proclamaba en su elogiosa semblanza del gran Arturo Toscanini: «Sabe con claridad demoníaca lo que quiere». El director siberiano también se lanza a procurarlo, quizá provisto con otras maneras, más sutiles, porque la época reclama consensos en la búsqueda de visiones unitarias que antes, simplemente, se imponían, pero siempre bajo esa misma premisa que se obstina continuamente «en alcanzar lo inalcanzable y en hacer posible lo imposible», desterrando «la gentil conformidad, el compromiso, el mísero darse por satisfecho (…) con la fuerza conciliadora del sacerdote y la resignación del creyente, con el rigor disciplinario del maestro y la veneración incansable del que aprende sin tregua».
«La gran tradición»
El Mozart que ahora han desplegado en su gira tiene poco que ver con el de esas versiones superficiales, volcadas hacia un cierto brillo exterior, de perfiles más espirituosos, bellas y pulidas como corresponde a estos tiempos que se frenan ante todo atisbo de introspección, de lucha, de gravedad. Por eso la interpretación de la K.183, con su inusual tonalidad menor, pareció emparentada con eso que a menudo se denomina con cierto desprecio «la gran tradición», el enfoque riguroso de un Klemperer, sin ir más lejos, de acentos bien pronunciados, ideal para intentar trasladar su misterio, ese deseo de un adolescente de diecisiete años quizá por asomarse, casi por primera vez, hacia los valles más penumbrosos de la existencia pero sin abandonar nunca la vía de una expresión diáfana, a través de unas estructuras muy definidas que Petrenko supo delinear con trazo maestro.
El programa íntegramente consagrado al músico salzburgués ofreció además dos obras religiosas, en las que no late toda la fuerza desatada en el testamentario Réquiem, esa muestra suprema de combate entre el terror y la súplica, pero que logran unir sensualidad con espíritu al más alto nivel, como siempre ocurre con Mozart. Su extraordinaria fluidez melódica confiere interés al Exultate Jubilate!, que la soprano Louise Adler cantó primorosamente, dotada de una voz con el peso suficiente para proyectarse sin problemas, coloratura sin tacha y una agradecida expresividad.
Ella fue sin duda lo mejor del irregular cuarteto convocado para la Misa de Coronación. Aquí Petrenko, siguiendo la costumbre de Abbado casi siempre con esta orquesta, situó a los solistas vocales entre la formación y el coro, ligeramente elevados, pero sin que a tres de ellos, al menos, se les pudiera apenas escuchar como es debido. Más que atribuírsele a la posición en el escenario, su inadecuación se ha debido sobre todo a la pésima manía actual de hacer que Mozart lo interpreten, en tantas ocasiones, voces «anémicas». Aquí no caben «historicismos» ni mandangas, el Mozart que se cantaba en los años 50 y hasta 60 del siglo pasado es referencial, cuando don Octavio era aún un tenor llamado Alfredo Kraus y Tamino, Fritz Wunderlich (también han sido referenciales Francisco Araiza y Ramón Vargas hasta no hace mucho), por ejemplo, y no algunos de los «gatos» que nos colocan ahora en este repertorio.
Ese lunar, constatación de que la perfección rara vez se alcanza en este mundo, no empaña la soberbia interpretación escuchada de la Misa, enérgica y cálida, rotunda en su inicio, con un preciso equilibrio diseñado entre los momentos más dramáticos (Benedicuts) e íntimos, como el Agnus dei, en el que volvió a lucirse Louise Adler, y la jubilosa conclusión. Fue muy celebrada la participación del Orfeón Catalán, obligado a saludar varias veces en solitario, al final. Baste con apuntar que su soberbia actuación estuvo a la altura del rendimiento ofrecido por los berlineses. Que vuelvan cuanto antes, por favor.